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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (55 page)

—Recojan las armas de los perros —ordenaba, al mismo tiempo—. Las bayonetas, los morrales, las balas.

Honorio y dos auxiliares estaban inclinados sobre Anastasio, otro ayudante, tratando de incorporarlo.

—Es inútil, está muerto —los contuvo João Abade—. Arrastren los cuerpos, para tapar la calle.

Y dio el ejemplo, cogiendo de un pie el cadáver más próximo y echando a andar en dirección a los Mártires. En la bocacalle, muchos yagunzos habían comenzado a levantar la barricada con todo lo que hallaban a mano. Antonio Vilanova se puso de inmediato a trabajar con ellos. Se escuchaban tiros, ráfagas, y al poco rato apareció un muchacho de la Guardia Católica a decir a João Abade, que cargaba con Antonio las ruedas de una carreta, que los heréticos venían de nuevo hacia el Templo del Buen Jesús. «Todos allá», gritó João Abade y los yagunzos corrieron detrás de él. Entraron a la plaza al mismo tiempo que, del cementerio, desembocaban varios soldados, dirigidos por un joven rubio que blandía un sable y disparaba un revólver. Una cerrada fusilería, desde la capilla y las torres y techos del Templo en construcción, los atajó. «Síganlos, síganlos», oyó rugir a João Abade. De las iglesias salieron decenas de hombres a sumarse a la persecución. Vio a João Grande, enorme, descalzo, alcanzar al Comandante de la Calle y hablarle mientras corría. Los soldados se habían hecho fuertes detrás del cementerio y al entrar a San Cipriano los yagunzos fueron recibidos con una granizada de balas. «Lo van a matar», pensó Antonio, tirado en el suelo, al ver a João Abade que, de pie en media calle, indicaba con gestos a quienes lo seguían que se refugiaran en las casas o se aplastaran contra la tierra. Luego, se acercó a Antonio, a quien le habló acuclillándose a su lado:

—Regresa a la barricada y asegúrala. Hay que desalojarlos de aquí y empujarlos hacia donde les caerá Pajeú. Anda y que no se cuelen por el otro lado.

Antonio asintió y, un momento después, corría de regreso, seguido de Honorio, los auxiliares y otros diez hombres, a la encrucijada de los Mártires y Campo Grande. Le pareció recobrar al fin la conciencia, salir del aturdimiento. «Tú sabes organizar, —se dijo—. Y ahora hace falta eso, eso.» Indicó que los cadáveres y escombros del descampado fueran llevados a la barricada y él ayudó hasta que, en medio del trajín, oyó gritos en el interior de una vivienda. Fue el primero en entrar, abriendo el tabique de una patada y disparando al uniforme acuclillado. Estupefacto, comprendió que el soldado que había matado estaba comiendo; tenía en la mano el pedazo de charqui que sin duda acababa de coger del fogón. A su lado, el dueño de casa, un viejo, agonizaba con la bayoneta clavada en el estómago y tres chiquillos chillaban desaforados. «Qué hambre tendría —pensó—, para olvidarse de todo y dejarse matar con tal de tragar un bocado de charqui.» Con cinco hombres fue revisando las viviendas, entre la bocacalle y el descampado. Todas parecían un campo de batalla: desorden, techos con boquetes, muros partidos, objetos pulverizados. Mujeres, ancianos, niños armados de palos y trinches ponían cara de alivio al verlos o prorrumpían en una chachara frenética. En una casa encontró dos baldes de agua y después de beber y hacer beber a los otros, los arrastró a la barricada. Vio la felicidad con que Honorio y los demás bebían.

Encaramándose en la barricada, observó por entre los trastos y los muertos. La única calle recta de Canudos, Campo Grande, lucía desierta. A su derecha, el tiroteo arreciaba entre incendios. «La cosa está brava en el Mocambo, compadre», dijo Honorio. Tenía la cara encarnada y cubierta de sudor. Le sonreía. «No nos van a sacar de aquí, ¿no es cierto?», dijo. «Claro que no, compadre», respondió Honorio. Antonio se sentó en una carreta y mientras cargaba su revólver —ya casi no le quedaban balas en los cinturones que le ceñían el vientre — vio que los yagunzos estaban en su mayoría armados con los fusiles de los soldados. Les estaban ganando la guerra. Se acordó de las Sardelinhas, allá abajo, en la cuesta de Santa Ana.

—Quédate aquí y dile a João que he ido a la Casa de Salud a ver qué pasa —le dijo a su hermano.

Saltó al otro lado de la barricada, pisando las cadáveres acosados por miríadas de moscas. Cuatro yagunzos lo siguieron. «¿Quién les ordenó venir?», les gritó. «João Abade», dijo uno de ellos. No tuvo tiempo de replicar, pues en San Pedro se vieron atrapados en un tiroteo: se luchaba en las puertas, en los techos y en el interior de las casas de la calle. Volvieron a Campo Grande y por allí pudieron bajar hacia Santa Ana, sin encontrar soldados. Pero en Santa Ana había tiros. Se agazaparon detrás de una casa que humeaba y el comerciante observó. A la altura de la Casa de Salud había otra humareda; de allí disparaban. «Voy a acercarme, esperen aquí», dijo, pero cuando reptaba, vio que los yagunzos reptaban a su lado. Unos metros más allá descubrió por fin a media docena de soldados, disparando no contra ellos sino contra las casas. Se incorporó y corrió hacia ellos a toda la velocidad de sus piernas, con el dedo en el gatillo, pero sólo disparó cuando uno de los soldados volvió la cabeza. Le descargó los seis tiros y lanzó la faca a otro que se le vino encima. Cayó al suelo y allí se prendió de las piernas del mismo o de otro soldado y, sin saber cómo, se encontró apretándole el cuello, con todas sus fuerzas. «Mataste dos perros, Antonio», dijo un yagunzo. «Los fusiles, las balas, quítenselas», respondió él. Las casas se abrían y salían grupos, tosiendo, sonriendo, haciendo adiós. Ahí estaban Antonia, su mujer, y Asunción, y, detrás, Catarina, la mujer de João Abade.

—Míralos —dijo uno de los yagunzos, sacudiéndolo—. Mira cómo se tiran al río.

A derecha e izquierda, por sobre los techos encrespados de la cuesta de Santa Ana, había otras figuras uniformadas, aceleradas, trepando la pendiente, y otras se lanzaban al río, a veces arrojando sus fusiles. Pero le llamó más la atención advertir que muy pronto sería de noche. «Vamos a quitarles las armas», gritó con todas sus fuerzas. «Vamos, cabras, no se deja un trabajo sin terminar.» Varios yagunzos corrieron con él hacia el río y uno se puso a dar mueras a la República y al Anticristo y vivas al Consejero y al Buen Jesús.

En ese sueño que es y no es, duermevela que disuelve la frontera entre la vigilia y el dormir y que le recuerda ciertas noches de opio en su desordenada casita de Salvador, el periodista miope del
Jornal de Noticias
tiene la sensación de no haber dormido sino hablado y escuchado, dicho a esas presencias sin rostro que comparten con él la caatinga, el hambre y la incertidumbre, que para él lo más terrible no es estar extraviado, ignorante de lo que ocurrirá cuando despunte el día, sino haber perdido el bolsón de cuero y los rollos de papeles garabateados que tenía envueltos en sus pocas mudas de ropa. Está seguro de haberles contado también cosas que lo avergüenzan: que hace dos días, cuando se le acabó la tinta y se le partió la última pluma de ganso tuvo un acceso de llanto, como si se le hubiera muerto un familiar. Y está seguro —seguro de la manera incierta, inconexa, blanda, en que todo pasa, se dice o se recibe en el mundo del opio — que toda la noche ha masticado, sin asco, los manojos de yerbas, de hojas, de ramitas, quizá los insectos, las indescifrables materias, secas o húmedas, viscosas o sólidas, que se han pasado de mano en mano él y sus compañeros. Y está seguro que ha escuchado tantas confesiones íntimas como las que cree haber hecho. «Menos ella, todos tenemos un miedo inconmensurable», piensa. Así lo ha reconocido el Padre Joaquim, a quien ha servido de almohada y quien lo ha sido suya: que ha descubierto el verdadero miedo sólo hoy día, allá, amarrado a ese árbol, esperando que un soldado viniera a cortarle el pescuezo, oyendo el tiroteo, viendo las idas y venidas, la llegada de los heridos, un miedo infinitamente mayor que el que nunca ha sentido por nada y por nadie, incluidos el Demonio y el infierno. ¿Ha dicho estas cosas el cura gimiendo y a ratos pidiendo perdón a Dios por decirlas? Pero quien tiene más miedo todavía es el que ella dijo que es enano. Porque, con una vocecita tan deforme como debe ser su cuerpo, no ha cesado de lloriquear y de desvariar sobre mujeres barbudas, gitanos, forzudos y un hombre sin huesos que podía doblarse en cuatro. ¿Cómo será el Enano? ¿Será ella su madre? ¿Qué hacen aquí ese par? ¿Cómo es posible que ella no tenga miedo? ¿Qué tiene que es peor que el miedo? Pues el periodista miope ha percibido algo todavía más corrosivo, ruinoso, desgarrador, en el murmullo suave, esporádico, en el que la mujer no ha hablado de lo único que tiene sentido, el miedo a morir, sino de la porfía de alguien que está muerto, sin enterrar, mojándose, helándose, mordido por toda clase de bichos. ¿Será una loca, alguien que ya no tiene miedo porque lo tuvo tanto que enloqueció?

Siente que lo remecen. Piensa: «Mis anteojos». Ve una claridad verdosa, sombras móviles. Y mientras palpa su cuerpo, su alrededor, oye al Padre Joaquim: «Despierte, ya amanece, tratemos de encontrar el camino de Cumbe». Los halla al fin, entre sus piernas, intactos. Los limpia, se incorpora, balbucea «vamos, vamos», y al ponerse los anteojos y definirse el mundo ve al Enano: en efecto, es pequeñísimo como un niño de diez años y con una cara constelada de pliegues. Está de la mano de ella, una mujer sin edad, con los pelos sueltos, tan delgada que la piel parece superpuesta a sus huesos. Ambos están cubiertos de barro, con las ropas destrozadas, y el periodista miope se pregunta si él dará también, como ellos y como el curita fortachón, que se ha puesto a caminar decidido rumbo al sol, esa impresión de desgreñamiento, de abandono, de indefensión. «Estamos al otro lado de la Favela», dice el Padre Joaquim. «Por aquí deberíamos salir a la trocha de Bendengó. Dios quiera que no haya soldados...» «Pero habrá», piensa el periodista miope. O, en vez de ellos, yagunzos. Piensa: «No somos nada, no estamos en uno ni en otro bando. Nos matarán». Camina, sorprendido de no estar cansado, viendo delante la filiforme silueta de la mujer y el Enano que salta para no atrasarse. Andan mucho rato, sin cambiar palabra, en ese orden. En la madrugada soleada oyen cantos de pájaros, bordoneo de insectos y ruidos múltiples, confusos, disímiles, crecientes: tiros aislados, campanas, el ulular de una corneta, tal vez una explosión, tal vez voces humanas. El curita no se desvía, parece saber adónde va. La caatinga comienza a ralear y empequeñecerse de matorrales y cactos, hasta convertirse en tierra escarpada, al descubierto. Marchan paralelos a una línea rocosa que les oculta la visión de la derecha. Una media hora después alcanzan la cresta de ese horizonte rocoso y al mismo tiempo que la exclamación del cura, el periodista miope ve qué la motiva: casi junto a ellos están los soldados y detrás, delante, a los costados, los yagunzos. «Miles», murmura el periodista miope. Tiene ganas de sentarse, de cerrar los ojos, de olvidarse. El Enano chilla: «Jurema, mira, mira». El cura cae de rodillas, para ofrecer menos bulto a las miradas y sus compañeros también se acuclillan. «Justamente, teníamos que caer en medio de la guerra», susurra el Enano. «No es la guerra, piensa el periodista miope. Es la fuga.» El espectáculo al pie de esas lomas cuya cumbre ocupan suspende su miedo. Así, no le hicieron caso al Mayor Cunha Matos, no se retiraron anoche y lo hacían sólo ahora, como quería el Coronel Tamarindo.

Las masas de soldados sin orden ni concierto, que se aglomeran allá abajo en una extensión amplia, en partes apiñados y en otras distanciados, en un estado calamitoso, arrastrando las carretas de la Enfermería y cargando camillas, con los fusiles colgados de cualquier manera o convertidos en bastones y muletas, no se parecen en nada al Séptimo Regimiento del Coronel Moreira César que él recuerda, ese cuerpo disciplinado, cuidadoso del atuendo y las formas. ¿Lo habrán enterrado allá arriba? ¿Traerán sus restos en una de esas camillas, de esas carretas?

—¿Habrán hecho las paces? —murmura el cura, a su lado—. ¿Un armisticio, tal vez?

La idea de una reconciliación le resulta extravagante, pero es verdad que algo extraño sucede allá abajo: no hay pelea. Y, sin embargo, soldados y yagunzos están cerca, cada momento más cerca. Los ojos miopes, ávidos, alucinados, saltan entre los grupos de yagunzos, esa indescriptible humanidad de atuendos estrafalarios, armada de escopetas, de carabinas, de palos, de machetes, de rastrillos, de ballestas, de piedras, con trapos en las cabezas, que parece encarnar el desorden, la confusión, como aquellos a quienes persiguen, o, más bien, escoltan, acompañan.

—¿Se habrán rendido los soldados? —dice el Padre Joaquim—. ¿Los llevarán prisioneros?

Los grandes grupos de yagunzos van por las faldas de los cerros, a uno y otro lado de la corriente ebria y dislocada de soldados, acercándoseles y constriñéndolos cada vez más. Pero no hay tiros. No, por lo menos, lo que había ayer en Canudos, esas ráfagas y explosiones, aunque a sus oídos llegan a veces tiros aislados. Y ecos de insultos e injurias: ¿qué otra cosa pueden ser esas hilachas de voces? A la retaguardia de la desastrada Columna el periodista miope reconoce de pronto al Capitán Salomáo da Rocha. El grupito de soldados que va a la cola, distanciado de los demás, con cuatro cañones tirados por mulas a las que azotan sin misericordia, queda completamente aislado cuando un grupo de yagunzos de los flancos echa a correr y se interpone entre ellos y el resto de los soldados. Los cañones ya no se mueven y el periodista miope está seguro que ese oficial —tiene un sable y una pistola, va de uno a otro de los soldados aplastados contra los mulares y cañones, dándoles sin duda órdenes, aliento, a medida que los yagunzos se cierran sobre ellos — es Salomáo da Rocha. Recuerda sus bigotitos recortados —sus compañeros le decían el Figurín — y su manía de hablar siempre de los adelantos anunciados en el catálogo de los Comblain, de la precisión de los Krupp y de esos cañones a los que puso nombre y apellido. Al ver pequeños brotes de humo comprende que se están disparando, a bocajarro, sólo que él, ellos, no oyen los disparos porque el viento corre en otra dirección. «Todo este tiempo han estado disparándose, matándose, insultándose, sin que nosotros oyéramos», piensa y deja de pensar, pues el grupo de soldados y cañones es bruscamente sumergido por los yagunzos que lo cercaban. Parpadeando, pestañeando, abriendo la boca el periodista miope ve que el oficial del sable resiste unos segundos la andanada de palos, picas, azadas, hoces, machetes, bayonetas o lo que sean esos objetos oscuros, antes de desaparecer igual que los soldados, bajo la masa de asaltantes que ahora da saltos y sin duda gritos que no llega a oír. Oye, en cambio, relinchar a las mulas a las que tampoco ve.

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