La guerra del fin del mundo (57 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

Epaminondas Gonce enrojeció. ¿Le producían ese arrebato el cognac, el calor, lo que acababa de oír o lo que pensaba? Permaneció silencioso unos segundos, abstraído.

—¿Sus partidarios están de acuerdo? —preguntó al fin, en voz baja.

—Lo estarán cuando comprendan qué es lo que deben hacer —dijo el Barón—. Yo me comprometo a convencerlos. ¿Está satisfecho?

—Necesito saber qué va a pedirme a cambio —dijo Epaminondas Gonce.

—Que no se toquen las propiedades agrarias ni los comercios urbanos —repuso el Barón de Cañabrava, en el acto—. Ustedes y nosotros lucharemos contra cualquier intento de confiscar, expropiar, intervenir o gravar inmoderadamente las tierras o los comercios. Es la única condición.

Epaminondas Gonce respiró hondo, como si le faltara el aire. Bebió el resto del cognac de un trago.

—¿Y usted. Barón?

—¿Yo? —murmuró el Barón, como si hablara de un espíritu—. Voy a retirarme de la vida política. No seré un estorbo de ninguna especie. Por lo demás, como sabe, viajo a Europa la próxima semana. Permaneceré allá por tiempo indefinido. ¿Lo tranquiliza eso?

Epaminondas Gonce, en vez de responder, se puso de pie y dio unos pasos por la habitación, con las manos en la espalda. El Barón había adoptado una actitud ausente. El dueño del
Jornal de Noticias
no trataba de ocultar el indefinible sentimiento que se había apoderado de él. Estaba serio, arrebatado, y en sus ojos, además de la bulliciosa energía de siempre, había también desasosiego, curiosidad.

—Ya no soy un niño, aunque no tenga su experiencia —dijo, mirando de manera desafiante al dueño de casa—. Sé que usted me está engañando, que hay una trampa en lo que me propone.

El Barón asintió, sin demostrar el menor enfado. Se levantó para servir un dedo de cognac en las copas vacías.

—Comprendo que desconfíe —dijo, con su copa en la mano, iniciando un recorrido por la habitación que terminó en la ventana de la huerta. La abrió: una bocanada de aire tibio entró al despacho junto con la algarabía de los grillos y una lejana guitarra—. Es natural. Pero no hay trampa alguna, le aseguro. La verdad es que, tal como están las cosas, he llegado al convencimiento que la persona con las dotes necesarias para dirigir la política de Bahía es usted.

—¿Debo tomar eso como un elogio? —preguntó Epaminondas Gonce, con aire sarcástico.

—Creo que se acabó un estilo, una manera de hacer política —precisó el Barón, como si no lo oyera—. Reconozco que me he quedado obsoleto. Yo funcionaba mejor en el viejo sistema, cuando se trataba de conseguir la obediencia de la gente hacia las instituciones, de negociar, de persuadir, de usar la diplomacia y las formas. Lo hacía bastante bien. Eso se acabó, desde luego. Hemos entrado en la hora de la acción, de la audacia, de la violencia, incluso de los crímenes. Ahora se trata de disociar totalmente la política de la moral. Estando así las cosas, la persona mejor preparada para mantener el orden en este Estado es usted.

—Ya me sospechaba que no me estaba usted haciendo un elogio —murmuró Epaminondas Goncalves, tomando asiento.

El Barón se sentó a su lado. Con el parloteo de los grillos entraban en la habitación ruidos de coches, la cantilena de un sereno, una bocina, ladridos.

—En cierto sentido, lo admiro. —El Barón lo observó con un brillo fugaz en las pupilas—. He podido apreciar lo temerario que es, la complejidad y la frialdad de sus operaciones políticas. Sí, nadie tiene en Bahía las condiciones suyas para hacer frente a lo que se avecina.

—¿Me va a decir de una vez por todas lo que quiere de mí? —dijo el dirigente del Partido Republicano. En su voz había algo dramático.

—Que me reemplace —afirmó el Barón, con énfasis—. ¿Elimina su desconfianza que le diga que me siento derrotado por usted? No en los hechos, pues nosotros tenemos más posibilidades que los jacobinos de Bahía de entendernos con Moráis y los Paulistas del Gobierno Federal. Pero psicológicamente sí lo estoy, Epaminondas.

Bebió un sorbo de cognac y sus ojos se alejaron.

—Han ocurrido cosas que nunca hubiera soñado —dijo, hablando solo—. El mejor Regimiento del Brasil derrotado por una banda de pordioseros fanáticos. ¿Quién lo entiende? Un gran estratega militar hecho pedazos en el primer encuentro...

—No hay manera de entenderlo, en efecto —asintió Epaminondas Gonce—. Estuve esta tarde con el Mayor Cunha Matos. Es mucho peor de lo que se ha dicho oficialmente. ¿Está enterado de las cifras? Son increíbles: entre trescientas y cuatrocientas bajas, la tercera parte de los hombres. Decenas de oficiales masacrados. Han perdido íntegramente el armamento, desde los cañones hasta las facas. Los sobrevivientes llegan a Monte Santo desnudos, en calzoncillos, desvariando. ¡El Séptimo Regimiento! Usted estuvo cerca, en Calumbí, usted los ha visto. ¿Qué está ocurriendo en Canudos, Barón?

—No lo sé ni lo entiendo —dijo el Barón, con pesadumbre—. Supera todo lo que imaginaba. Y, sin embargo, creía conocer esta tierra, a esta gente. Esa derrota ya no se puede explicar con el fanatismo de unos muertos de hambre. Tiene que haber algo más. —Lo miró otra vez, aturdido—. He llegado a pensar que ese fantástico embuste propagado por ustedes, de que en Canudos había oficiales ingleses y armamento monárquico, podía tener algo de cierto. No, no vamos a tocar ese asunto, es historia vieja. Se lo digo para que vea hasta qué punto me pasma lo ocurrido con Moreira César.

—A mí, más bien, me asusta —dijo Epaminondas—. Si esos hombres pueden pulverizar al mejor Regimiento del Brasil, también pueden extender la anarquía por todo el Estado, por los Estados vecinos, llegar hasta aquí...

Encogió los hombros e hizo un gesto vago, catastrófico.

—La única explicación es que a la banda de Sebastianistas se hayan sumado miles de campesinos, incluso de otras regiones —dijo el Barón—. Movidos por la ignorancia, por la superstición, por el hambre. Porque ya no existen los frenos que mitigaban la locura, como antes. Esto significa la guerra, el Ejército del Brasil instalándose aquí, la ruina de Bahía. —Cogió a Epaminondas Gonce del brazo—. Por eso debe reemplazarme. En esta situación, se necesita a alguien de sus condiciones para unificar a los elementos valiosos y defender los intereses bahianos, en medio del cataclismo. En el resto del Brasil hay resentimiento contra Bahía, por lo de Moreira César. Dicen que las turbas que asaltaron los diarios monárquicos en Río gritaban «¡Muera Bahía!».

Hizo una larga pausa, removiendo su copa de cognac con apresuramiento.

—Muchos se han arruinado ya, allá en el interior —dijo—. Yo he perdido dos haciendas. Esta guerra civil va a hundir y matar a muchísima gente. Si nosotros seguimos destruyéndonos, ¿cuál será el resultado? Lo perderemos todo. Aumentará el éxodo hacia el Sur y hacia el Marañón. ¿En qué quedará convertida Bahía? Hay que hacer las paces, Epaminondas. Olvídese de las estridencias jacobinas, deje de atacar a los pobres portugueses, de pedir la nacionalización de los comercios y sea práctico. El jacobinismo murió con Moreira César. Asuma la Gobernación y defendamos juntos, en esta hecatombe, el orden civil. Evitemos que la República se convierta aquí, como en tantos países latinoamericanos, en un grotesco aquelarre donde todo es caos, cuartelazo, corrupción, demagogia...

Permanecieron en silencio un buen rato, con las copas en las manos, pensando o escuchando. A veces, en el interior de la casa se oían pasos, voces. Un reloj dio nueve campanadas.

—Le agradezco que me invitara —dijo Epaminondas, levantándose—. Todo lo que ha dicho me lo llevo en la cabeza, para darle vueltas. No puedo contestarle ahora.

—Desde luego que no —dijo el Barón, poniéndose también de pie—. Reflexione y conversaremos. Me gustaría verlo antes de mi partida, claro está.

—Tendrá mi respuesta pasado mañana —dijo Epaminondas, caminando hacia la puerta. Cuando cruzaban los salones, apareció el criado negro con el candil. El Barón acompañó a Epaminondas hasta la calle. En la reja, le preguntó:

—¿Ha tenido noticias de su periodista, el que acompañaba a Moreira César?

—¿El excéntrico? —dijo Epaminondas—. No ha aparecido. Lo matarían, supongo. Como sabe, no era un hombre de acción. Se despidieron con una venia.

CUATRO
I

C
UANDO
un sirviente le informó quién lo buscaba, el Barón de Cañabrava, en vez de mandarle decir, como a todos los que se acercaban al solar, que él no hacía ni aceptaba visitas, se echó escaleras abajo, cruzó las amplias estancias que el sol de la mañana iluminaba y fue hasta la puerta de calle a ver si no había oído mal: era el mismísimo él. Le dio la mano, sin decir palabra, y lo hizo entrar. La memoria le devolvió, a quemarropa, aquello que hacía meses trataba de olvidar: el incendio de Calumbí, Canudos, la crisis de Estela, su retiro de la vida pública.

Callado, sobreponiéndose a la sorpresa de la visita y a la resurrección de ese pasado, guió al recién venido hasta el cuarto en el que celebraba todas las entrevistas importantes: el escritorio. Pese a ser temprano, hacía calor. A lo lejos, por sobre los crotos y el ramaje de los mangos, los ficus, las guayabas y las pitangas de la huerta, el sol blanqueaba el mar como una lámina de acero. El Barón corrió la cortina y la habitación quedó en sombra.

—Sabía que le sorprendería mi visita —dijo el visitante y el Barón reconoció la vocecita de cómico que habla en falsete—. Me enteré que había vuelto usted de Europa y tuve... este impulso. Se lo digo sin rodeos. He venido a pedirle trabajo.

—Tome asiento —dijo el Barón.

Lo había oído como en sueños, sin prestar atención a sus palabras, ocupado en examinar su físico y en confrontarlo con el de la última vez, el espantapájaros que aquella mañana vio partir de Calumbí junto con el Coronel Moreira César y su pequeña escolta. «Es y no es él», pensó. Porque el periodista que había trabajado para el
Diario de Bahía
y luego para el
Jornal de Noticias
era un mozo y este hombre de gruesos anteojos, que al sentarse parecía dividirse en cuatro o seis partes, era un viejo. Su cara hervía de estrías, mechones grises salpicaban sus cabellos, su cuerpo daba una impresión quebradiza. Vestía una camisa desabotonada, un chaleco sin mangas, con lamparones de vejez o de grasa, un pantalón deshilachado en la basta y zapatos de vaquero.

—Ahora recuerdo —dijo el Barón—. Alguien me escribió que estaba usted vivo. Lo supe en Europa. «Apareció un fantasma.» Me escribieron eso. Pese a ello, lo seguía creyendo desaparecido, muerto.

—No morí ni desaparecí —dijo, sin rastro de humor, la vocecita nasal—. Luego de oír diez veces en el día lo que usted ha dicho, me di cuenta que la gente estaba defraudada de que siguiera en este mundo.

—Si quiere que le sea franco, me importa un bledo que esté vivo o muerto —se oyó decir, sobreponiéndose de su crudeza—. Tal vez preferiría que esté muerto. Odio todo lo que me recuerda a Canudos.

—Supe lo de su esposa —dijo el periodista miope y el Barón adivinó la impertinencia inevitable—. Que perdió la razón, que es una gran desgracia en su vida.

Lo miró de tal manera que lo hizo callar, asustarse. Carraspeó, parpadeó y se sacó los anteojos para desempañarlos con el filo de su camisa. El Barón se alegró de haber reprimido el impulso de echarlo.

—Ahora vuelve todo —dijo, con amabilidad—. Fue una carta de Epaminondas Gonce, hará un par de meses. Por él me enteré que había vuelto a Salvador.

—¿Se cartea con ese miserable? —vibró la vocecita nasal—. Es cierto, ahora son aliados.

—¿Habla así del Gobernador de Bahía? —sonrió el Barón—. ¿No quiso reponerlo en el
Jornal de Noticias?


Me ofreció aumentarme el sueldo, más bien —replicó el periodista miope—. Pero a condición de que me olvidara de la historia de Canudos.

Se rió, con una risa de pájaro exótico, y el Barón vio que su risa se transformaba en una racha de estornudos que lo hacían rebotar en el asiento.

—O sea que Canudos hizo de usted un periodista íntegro —dijo, burlándose—. O sea que cambió. Porque mi aliado Epaminondas es como fue siempre, él no ha cambiado un ápice.

Esperó que el periodista se sonara la nariz con un trapo azul que sacó a jalones del bolsillo.

—En esa carta, Epaminondas decía que apareció usted junto con un personaje extraño. ¿Un enano o algo así?

—Es mi amigo —asintió el periodista miope—. Tengo una deuda con él. Me salvó la vida. ¿Quiere saber cómo? Hablando de Carlomagno, de los Doce Pares de Francia, de la Reina Magalona. Cantando la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo.

Hablaba con premura, frotándose las manos, torciéndose en el asiento. El Barón recordó al profesor Thales de Azevedo, un académico amigo que lo visitó en Calumbí, años atrás: se quedaba horas fascinado oyendo a los troveros de las ferias, se hacía dictar las letras que oía cantar y contar y aseguraba que eran romances medievales, traídos por los primeros portugueses y conservados por la tradición sertanera. Advirtió la expresión de angustia de su visitante.

—Todavía se puede salvar —lo oyó decir, implorar con sus ojos ambiguos—. Está tuberculoso, pero la operación es posible. El Doctor Magalháes, el del Hospital Portugués, ha salvado a muchos. Quiero hacer eso por él. También para eso necesito trabajo. Pero, sobre todo... para comer.

El Barón vio que se avergonzaba, como si hubiera confesado algo ignominioso.

—No sé por qué tendría que ayudar a ese enano —murmuró—. Ni a usted.

—No hay ninguna razón, por supuesto —repuso al instante el miope, estirándose los dedos—. Simplemente, decidí jugarlo a la suerte. Pensé que podría conmoverlo. Usted tenía fama de generoso, antes.

—Una táctica banal de político —dijo el Barón—. Ya no la necesito, ya me retiré de la política.

Y en eso vio, por la ventana de la huerta, al camaleón. Rara vez lo veía, o, mejor dicho, lo reconocía, pues siempre se identificaba de tal modo con las piedras, la yerba o los arbustos y ramajes del jardín, que alguna vez había estado a punto de pisarlo. La víspera, en la tarde, había sacado a Estela con Sebastiana a tomar el fresco, bajo los mangos y ficus de la huerta, y el camaleón fue un entretenimiento maravilloso para la Baronesa, que, desde la mecedora de paja, se dedicó a señalar al animal, al que reconocía con la misma facilidad que antaño, entre los yerbajos y cortezas. El Barón y Sebastiana la vieron sonreír, al ver que el camaleón corría cuando ellos se acercaban a comprobar si era él. Ahora estaba ahí, al pie de uno de los mangos, entre verdoso y marrón, tornasolado, apenas distinguible de la yerba, con su papada palpitante. Mentalmente, le habló: «Camaleón querido, animalito escurridizo, buen amigo. Te agradezco con toda el alma que hicieras reír a mi mujer».

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