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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (74 page)

En ese momento suenan las campanas, al otro lado de los cerros. El joven Leal Cavalcanti mira al cielo: sí, oscurece, es la hora de las campanas y el rosario de Canudos. Repican todos los días, con una puntualidad mágica, e infaliblemente, poco después, si no hay tiroteo y cañonazos, hasta los campamentos de la Favela y el Monte Mario llegan las avemarías de los fanáticos. Una inmovilidad respetuosa se instala a esta hora en el Hospital de Sangre; muchos heridos y enfermos se persignan al oír las campanas y mueven los labios, rezando al mismo tiempo que sus enemigos. El mismo Teotónio, pese a que ha sido un católico apático, no puede dejar de sentir cada tarde, con estos rezos y campanadas, una sensación curiosa, indefinible, algo que, si no es la fe, es nostalgia de fe.

—O sea que el campanero sigue vivo —murmura, sin responder al Teniente Pires Ferreira—. No pueden bajarlo todavía.

El Capitán Alfredo Gama hablaba mucho del campanero. Lo había visto un par de veces trepando al campanario del Templo de las torres, y, otra, en el pequeño campanario de la capilla. Decía que era un viejecito insignificante e imperturbable, que se columpiaba del badajo, indiferente a la fusilería con que respondían a las campanas los soldados. El Doctor Gama le refirió que tumbar esos campanarios desafiantes y acallar al viejecillo provocador es ambición obsesiva allá, en el Alto do Mario, entre los artilleros, y que todos alistan sus fusiles para apuntarlo, a la hora del Ángelus. ¿No han podido matarlo aún o éste es un nuevo campanero?

—Lo que voy a pedirte no es producto de la desesperación —dice el Teniente Pires Ferreira—. No es el pedido de alguien que ha perdido el juicio.

Tiene la voz serena y firme. Está totalmente inmóvil sobre la manta que lo separa del cascajo, con la cabeza apoyada en una almohadilla de paja, y los muñones vendados sobre su vientre.

—No debes desesperar —dice Teotónio—. Serás de los primeros evacuados. Apenas lleguen los refuerzos y regrese el convoy, te llevarán en ambulancia a Monte Santo, a Queimadas, a tu casa. El General Osear lo prometió el día que vino al Hospital de Sangre. No desesperes, Manuel da Silva.

—Te lo pido por lo que más respetes en el mundo —dice, suave y firme, la boca de Pires Ferreira—. Por Dios, por tu padre, por tu vocación. Por esa novia a la que escribes versos, Teotónio.

—¿Qué quieres, Manuel da Silva? —murmura el joven paulista, apartando la vista del herido, disgustado, absolutamente seguro de lo que va a oír.

—Un tiro en la sien —dice la voz suave, firme—. Te lo suplico desde el fondo de mi alma.

No es el primero que le pide semejante cosa y sabe que no será el último. Pero es el primero que se lo pide con tanta tranquilidad, con tan poco dramatismo.

—No puedo hacerlo sin manos —explica el hombre vendado—. Hazlo tú por mí.

—Un poco de valor, Manuel da Silva —dice Teotónio, advirtiendo que es él quien tiene la voz alterada por la emoción—. No me pidas algo que va contra mis principios, contra mi profesión.

—Entonces, uno de tus ayudantes —dice el Teniente Pires Ferreira—. Ofrécele mi cartera. Debe haber unos cincuenta mil reis. Y mis botas, que están sin huecos.

—La muerte puede ser peor que lo que te ha ocurrido —dice Teotónio—. Serás evacuado. Sanarás, recobrarás el amor a la vida.

—¿Sin ojos y sin manos? —pregunta, suavemente, Pires Ferreira. Teotónio se siente avergonzado. El Teniente tiene la boca entreabierta —: Eso no es lo peor, Teotónio. Son las moscas. Siempre las odié, siempre sentí mucho asco por ellas. Ahora, estoy a su merced. Se pasean por mi cara, se meten a mi boca, se cuelan por las vendas hasta las llagas.

Calla. Teotónio lo ve pasarse la lengua por los labios. Se siente tan conmovido de oír hablar así a ese herido ejemplar, que no atina siquiera a pedir el zurrón de agua a los enfermeros, para aliviarle la sed.

—Se ha vuelto algo personal entre los bandidos y yo —dice Pires Ferreira—. No quiero que se salgan con la suya. No permitiré que me dejen convertido en esto, Teotónio. No seré un monstruo inútil. Desde Uauá, supe que algo trágico se había cruzado en mi camino. Una maldición, un hechizo.

—¿Quieres agua? —susurra Teotónio.

—No es fácil matarse cuando no tienes manos ni ojos —prosigue Pires Ferreira—. He intentado los golpes contra la roca. No sirve. Tampoco lamer el suelo, pues no hay piedras capaces de ser tragadas y...

—Calla, Manuel da Silva —dice Teotónio, poniéndole la mano en el hombro. Pero le resulta falso calmar a un hombre que parece el más tranquilo del planeta, que no sube ni apresura la voz, que habla de sí como de otra persona.

—¿Me vas a ayudar? Te lo pido en nombre de nuestra amistad. Una amistad nacida aquí es algo sagrado. ¿Me vas a ayudar?

—Sí —susurra Teotónio Leal Cavalcanti—. Te voy a ayudar, Manuel da Silva.

IV

—¿S
U CABEZA
? —repitió el Barón de Cañabrava. Estaba ante la ventana de la huerta; se había acercado con el pretexto de abrirla, por el calor creciente, pero, en realidad, para localizar al camaleón, cuya ausencia lo angustiaba. Su ojos recorrieron la huerta en todas direcciones, buscándolo. Se había hecho invisible, otra vez, como si jugara con él—. La noticia de que lo decapitaron salió en
The Times,
en Londres. La leí allí.

—Decapitaron su cadáver —lo corrigió el periodista miope.

El Barón regresó a su sillón. Se sentía apesadumbrado, pero, sin embargo, acababa de interesarse de nuevo en lo que decía el visitante. ¿Era un masoquista? Todo eso le traía recuerdos, escarbaba y reabría la herida. Pero quería oírlo.

—¿Lo vio alguna vez a solas? —preguntó, buscando los ojos del periodista—. ¿Llegó a hacerse una idea de la clase de hombre que era?

Habían encontrado la tumba sólo dos días después de caer el último reducto. Consiguieron que el Beatito les indicara el lugar donde estaba enterrado. Bajo tortura, se entiende. Pero no cualquier tortura. El Beatito era un mártir nato y no hubiera hablado por simples brutalidades como ser pateado, quemado, castrado o porque le cortaran la lengua o le reventaran los ojos. Pues a veces devolvían así a los yagunzos prisioneros, sin ojos, sin lengua, sin sexo, creyendo que ese espectáculo destruiría la moral de los que aún resistían. Conseguían lo contrario, claro está. Para el Beatito encontraron la única tortura que no podía resistir: los perros.

—Creía conocer a todos los jefes facinerosos —dijo el Barón—. Pajeú, João Abade, João Grande, Táramela, Pedrão, Macambira. Pero ¿el Beatito?

Lo de los perros era una historia aparte. Tanta carne humana, tanto banquete de cadáver, los meses del cerco, los volvieron feroces, igual a lobos y hienas. Surgieron manadas de perros carniceros que entraban a Canudos, y, sin duda, al campamento de los sitiadores, en busca de alimento humano.

—¿No eran esas manadas el cumplimiento de las profecías, los seres infernales del Apocalipsis? —masculló el periodista miope, cogiéndose el estómago—. Alguien debió decirles que el Beatito tenía un horror especial a los perros, mejor dicho al Perro, el Mal encarnado. Lo pondrían frente a una jauría rabiosa, sin duda, y, ante la amenaza de ser llevado en pedazos al infierno por los mensajeros del Can, los guió al lugar donde lo habían enterrado.

El Barón olvidó al camaleón y a la Baronesa Estela. En su cabeza, rugientes manadas de perros enloquecidos hurgaban amontonamientos de cadáveres, hundían los hocicos en vientres agusanados, daban dentelladas a flacas pantorrillas, se disputaban, entre ladridos, tibias, cartílagos, cráneos. Sobrepuestas a los despanzurramientos, otras jaurías invadían aldeas desprevenidas, abalanzándose sobre vaqueros, pastores, lavanderas, en busca de carne y huesos frescos.

Hubiera podido ocurrírseles que estaba enterrado en el Santuario. ¿En qué otro sitio hubieran podido enterrarlo? Excavaron donde el Beatito les indicó y a los tres metros de profundidad —así de hondo — lo encontraron, vestido con su túnica azul, sus alpargatas de cuero crudo y envuelto en una estera. Tenía los cabellos crecidos y ondulados: así lo consignó el acta notarial de exhumación. Estaban allí todos los jefes, empezando por el General Artur Osear, quien ordenó al artista-fotógrafo de la Primera Columna, Señor Flavio de Barros, que fotografiara el cadáver. La operación tomó media hora, en la que todos continuaron allí a pesar de la pestilencia.

—¿Se imagina qué sentirían esos generales y coroneles viendo, por fin, el cadáver del enemigo de la República, del masacrador de tres expediciones militares, del desordenador del Estado, del aliado de Inglaterra y la casa de Braganza?

—Yo lo conocí —murmuró el Barón y su interlocutor quedó callado, interrogándolo con su mirada acuosa —: Pero me pasa con él algo parecido a lo que le pasó en Canudos, por culpa de los anteojos. No lo identifico, se me esfuma. Fue hace quince o veinte años. Estuvo en Calumbí, con un pequeño séquito y parece que les dimos de comer y les regalamos ropas viejas, pues limpiaron las tumbas y la capilla. Recuerdo una colección de harapos más que un conjunto de hombres. Pasaban demasiados santones por Calumbí. ¿Cómo hubiera podido adivinar que ése era, entre tantos, el importante, el que relegaría a los demás, el que atraería a millares de sertaneros?

—También estaba llena de iluminados, de heréticos, la tierra de la Biblia —dijo el periodista miope—. Por eso tanta gente se confundió con Cristo. No entendió, no lo percibió...

—¿Habla en serio? —adelantó la cabeza el Barón—. ¿Cree que el Consejero fue realmente enviado por Dios?

Pero el periodista miope proseguía, con voz correosa, su historia.

Habían levantado un acta notarial frente al cadáver, tan descompuesto que tuvieron que taparse las narices con manos y pañuelos pues se sentían mareados. Los cuatro facultativos lo midieron, comprobaron que tenía un metro setenta y ocho de longitud, que había perdido todos los dientes y que no murió de bala pues la única herida, en su cuerpo esquelético, era una equimosis en la pierna izquierda, causada por el roce de una esquirla o piedra. Luego de breve conciliábulo, se decidió decapitarlo, a fin de que la ciencia estudiara su cráneo. Lo traerían a la Facultad de Medicina de Bahía, para que lo examinara el Doctor Nina Rodríguez. Pero, antes de comenzar a serruchar, degollaron al Beatito. Lo hicieron allí mismo, en el Santuario, mientras el artista-fotógrafo Flavio de Barros tomaba la foto, y lo arrojaron a la fosa donde devolvieron el cadáver sin cabeza del Consejero. Buena cosa para el Beatito, sin duda. Ser enterrado junto a quien tanto veneró y sirvió. Pero algo lo debió espantar, en el último instante: saber que iba a ser enterrado como un animal, sin ceremonia alguna, sin rezos, sin envoltura de madera. Porque ésas eran las cosas que preocupaban allá.

Un nuevo ataque de estornudos lo interrumpió. Pero se repuso y siguió hablando, con una excitación progresiva, que, por momentos, le trababa la lengua. Sus ojos revoloteaban, azogados, detrás de los cristales.

Había habido un cambio de opiniones a ver cuál de los cuatro médicos lo hacía. Fue el Mayor Miranda Curio, jefe del Servicio Sanitario en campaña, el que cogió el serrucho, mientras los otros sujetaban el cuerpo. Pretendían sumergir la cabeza en un recipiente de alcohol, pero como los restos de pellejo y carne comenzaban a desintegrarse, la metieron en un saco de cal. Así fue traída a Salvador. Se confió la delicada misión de transportarla al Teniente Pinto Souza, héroe del Tercer Batallón de Infantería, uno de los contados oficiales sobrevivientes de ese cuerpo diezmado por Pajeú en el primer combate. El Teniente Pinto Souza la entregó a la Facultad de Medicina y el Doctor Nina Rodríguez presidió la Comisión de científicos que la observó, midió y
pesó.
No había informes fidedignos sobre lo que se dijo, durante el examen, en el anfiteatro. El comunicado oficial era de una parquedad irritante, y el responsable de ello, al parecer, nadie menos que el propio Doctor Nina Rodríguez. Fue él quien redactó esas parcas líneas que desencantaron a la opinión pública diciendo, secamente, que la ciencia no había comprobado ninguna anormalidad constitutiva manifiesta en el cráneo de Antonio Consejero.

—Todo eso me recuerda a Galileo Gall —dijo el Barón, echando una ojeada esperanzada a la huerta—. También él tenía una fe loca en los cráneos, como indicadores del carácter.

Pero el fallo del Doctor Nina Rodríguez no era compartido por todos sus colegas de Salvador. Así, el Doctor Honorato Nepomuceno de Alburquerque preparaba un estudio discrepante del informe de la Comisión de científicos. Él sostenía que ese cráneo era típicamente braquicéfalo, según la clasificación del naturalista sueco Retzius, con tendencias a la estrechez y linearidad mentales (por ejemplo, el fanatismo). Y que, de otro lado, la curvatura craneal correspondía exactamente a la señalada por el sabio Benedikt para aquellos epilépticos que, según escribió el científico Samt, tienen el libro de misa en la mano, el nombre de Dios en los labios y los estigmas del crimen y del bandidismo en el corazón.

—¿Se da cuenta? —dijo el periodista miope, respirando como si acabara de realizar un esfuerzo enorme—. Canudos no es una historia, sino un árbol de historias.

—¿Se siente mal? —preguntó el Barón, sin efusividad—. Veo que tampoco a usted le hace bien hablar de estas cosas. ¿Ha estado visitando a todos esos médicos?

El periodista miope estaba replegado como una oruga, hundido en sí mismo y parecía muerto de frío. Terminado el examen médico, había surgido un problema. ¿Qué hacer con esos huesos? Alguien propuso que la calavera fuera enviada al Museo Nacional, como curiosidad histórica. Hubo una oposición cerrada. ¿De quién? De los masones. Bastaba ya con Nosso Senhor de Bonfim, dijeron, bastaba ya con un lugar de peregrinación ortodoxo. Esa calavera expuesta en una vitrina convertiría al Museo Nacional en una segunda Iglesia de Bonfim, en un Santuario heterodoxo. El Ejército estuvo de acuerdo: era preciso evitar que la calavera se volviera reliquia, germen de futuras revueltas. Había que desaparecerla. ¿Cómo? ¿Cómo?

—Evidentemente, no enterrándola —murmuró el Barón.

Evidentemente, pues el pueblo fanatizado descubriría tarde o temprano el lugar del entierro. ¿Qué lugar más seguro y remoto que el fondo del mar? La calavera fue metida en un costal repleto de piedras, cosido y llevado de noche, en un bote, por un oficial, a un lugar del Atlántico equidistante del Fuerte San Marcelo y la isla de Itaparica, y lanzada al cieno marino, a servir de asiento a las madréporas. El oficial encargado de la secreta operación fue el mismo Teniente Pinto Souza: fin de la historia.

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