Al retorno de una de sus correrías, el Enano encontró en el almacén a Jurema y el ciego con el Padre Joaquim. Desde su llegada, hacía meses, no habían vuelto a estar a solas con él. Lo veían a menudo, a la diestra del Consejero, en la torre del Templo del Buen Jesús, diciendo misa, rezando el rosario que coreaba la multitud en la Plaza Matriz, en las procesiones, cercado por argollas de la Guardia Católica y en los entierros, salmodiando responsos en latín. Habían oído que sus desapariciones eran viajes que lo llevaban por los rincones del sertón, para hacer encargos y traer ayuda a los yagunzos. Desde que se reanudó la guerra, aparecía con frecuencia en las calles, sobre todo en Santa Inés, adónde iba a confesar e impartir la extremaunción a los moribundos de las Casas de Salud. Aunque se había cruzado con él varias veces nunca le había dirigido la palabra; pero, al entrar el Enano al almacén, el curita le estiró la mano y le dijo unas palabras amables. Estaba sentado en un banquito de ordeñadora y, frente a él, Jurema y el miope, en el suelo, con las piernas cruzadas.
—Nada es fácil, ni siquiera esto que parecía lo más fácil del mundo —dijo el Padre Joaquim a Jurema, desalentado, haciendo sonar los labios cuarteados—. Yo pensaba que te daría una gran felicidad. Que, esta vez, me recibirían como portador de alegría en una casa. —Hizo un pausa y se humedeció la boca con la lengua—. Sólo voy a las casas con los santos óleos, a cerrar los ojos a los muertos, a ver sufrir.
El Enano pensó que, en estos meses, se había vuelto un viejecillo. Casi no tenía cabellos y entre las motas de pelusa blanca, sobre las orejas, se veía su cráneo tostado y cubierto de pecas. Su flacura era extrema; la abertura de la raída sotana azulina delataba los huesos salientes de su pecho; su cara se había descolgado en pellejos amarillentos, en los que blanqueaban puntitos de barba crecida, lechosa. En su expresión, además de hambre y vejez, había inmensa fatiga.
—No me casaré con él, Padre —dijo Jurema—. Si quiere obligarme, me mataré.
Habló tranquila, con la quieta determinación con que les había hablado aquella noche, y el Enano comprendió que el cura de Cumbe debía ya haberla oído decir lo mismo, pues no se sorprendió:
—No quiere obligarte —musitó—. No se le pasa por la cabeza siquiera la idea de que lo rechazarías. Sabe, como todo el mundo, que cualquier mujer de Canudos se sentiría dichosa de haber sido elegida por Pajeú para formar un hogar. ¿Tú sabes quién es Pajeú, no es verdad, hija? Has oído, seguramente, las cosas que se cuentan de él.
Se quedó mirando el suelo terroso, con aire compungido. Un pequeño ciempiés se arrastraba entre sus sandalias, por las que asomaban sus dedos flacos y amarillentos, de uñas negras crecidas. No lo pisó, lo dejó alejarse, perderse entre la ristra de fusiles apoyados unos en otros.
—Todas son ciertas, incluso están por debajo de la verdad —añadió, de la misma manera abatida—. Esas violencias, muertes, robos, saqueos, venganzas, esas ferocidades gratuitas, como cortar orejas, narices. Toda esa vida de locura e infierno. Y, sin embargo, ahí está, también él, como João Abade, como Táramela, Pedrão y los demás... El Consejero hizo el milagro, volvió oveja al lobo, lo metió al redil. Y por volver ovejas a los lobos, por dar razones para cambiar de vida a gentes que sólo conocían el miedo y el odio, el hambre, el crimen y el pillaje, por espiritualizar la brutalidad de estas tierras, les mandan Ejército tras Ejército, para que los exterminen. ¿Qué confusión se ha apoderado del Brasil, del mundo, para que se cometa una iniquidad así? ¿No es como para darle también en eso la razón al Consejero y pensar que efectivamente Satanás se ha adueñado del Brasil, que la República es el Anticristo?
No hablaba de prisa, no alzaba la voz, no estaba enfurecido ni triste. Sólo abrumado.
—No es terquedad ni que le tenga odio —oyó el Enano que decía Jurema, con la misma firmeza—. Si fuera otro que Pajeú, tampoco lo aceptaría. No quiero volver a casarme, Padre.
—Está bien, lo he entendido —suspiró el cura de Cumbe—. Ya lo arreglaremos. Si no quieres, no te casarás con él. No tiene que matarte. Yo soy el que casa a la gente en Belo Monte, aquí no hay matrimonio civil. —Hizo una media sonrisa y asomó una lucecita picara en sus pupilas—. Pero no podemos decírselo de golpe. No hay que herirlo. La susceptibilidad en gente como Pajeú es una enfermedad tremenda. Otra cosa que siempre me ha asombrado es ese sentido del honor tan puntilloso. Son una llaga viva. No tienen nada pero les sobra honor. Es su riqueza. Bueno, vamos a comenzar por decirle que tu viudez es demasiado reciente para contraer ahora un nuevo matrimonio. Lo haremos esperar. Pero hay una cosa. Es importante para él. Llévale la comida a Fazenda Velha. Me ha hablado de eso. Necesita sentir que una mujer se ocupa de él. No es mucho. Dale gusto. De lo otro, lo iremos desanimando, a pocos.
La mañana había estado tranquila; ahora comenzaban a oírse tiros, espaciados y muy a lo lejos.
—Has despertado una pasión —añadió el Padre Joaquim—. Una gran pasión. Anoche vino al Santuario a pedirle permiso al Consejero para casarse contigo. Dijo que también recibiría a estos dos, ya que son tu familia, que se los llevaría a vivir con él...
Bruscamente, se incorporó. El miope estaba sacudido por los estornudos y el Enano se echó a reír, regocijado con la idea de volverse hijo adoptivo de Pajeú: nunca más le faltaría comida.
—Ni por eso ni por nada me casaría con él —repitió Jurema, inconmovible. Aunque añadió, bajando la vista —: Pero, si usted cree que debo hacerlo, le llevaré la comida.
El Padre Joaquim asintió y daba media vuelta cuando el miope se incorporó de un salto y lo cogió del brazo. El Enano, al ver su ansiedad, adivinó lo que iba a decir.
—Usted puede ayudarme —susurró, mirando a derecha y a izquierda—. Hágalo por sus creencias, Padre. Yo no tengo nada que ver con lo que pasa aquí. Estoy en Canudos por accidente, usted sabe que no soy soldado ni espía, que no soy nadie. Se lo ruego, ayúdenle.
El cura de Cumbe lo miraba con conmiseración.
—¿A irse de aquí? —murmuró.
—Sí, sí —tartamudeó el miope, moviendo la cabeza—. Me lo han prohibido. No es justo...
—Debió escaparse —susurró el Padre Joaquim—. Cuando era posible, cuando no había soldados por todas partes.
—¿No ve en qué estado estoy? —gimoteó el miope, señalándose los ojos enrojecidos, saltones, acuosos, huidizos—. ¿No ve que sin anteojos soy un ciego? ¿Podía irme solo, dando tumbos por el sertón? —Su voz se quebró en un chillido—. ¡No quiero morir como una rata!
El cura de Cumbe pestañeó varias veces y el Enano sintió frío en la espalda, como siempre que el miope predecía la muerte inminente para todos ellos.
—Yo tampoco quiero morir como una rata —silabeó el curita, haciendo una mueca—. Tampoco tengo que ver con esta guerra. Y, sin embargo... —Agitó la cabeza, como para ahuyentar una imagen—. Aunque quisiera ayudarlo, no podría. Sólo salen de Canudos bandas armadas, a pelear. ¿Podría ir con ellas, acaso? —Hizo un gesto amargo—. Si cree en Dios, encomiéndese a Él. Es el único que puede salvarnos, ahora. Y si no cree, me temo que no haya nadie que pueda ayudarlo, mi amigo.
Se alejó, arrastrando los pies, encorvado y triste. No tuvieron tiempo de comentar su visita pues en ese momento entraron en el almacén los hermanos Vilanova, seguidos de varios hombres. Por sus diálogos, el Enano entendió que los yagunzos estaban abriendo una nueva trinchera, al Oeste de Fazenda Velha, siguiendo la curva del Vassa Barris frente al Tabolerinho, pues parte de las tropas se habían desprendido de la Favela y venían dando un rodeo al Cambaio probablemente para emplazarse en ese sector. Cuando los Vilanova partieron, llevándose armas, el Enano y Jurema consolaron al miope, tan afligido por su diálogo con el Padre Joaquim que le corrían las lágrimas por las mejillas y le vibraban los dientes.
Aquella misma tarde acompañó el Enano a Jurema a llevar comida a Pajeú, a la Fazenda Velha. Ella pidió también al miope que la acompañara, pero el miedo que le inspiraba el caboclo y lo peligroso que era atravesar todo Canudos, lo hicieron negarse. La comida para los yagunzos se preparaba en el callejón de San Cipriano, donde beneficiaban las reses que aún subsistían de la correría de João Abade. Hicieron una larga cola hasta llegar a Catarina, la escuálida mujer de João Abade, que, con otras, distribuía trozos de carne y farinha, y zurrones que los «párvulos» iban a llenar a la aguada de San Pedro. La mujer del Comandante de la Calle les dio una canasta con viandas y ellos se unieron a la fila que iba a las trincheras. Había que recorrer el callejón de San Crispín e ir agachado o gateando por las barrancas del Vassa Barris, cuyas anfractuosidades eran escudo contra las balas. Desde el río, las mujeres ya no podían continuar en grupo, sino de una en una, corriendo en zigzag o, las más prudentes, arrastrándose. Había unos trescientos metros entre las barracas y las trincheras y mientras corría, pegado a Jurema, el Enano iba viendo a su derecha las torres del Templo del Buen Jesús, atiborradas de tiradores, y a su izquierda las lomas de la Favela de las que, estaba seguro, miles de fusiles los apuntaban. Llegó sudando a la orilla de la trinchera y dos brazos lo bajaron al foso. Vio la cara estropeada de Pajeú.
No parecía sorprendido de verlos allí. Ayudó a Jurema, alzándola como una pluma, y la saludó con una inclinación de cabeza, sin sonreír, con naturalidad, como si ella hubiera estado viniendo ya muchos días. Cogió la canasta y les indicó que se apartaran, pues obstruían el trajín de las mujeres. El Enano avanzó entre yagunzos que comían en cuclillas, charlaban con las recién llegadas, o espiaban por boquetes de tubos y troncos horadados que les permitían disparar sin ser vistos. El conducto se amplió por fin en un espacio semicircular. La gente estaba allí menos apiñada y Pajeú se sentó en un rincón. Hizo señas a Jurema de que fuera a su lado. Al Enano, que no sabía si acercarse, le señaló la canasta. Él, entonces, se acomodó junto a ellos y compartió con Jurema y Pajeú el agua y las viandas.
Durante un buen rato, el caboclo no dijo palabra. Comía y bebía, sin siquiera mirar a sus acompañantes. Jurema tampoco lo miraba y el Enano se decía que era tonta de rechazar como marido a ese hombre que podía resolverle todos los problemas. ¿Qué le importaba que fuera feo? A ratos, observaba a Pajeú. Perecía mentira que este hombre que masticaba con empeño frío, de expresión indiferente —había apoyado el fusil contra el muro, pero conservaba la faca, el machete y las sartas de municiones en el cuerpo—, fuera el mismo que con voz temblorosa y desesperada dijo aquellas cosas de amor a Jurema. No había tiroteo sino balas esporádicas, algo a lo que los oídos del Enano se habían acostumbrado. A lo que no se habituaba era a los cañonazos. Su estruendo venía seguido de terral, de derrumbes, de un boquerón en la tierra, del llanto aterrado de las criaturas y a menudo de cadáveres desmembrados. Cuando tronaba, era el primero en aplastarse contra la tierra y permanecía allí, con los ojos cerrados, sudando frío, prendido de Jurema y del miope si estaban cerca, tratando de rezar.
Para romper ese silencio, preguntó tímidamente si era verdad que Joaquim Macambira y sus hijos, antes de que los mataran, destruyeron a la Matadeira. Pajeú dijo que no. Pero la Matadeira les explotó a los masones pocos días después y, parecía, murieron tres o cuatro de los que la disparaban. Tal vez el Padre había hecho eso para premiarlos por su martirio. El caboclo evitaba mirar a Jurema y ésta parecía no oírlo. Dirigiéndose siempre a él, Pajeú añadió que los ateos de la Favela estaban de mal en peor, muñéndose de hambre y enfermedad, desesperados por las bajas que les hacían los católicos. En las noches, hasta aquí se les oía quejarse y llorar. ¿Quería decir, entonces, que se irían pronto?
Pajeú hizo un gesto de duda.
—El problema está atrás —murmuró, señalando con la barbilla hacia el Sur—. En Queimadas y Monte Santo. Llegan más masones, más fusiles, más cañones, más rebaños, más granos. Viene otro convoy con refuerzos y comida. Y a nosotros se nos acaba todo.
En su cara pálido amarillenta, la cicatriz se frunció ligeramente.
—Voy a ir yo, esta vez, a pararlo —dijo, volviéndose a Jurema. El Enano se sintió apartado de pronto a leguas de allí—. Una lástima que, justamente ahora, tenga que partir.
Jurema resistió la mirada del ex-cangaceiro con expresión dócil y ausente, sin decir nada.
—No sé cuánto estaré fuera. Vamos a caerles por Jueté. Tres o cuatro días, lo menos.
Jurema entreabrió la boca pero no dijo nada. No había hablado desde que llegó.
Hubo en eso una agitación en la trinchera y el Enano vio acercarse un tumulto, precedido por un rumor. Pajeú se levantó y cogió su fusil. En desorden, atropellando a los sentados y acuclillados, varios yagunzos llegaron hasta ellos. Rodearon a Pajeú y estuvieron un momento mirándolo, sin que nadie hablara. Lo hizo, al fin, un viejo, que tenía un lunar peludo en el cogote:
—Mataron a Táramela —dijo—. Le cayó una bala en la oreja, mientras comía. —Escupió y, mirando el suelo, gruñó —: Te has quedado sin tu suerte, Pajeú.
«Se pudren antes de morir», dice en voz alta el joven Teotónio Leal Cavalcanti, que cree estar pensando, no hablando. Pero no hay temor de que lo oigan los heridos. Aunque el Hospital de Sangre de la Primera Columna está bien resguardado del fuego, en una hendidura entre las cumbres de la Favela y el Monte Mario, el fragor de los disparos, sobre todo de la artillería, resuena aquí abajo repetido y aumentado por el eco de la semibóveda de los montes, y es un suplicio más para los heridos que tienen que gritar si quieren hacerse oír. No, nadie lo ha oído.
La idea de la pudrición atormenta a Teotónio Leal Cavalcanti. Estudiante del último año de Medicina de Sao Paulo cuando, por su ferviente convicción republicana, se enroló como voluntario con las tropas que partían a defender a la Patria allá en Canudos, ha visto antes de ahora, por supuesto, heridos, agonizantes, cadáveres. Pero aquellas clases de anatomía, las autopsias en el anfiteatro de la Facultad, los heridos de los hospitales donde hacía prácticas de cirugía ¿cómo se podrían comparar al infierno que es la ratonera de la Favela? Lo que lo maravilla es la velocidad con que se infectan las heridas, cómo en pocas horas se advierte en ellas un desasosiego, el hervor de los gusanos, y cómo inmediatamente empiezan a supurar pus fétida.
«Te servirá para tu carrera», le dijo su padre al despedirlo en la estación de Sao Paulo. «Tendrás una práctica intensiva de primeros auxilios.» Ha sido una práctica de carpintero, más bien. Algo ha aprendido en estas tres semanas: los heridos mueren más en razón de la gangrena que de las heridas, los que tienen más posibilidades de salvarse son aquellos que reciben el balazo o el tajo en brazos y piernas —miembros separables — siempre que se les ampute y cauterice a tiempo. Sólo los tres primeros días alcanzó el cloroformo para hacer las amputaciones con humanidad; en esos días era Teotónio quien reventaba las ampolletas, embebía una mota de algodón con el líquido emborrachante y los sujetaba contra la nariz del herido mientras el Capitán-cirujano, doctor Alfredo Gama, serruchaba, resoplando. Cuando se terminó el cloroformo, el anestésico fue una copa de aguardiente y ahora que se terminó el aguardiente las operaciones se hacen en frío, esperando que la víctima se desmaye pronto, de modo que el cirujano pueda operar sin la distracción de los alaridos. Es Teotónio Leal Cavalcanti quien ahora serrucha y corta los pies, piernas, manos y brazos de los gangrenados, mientras dos enfermeros sujetan a la víctima hasta que pierde el sentido. Y es él quien, luego de haber amputado, cauteriza los muñones quemando en ellos un poco de pólvora, o con grasa ardiente, como le enseñó el Capitán Alfredo Gama antes del estúpido accidente.