La guerra del fin del mundo (84 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

Se persigna devotamente y todos se persignan, sin apartar la vista del camastro. Los primeros sollozos que el Beatito oye son los del León de Natuba; su cuerpecillo jiboso y asimétrico se contorsiona todo con el llanto. El Beatito se pone de rodillas y todos lo imitan; ahora puede oír otros sollozos. Pero es la voz del Padre Joaquim, rezando en latín, la que toma posesión del Santuario, y durante un buen rato borra los ruidos de afuera. Mientras reza, con las manos juntas, volviendo lentamente en sí, recuperando sus oídos, sus ojos, su cuerpo, esa vida terrenal que parecía haber perdido, el Beatito siente aquella infinita desesperación que no había sentido desde que, niño, oyó decir al Padre Moraes que no podía ser sacerdote porque era hijo espúreo. «¿Por qué nos abandonas en estos momentos, padre?» «¿Qué vamos a hacer sin ti, padre?» Recuerda el alambre que el Consejero puso en su cintura, en Pombal, y que él todavía lleva allí, herrumbroso y torcido, ya carne de su carne, y se dice que ahora ésa es reliquia preciosa, como todo lo que el santo tocó, vistió o dijo a su paso por la tierra.

—No se puede, Beatito —afirma João Abade.

El Comandante de la Calle está arrodillado a su lado y tiene los ojos inyectados y la voz altanera. Pero hay una seguridad rotunda en lo que dice:

—No podemos llevarlo al Templo del Buen Jesús ni enterrarlo como quieres. ¡No podernos hacer eso a la gente. Beatito! ¿Quieres clavarles una faca en la espalda? ¿Les vas a decir que se ha muerto por el que están peleando, a pesar de que ya no hay balas ni comida? ¿Vas a hacer una crueldad así? ¿No sería peor que las maldades de los masones?

—Tiene razón, Beatito —dice Pajeú—. No podemos decirles que se ha muerto. No ahora, no en estos momentos. Todo se vendría abajo, sería la estampida, la locura de la gente. Hay que ocultarlo, si queremos que sigan peleando.

—No sólo por eso —dice João Grande y ésta es la voz que más lo asombra, pues ¿desde cuándo abre la boca para opinar ese gigantón tímido al que siempre ha habido que sacarle las palabras a la fuerza?—. ¿Acaso no buscarán los perros sus restos con todo el odio del mundo para deshonrarlos? Nadie debe saber dónde está enterrado. ¿Quieres que los herejes encuentren su cuerpo, Beatito?

El Beatito siente sus dientes chocando, como si tuviera las fiebres. Cierto, cierto, en su afán de rendir homenaje al amado maestro, de darle un velatorio y un entierro a la altura de su majestad, ha olvidado que los perros están apenas a unos pasos y que, en efecto, se encarnizarían como lobos rapaces contra sus despojos. Ya está, ahora comprende —es como si el techo se abriera y una luz cegadora, con el Divino en el centro, lo iluminara — por qué el Padre se lo ha llevado precisamente ahora y cuál es la obligación de los apóstoles: preservar sus restos, impedir que el demonio los mancille.

—Cierto, cierto —exclama, compungido—. Perdónenme, el dolor me ha turbado, tal vez el Maligno. Ahora entiendo, ahora sé. No diremos que ha muerto. Lo velaremos aquí, lo enterraremos aquí. Cavaremos su tumba y nadie, salvo nosotros, sabrá dónde. Ésa es la voluntad del Padre.

Hace un instante estaba resentido con João Abade, Pajeú y João Grande por oponerse a la ceremonia fúnebre y ahora, en cambio, se siente agradecido a ellos por haberle ayudado a descifrar el mensaje. Menudo, frágil, precario, lleno de energía, impaciente, se mueve entre las beatas y los apóstoles, empujándolos, urgiéndolos a dejar de llorar, a romper esa parálisis que es trampa del Demonio, implorándoles que se levanten, se muevan, traigan picos, azadas, para cavar. «No hay tiempo, no hay tiempo», los asusta.

Y así consigue contagiarlos: se levantan, se secan los ojos, se animan, se miran, asienten, se codean. Es João Abade, con el sentido práctico que nunca lo abandona, quien urde la piadosa mentira para los hombres de los parapetos que protegen el Santuario: van a abrir, como se ha hecho en tantas viviendas de Belo Monte, uno de esos túneles que comunican entre sí a las trincheras y las casas, por si los perros bloquean al Santuario. João Grande sale y vuelve con unas palas. De inmediato comienzan a excavar, junto al camastro.

Así lo siguen haciendo, de cuatro en cuatro, turnándose una y otra vez, y volviendo, cuando dejan las palas, a arrodillarse y a rezar. Así lo seguirán haciendo varias horas, sin darse cuenta que afuera ha oscurecido, que la Madre de los Hombres prende una lamparilla de aceite, y que, afuera, el tiroteo, los gritos de odio o de victoria, se han reanudado, interrumpido y vuelto a reanudar. Cada vez que alguien, junto a la pirámide de tierra que se ha ido levantando a la vez que el pozo se hundía, pregunta, el Beatito dice: «Más hondo, más hondo».

Cuando la inspiración le dice que ya basta, todos, empezando por él, están rendidos, los pelos y las pieles embarrados de tierra. El Beatito tiene la sensación de vivir un sueño los momentos que siguen, cuando, cogiendo él la cabeza, la Madre María Quadrado una de las piernas, Pajeú la otra, João Grande uno de los brazos, el Padre Joaquim el otro, alzan el cuerpo del Consejero para que las beatas puedan colocar bajo él la esterilla de paja que será su sudario. Cuando ya está allí el cuerpo, María Quadrado le pone sobre el pecho el crucifijo de metal que era el único objeto que decoraba las paredes del Santuario y el rosario de cuentas oscuras que lo acompaña desde que todos ellos recuerdan. Vuelven a cargar los restos, envueltos por la esterilla, y João Abade y Pajeú los reciben en el fondo del foso. Mientras el Padre Joaquim ora en latín, otra vez trabajan por turnos, acompañando las paladas de tierra con los rezos. En esa extraña sensación de sueño a la que contribuye la rancia luz, el Beatito ve que hasta el León de Natuba, brincando entre las piernas de los demás, ayuda a rellenar la sepultura. Mientras trabaja, controla su tristeza. Se dice que este velatorio humilde y esta tumba pobre sobre la que no se pondrá inscripción ni cruz es algo que el hombre pobre y humilde que fue en vida el Consejero seguramente hubiera pedido para él. Pero cuando todo termina y el Santuario queda como antes —con el camastro vacío — el Beatito se echa a llorar. En medio de su llanto, siente que los otros lloran. Luego de un rato, se sobrepone. A media voz les pide jurar, por la salud de sus almas, que nunca revelarán, sea cual sea la tortura, el lugar donde reposa el Consejero. Les toma el juramento, uno por uno.

Abrió los ojos y seguía sintiéndose feliz, como la noche pasada, la víspera y la antevíspera, sucesión de días que se confundían hasta la tarde en que, después de creerlo enterrado bajo los escombros del almacén, halló en la puerta del Santuario al periodista miope, se echó en sus brazos y le oyó decir que la amaba y dijo que ella también lo amaba. Era verdad, o, en todo caso, desde que lo dijo comenzó a serlo. Y a partir de ese momento, a pesar de la guerra que se cerraba alrededor suyo y de la hambruna y la sed que mataban más gente que las balas, Jurema era feliz. Más de lo que recordaba haber sido nunca, más que en su matrimonio con Rufino, más que en esa infancia confortable a la sombra de la Baronesa Estela, en Calumbí. Tenía ganas de echarse a los pies del santo para agradecerle lo que había acontecido a su vida.

Sonaban tiros cerca —los había oído reventar en el sueño, toda la noche — pero no advertía movimiento en la callecita del Niño Jesús, ni las carreras con gritos ni el frenético trajín de arrumbar piedras y sacos con arena, de abrir fosos y derribar techos y paredes para levantar parapetos que se habían hecho frecuentes, en esta últimas semanas, a medida que Canudos se encogía y retrocedía por todas partes, detrás de barricadas y trincheras sucesivas, concéntricas, y los soldados iban capturando casas, calles, esquinas, y el cerco se aproximaba a las Iglesias y el Santuario. Pero nada de eso le importaba: era feliz.

Fue el Enano quien descubrió que se había quedado sin dueño esa vivienda de estacas acuñada entre otras más amplias, en esa callejuela del Niño Jesús, que unía Campo Grande, donde había ahora una triple barricada repleta de yagunzos que dirigía el propio João Abade, y la quebradiza calle de la Madre Iglesia, convertida, en la apretada Canudos de estos días, en frontera Norte de la ciudad. Hacia ese sector se habían replegado los negros del Mocambo, ya capturado, y los pocos kariris de Mirandela y de Rodelas que no habían muerto. Indios y negros convivían ahora, en los fosos y parapetos de la Madre Iglesia, con los yagunzos de Pedrão, que, a su vez, habían venido retrocediento hasta allí después de contener a los soldados en Cocorobó, Trabubú y en los corrales y establos de las afueras. Cuando Jurema, el Enano y el periodista miope vinieron a instalarse a esta casita, encontraron a un viejo despatarrado sobre su mosquetón, muerto, en el foso excavado en el único cuarto del lugar. Pero, además, hallaron una bolsa de farinha y un tarro de miel de abejas, que habían hecho durar avaramente. Salían apenas, para arrastrar cadáveres a unos pozos convertidos en osarios por Antonio Vilanova y para ayudar a hacer barreras y fosos, algo que ocupaba a todo el mundo más horas todavía que la misma guerra. Se habían cavado tantos fosos, dentro y fuera de las casas, que, prácticamente, era posible circular por todo lo que quedaba de Belo Monte —de vivienda a vivienda, de calle a calle — sin salir a la superficie, como las lagartijas y los topos.

El Enano se movió a su espalda. Le preguntó si estaba despierto. No respondió y un momento después lo oyó roncar. Dormían los tres uno contra otro, en el estrecho foso, en el que cabían apenas. Lo hacían no sólo por las balas que atravesaban sin dificultad las paredes de estacas y de barro, sino, también, porque en las noches bajaba la temperatura y sus organismos, debilitados por el forzado ayuno, temblaban de frío. Jurema escudriñó la cara del periodista miope, que dormía recostado contra su pecho. Tenía la boca entreabierta y un hilillo de saliva, transparente y delgado como telaraña, le colgaba del labio. Avanzó la boca y, con delicadeza para no despertarlo, sorbió el hilito de saliva. La expresión del periodista miope era serena ahora, una expresión que no tenía jamás despierto. Pensó: «Ahora no tiene miedo». Pensó: «Pobrecito, pobrecito, si pudiera quitarle el miedo, hacer algo para que no se asustara más». Porque él le había confesado que, aun en los momentos en que era feliz con ella, el miedo estaba siempre ahí, como un lodo en su corazón, atormentándolo. Pese a que ahora lo amaba como una mujer ama un hombre, pese a que había sido suya como una mujer es de su marido o amante, Jurema seguía cuidándolo, mimándolo, jugando mentalmente con él como una madre con su hijo.

Una de las piernas del periodista miope se estiró y, depués de presionar un poco, se deslizó entre las suyas. Inmóvil, sintiendo un ramalazo de calor en la cara, Jurema imaginó que en este mismo instante iba a tener deseo de ella y que, a plena luz, como lo hacía en la oscuridad, iba a desabotonarse el pantalón, alzarle las faldas y acomodarla para entrar en ella, gozar de ella y hacerla gozar. Una vibración la recorrió de los cabellos a los pies. Cerró los ojos y permaneció quieta, tratando de oír los tiros, de recordar la guerra tan próxima, pensando en las Sardelinhas y en Catarina y en las otras que gastaban sus últimas fuerzas en cuidar a los heridos y a los enfermos y a los recién nacidos en las dos últimas Casas de Salud y en los viejecillos que todo el día acarreaban muertos al osario. De este modo, consiguió que aquella sensación, tan nueva en su vida, se apagara. Había perdido la vergüenza. No sólo hacía cosas que eran pecado: pensaba en hacerlas, deseaba hacerlas. «¿Estoy loca?», pensó. «¿Poseída?» Ahora que iba a morir, cometía con el cuerpo y con el pensamiento pecados que nunca cometió. Porque, a pesar de haber sido antes de dos hombres, sólo ahora había descubierto que también el cuerpo podía ser feliz, en los brazos de este ser que el azar y la guerra (¿o el Perro?) habían puesto en su camino. Ahora sabía que el amor era también una exaltación de la piel, un encandilamiento de los sentidos, un vértigo que parecía completarla. Se estrechó contra el hombre que dormía junto a ella, pegó su cuerpo al de él lo más estrechamente que pudo. A su espalda, el Enano volvió a moverse. Lo sentía, menudo, encogido, buscando su calor.

Sí, había perdido la vergüenza. Si alguien le hubiera dicho alguna vez que un día dormiría así, apretada entre estos dos hombres, aunque uno de ellos fuera enano, se hubiera espantado. Si alguien le hubiera dicho que un hombre con el que no estaba casada le alzaría las faldas y la tomaría a la vista de otro que permanecía allí, a su lado, durmiendo o haciéndose el dormido, mientras ellos gozaban y se decían boca contra boca que se amaban, Jurema se hubiera aterrado, tapado los oídos. Y, sin embargo, ocurría cada noche, desde esa tarde, y en vez de avergonzarla y asustarla le parecía natural y la hacía feliz. La primera noche, al ver que se abrazaban y besaban como si estuvieran solos en el mundo, el Enano les preguntó si querían que se fuera. No, no, él era tan necesario y querido para ambos como antes. Y era cierto.

El tiroteo aumentó de pronto y, durante unos segundos, fue como si estuviera dentro de la vivienda, sobre sus cabezas. El foso se llenó de tierra y pólvora. Encogida, con los ojos cerrados, Jurema esperó, esperó el disparo, la descarga, el golpe, el derrumbe. Pero un momento después los disparos se habían alejado. Al reabrir los ojos, se encontró con la mirada blanca y acuosa que parecía resbalar sobre ella. El pobre se había despertado y estaba otra vez muerto de miedo.

«Creí que era pesadilla», dijo a su espalda el Enano. Incorporado, asomaba la cabeza por el filo del foso. Jurema también espió, arrodillada, mientras el periodista miope permanecía tendido. Mucha gente corría por Niño Jesús hacia Campo grande.

—¿Qué pasa? —oyó, a sus pies—. ¿Qué están viendo?

—Muchos yagunzos —se le adelantó el Enano—. Vienen de donde Pedrão.

Y en eso la puerta se abrió y Jurema vio un racimo de hombres en la abertura. Uno de ellos era el yagunzo jovencito que había encontrado en las faldas de Cocorobó, el día que llegaron los soldados.

—Vengan, vengan —les gritó, con un vozarrón que sobresalía del tiroteo —: Vengan a ayudar.

Jurema y el Enano ayudaron al periodista miope a salir del foso y lo guiaron a la calle. Ella estaba acostumbrada, desde siempre, a hacer automáticamente las cosas que alguien, con autoridad o poder, le decía que hiciera, de modo que no le costaba nada, en casos como éste, salir de la pasividad y trabajar codo a codo con la gente, en lo que fuera, sin preguntar qué hacían y por qué. Pero, con este hombre junto al que corría por el callejón del Niño Jesús, eso había cambiado. Él quería saber qué ocurría, a derecha y a izquierda, adelante y atrás, por qué se hacían y decían las cosas, y era ella quien debía averiguarlo para satisfacer su curiosidad, devoradora como su miedo. El yagunzo jovencito de Cocorobó les explicó que los perros atacaban las trincheras del cementerio desde esta madrugada. Habían lanzado dos asaltos y, aunque sin llegar a ocuparlas, se habían apoderado de la esquina del Bautista, acercándose de este modo, por la espalda, al Templo del Buen Jesús. João Abade había decidido levantar una nueva barrera, entre las trincheras del cementerio y las Iglesias, por si Pajeú se veía obligado a replegarse una vez más. Para eso recolectaban gente, para eso venían ellos que estaban con Pedrão en las trincheras de la Madre Iglesia. El yagunzo jovencito se adelantó, apurando la carrera. Jurema sentía jadear al periodista miope y lo veía tropezar contra las piedras y huecos de Campo Grande y estaba segura que, como ella, pensaba en este momento en Pajeú. Ahora sí, se encontrarían con él. Sintió que el periodista miope apretaba su mano y le devolvió el apretón.

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