La guerra del fin del mundo (79 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

—También es triste que un cura tenga que coger el fusil —dijo el Padre Joaquim, tocando el arma que tenía puesta en las rodillas a la manera de los yagunzos—. Yo no sabía disparar. Tampoco el Padre Martínez lo había hecho, ni para matar a un venado.

¿Era éste el viejecillo al que el periodista miope había visto lloriquear, muerto de pánico, ante el Coronel Moreira César?

—¿El Padre Martínez? —preguntó.

Adivinó la desconfianza del Padre Joaquim. Había más curas en Canudos, entonces. Los imaginó cebando el arma, apuntando, disparando. ¿Acaso la Iglesia no estaba con la República? ¿No había sido excomulgado el Consejero por el Arzobispo? ¿No se habían leído condenaciones del fanático herético y demente de Canudos en todas las parroquias? ¿Cómo podía haber curas matando por el Consejero?

—¿Los oye? Escuche, escuche: ¡Fanáticos! ¡Sebastianistas! ¡Caníbales! ¡Ingleses! ¡Asesinos! ¿Quién vino hasta aquí a matar niños y mujeres, a degollar a la gente? ¿Quién obligó a niños de trece y catorce años a volverse guerreros? Usted está aquí vivo ¿no es cierto?

El terror lo anegó de pies a cabeza. El Padre Joaquim lo iba a entregar a la venganza y el odio de los yagunzos.

—Porque, usted venía con el Cortapescuezos, ¿no es verdad? —añadió el cura—. Y sin embargo le han dado techo, comida, hospitalidad. ¿Se portarían así los soldados con un hombre de Pedrão, de Pajeú, de João Abade?

Con voz estrangulada, balbuceó:

—Sí, sí, tiene usted razón. Yo le estoy muy agradecido por haberme ayudado tanto, Padre Joaquim. Se lo juro, se lo juro.

—Mueren por decenas, por centenas —señaló el cura de Cumbe hacia la calle—. ¿Por qué? Por creer en Dios, por ajustar sus vidas a la ley de Dios. La matanza de los Inocentes, de nuevo.

¿Se pondría a llorar, a patalear, se revolcaría de desesperación? Pero el periodista miope vio que el cura se calmaba, haciendo un gran esfuerzo, y que permanecía cabizbajo, escuchando los tiros, los rezos, las campanas. Creyó oír, también, toques de corneta. Tímidamente, aún no repuesto del susto, preguntó al párroco si no había visto a Jurema y al Enano. El cura dijo que no con la cabeza. En ese momento oyó a su lado una voz bien timbrada, de barítono:

—Han estado en San Pedro, ayudando a levantar la barricada.

El anteojo astillado le dibujó, borrosamente, junto a la puertecita abierta del Santuario, al León de Natuba, sentado o arrodillado, en todo caso encogido dentro de su túnica terrosa, mirándolo con sus ojos grandes y brillantes. ¿Había estado allí hacía rato o acababa de asomarse? El extraño ser, medio hombre medio animal, lo turbaba tanto que no atinó a agradecerle ni a pronunciar palabra. Lo veía apenas, pues la luz había bajado, aunque, por las rendijas de las estacas, entraba un rayo de luz menguante que moría en la espesa melena de crenchas revueltas del escriba de Canudos.

—Yo escribía todas las palabras del Consejero —lo oyó decir, con su voz bella y cadenciosa. Se dirigía a él, tratando de ser amable—. Sus pensamientos, sus consejos, sus rezos, sus profecías, sus sueños. Para la posteridad. Para añadir otro Evangelio a la Biblia.

—Sí —murmuró, confuso, el periodista miope.

—Pero ya no hay papel ni tinta en Belo Monte y la última pluma se rompió. Ya no se puede eternizar lo que dice —prosiguió el León de Natuba, sin amargura, con esa aquiescencia tranquila que el periodista miope había visto a las gentes de aquí enfrentar al mundo, como si las desgracias fueran, igual que las lluvias, los crepúsculos, las mareas, fenómenos naturales contra los que sería estúpido rebelarse.

—El León de Natuba es una persona muy inteligente —murmuró el cura de Cumbe—. Lo que Dios le quitó en las piernas, en la espalda, en los hombros, se lo dio en inteligencia. ¿No es verdad, León?

—Sí —asintió, moviendo la cabeza, el escriba de Canudos. Y el periodista miope, del que los grandes ojos no se apartaban un instante, estuvo seguro que era cierto—. He leído el Misal Abreviado y las Horas Marianas muchas veces. Y todas las revistas y papeles que la gente me traía de regalo, antes. Muchas veces. ¿El señor ha leído mucho, también?

El periodista miope sentía una incomodidad tan grande que hubiera querido salir de allí corriendo, aunque fuera a encontrarse con la guerra.

—He leído algunos libros —repuso, avergonzado. Y pensó: «No me ha servido de nada». Era una cosa que había descubierto en estos meses: la cultura, el conocimiento, mentiras, lastres, vendas. Tantas lecturas y no le habían valido de nada para escapar, para librarse de esta trampa.

—Sé qué es la electricidad —dijo el León de Natuba, con orgullo—. Si el señor quiere, se lo puedo enseñar. Y el señor, a cambio, me puede enseñar cosas que yo no sepa. Sé qué es el principio o ley de Arquímedes. Cómo se momifican los cuerpos. Las distancias que hay entre los astros.

Pero hubo una violenta sucesión de ráfagas en direcciones simultáneas y el periodista miope se descubrió agradeciendo a la guerra que hiciera callar a ese ser cuya voz, cercanía, existencia, le causaban un malestar tan profundo. ¿Por qué lo desazonaba tanto alguien que sólo quería hablar, que desplegaba así sus cualidades, sus virtudes, para ganar su simpatía? «Porque me parezco a él —pensó—, porque estoy en la misma cadena de la que él es el eslabón más degradado.»

El cura de Cumbe corrió hacia la puertita del exterior, la abrió y entró una bocanada de luz de atardecer que le reveló otros rasgos del León de Natuba: su piel oscura, las líneas afiladas de la cara, un mechón de pelusa en la barbilla, el acero de sus ojos. Pero era su postura la que le resultaba abrumadora: esa cara hundida entre dos rodillas huesudas, el bulto de la joroba por detrás de la cabeza, como un atado prendido a la espalda, y las extremidades largas y flacas como patas de araña abrazadas a sus piernas. ¿Cómo podía un esqueleto humano descomponerse, plegarse de ese modo? ¿Qué retorcimientos absurdos tenían esa columna, esas costillas, esos huesos? El Padre Joaquim hablaba a gritos con los de afuera: había un ataque, pedían gente en alguna parte. Volvió a la habitación y adivinó que recogía su fusil.

—Están asaltando la barricada por San Cipriano y San Crispín —lo oyó acezar—. Anda al Templo del Buen Jesús, estarás más protegida. Adiós, adiós, que la Señora nos salve.

Salió corriendo y el periodista miope vio que la beata atrapaba al carnerito que, asustado, se había puesto a balar. Alejandrinha Correa preguntó al León de Natuba si vendría con ella y la armoniosa voz repuso que se quedaría en el Santuario. ¿Y él? ¿Y él? ¿Se quedaría con el monstruo? ¿Correría tras la mujer? Pero ésta se había ido ya y otra vez reinaba la penumbra en el cuartito de estacas. El calor era sofocante. El tiroteo arreciaba. Imaginó a los soldados, perforando la barrera de piedras y arena, pisoteando cadáveres, acercándose como una torrentera a donde él estaba.

—No quiero morir —articuló, sintiendo que no alcanzaba siquiera a llorar.

—Si el señor quiere, hacemos pacto —dijo el León de Natuba, sin alterarse—. Lo hemos hecho con la Madre María Quadrado. Pero ella no tendrá tiempo de volver. ¿Quiere que hagamos pacto?

El periodista miope temblaba tanto que no pudo abrir la boca. Debajo del intenso tiroteo oía, como una música remansada, fugitiva, las campanas y el coro simétrico de Avemarías.

—Para no morir a fierro —le explicaba el León de Natuba—. El fierro, metido en la garganta, cortando al hombre como se corta al animal para desangrarlo, es una gran ofensa a la dignidad. Lacera el alma. ¿Quiere el señor que hagamos pacto?

Esperó un instante y como no hubo respuesta, precisó:

—Cuando los sintamos en la puerta del Santuario y sea seguro que van a entrar, nos mataremos. Cada uno apretará al otro la boca y la nariz hasta que revienten los pulmones. O podemos estrangularnos, con las manos o los cordones de las sandalias. ¿Hacemos pacto?

La fusilería apagó la voz del León de Natuba. La cabeza del periodista miope era un vórtice y todas las ideas que chisporroteaban en él, contradictorias, amenazantes, lúgubres, espoleaban su angustia. Estuvieron en silencio, oyendo los tiros, las carreras, el gran caos. La luz decaía con rapidez y ya no veía los rasgos del escriba sino, apenas, su bulto agazapado. No haría ese pacto, sería incapaz de cumplirlo, apenas oyera a los soldados se pondría a gritar soy un prisionero de los yagunzos, socorro, ayuda, vitorearía a la República, al Mariscal Floriano, se lanzaría sobre el cuadrumano, lo dominaría y ofrecería a los soldados en prueba de que no era yagunzo.

—No entiendo, no entiendo, qué seres son ustedes — se oyó decir, cogiéndose la cabeza—. Qué hacen aquí, por qué no han huido antes de que los cercaran, qué locura esperar en una ratonera que vengan a matarlos.

—No hay dónde huir —dijo el León de Natuba—. Ya huimos antes. Para eso vinimos aquí. Éste era el sitio. Ya no hay dónde, ya vinieron también a Belo Monte.

El tiroteo se tragó su voz. Estaba casi oscuro y el periodista miope pensó que para él sería noche más pronto que para los demás. Preferible morir que pasar otra noche como la anterior. Tuvo una urgencia enorme, dolorosa, biológica, de estar cerca de sus dos compañeros. Insensatamente decidió buscarlos, y, mientras tropezaba hacia la salida, gritó:

—Voy buscar a mis amigos, quiero morir con mis amigos.

Al empujar la puertecita, recibió fresco en la cara e intuyó, enrarecidas en la polvareda, a las figuras tumbadas en el parapeto de los que defendían el Santuario.

—¿Puedo salir? ¿Puedo salir? —imploró—. Quiero encontrar a mis amigos.

—Puedes —dijo alguien—. Ahora no hay tiros.

Dio unos pasos, apoyándose en la barricada y casi inmediatamente tropezó en algo blando. Al incorporarse se encontró abrazado a una forma femenina, delgada, que se estrechó a él. Por el olor, por la felicidad que lo colmó, antes que oírla supo quién era. Su terror se volvió jubiló mientras abrazaba a esa mujer que lo abrazaba con la misma desesperación. Unos labios se juntaron a los suyos, no se apartaron, respondieron a sus besos. «Te amo —balbuceó—, te amo, te amo. Ya no me importa morir.» Y preguntó por el Enano mientras le repetía que la amaba.

—Te hemos buscado todo el día —dijo el Enano, abrazado a su piernas—. Todo el día. Qué felicidad que estés vivo.

—A mí tampoco me importa morir —dijeron, bajo sus labios, los de Jurema.

—Ésta es la casa del Fogueteiro —exclama de pronto el General Artur Osear. Los oficiales que están dándole parte de los muertos y heridos en el asalto que él ha mandado interrumpir, lo miran desconcertados. El General señala unos cohetones a medio hacer, de cañas y tarugos sujetos con pitas, regados por la vivienda —: El que les prepara esas quemazones.

De las ochos manzanas —si se puede llamar «manzanas» a los amontonamientos indescifrables de escombros — que ha conquistado la tropa en casi doce horas de lucha, esa cabaña de una sola pieza, dividida por un tabique de estacas, es la única más o menos en pie. Por eso ha sido elegida para Cuartel General. Los ordenanzas y oficiales que lo rodean no comprenden que el Jefe del cuerpo expedicionario hable en estos momentos, cuando está haciéndose el balance de la dura jornada, de cohetes. No saben que los fuegos de artificio son una secreta debilidad del General Osear, un poderoso resabio de infancia, y que en el Piauí aprovechaba cualquier celebración patriótica para ordenar quema de castillos en el patio del cuartel. En el mes y medio que lleva ya aquí, ha observado con envidia, desde lo alto de la Favela, ciertas noches de procesión, las cascadas de luces en el cielo de Canudos. El hombre que prepara tales castillos es un maestro, se podría ganar muy bien la vida en cualquier ciudad del Brasil. ¿Habrá muerto el Fogueteiro en el combate de hoy día? Al mismo tiempo que se lo pregunta, está atento a las cifras que enumeran los coroneles, mayores, capitanes que entran y salen o permanecen en la minúscula habitación invadida ya por las sombras. Encienden un mechero. Unos soldados apilan costales de arena ante la pared que mira al enemigo.

El General termina el cálculo.

—Es peor de lo que suponía, señores —dice al abanico de siluetas. Tiene el pecho oprimido, puede sentir la expectativa de los oficiales—. ¡Mil veintisiete bajas! ¡La tercera parte de las fuerzas! Veintitrés oficiales muertos, entre ellos los Coroneles Carlos Telles y Serra Martins. ¿Se dan cuenta?

Nadie responde, pero el General sabe que todos se dan perfecta cuenta de que un número semejante de bajas equivale a una derrota. Ve la frustración, la cólera, el asombro de sus subordinados; los ojos de algunos brillan.

—Continuar el asalto hubiera significado el aniquilamiento. ¿Lo comprenden ahora?

Porque cuando, alarmado por la resistencia de los yagunzos y la intuición de que las bajas de los patriotas eran ya muy altas —y el impacto que fue para él la muerte de Telles y Serra Martins — el General Óscar ordenó que las tropas se limitaran a defender las posiciones conquistadas, hubo en muchos de estos oficiales indignación, y hasta temió que algunos desobedecieran la orden. Su propio adjunto, el Teniente Pinto Souza, del Tercero de Infantería, protestó: «¡Pero si la victoria está al alcance de la mano, Excelencia!». No lo estaba. Un tercio fuera de combate. Es un porcentaje altísimo, catastrófico, pese a las ocho manzanas capturadas y al estrago causado a los fanáticos.

Olvida al Fogueteiro y se pone a trabajar con su Estado Mayor. Despide a los jefes, adjuntos o delegados de los cuerpos de asalto, repitiéndoles la orden de conservar, sin dar un paso atrás, las posiciones tomadas, y de apuntalar la barricada, opuesta a la que los contuvo, que se empezó a erigir hace unas horas, cuando se vio que la ciudad no caería. Decide que la Séptima Brigada, que ha quedado protegiendo a los heridos de la Favela, venga a reforzar la «línea negra», el nuevo frente de operaciones, ya incrustado en el corazón de la ciudad sediciosa. En el cono de luz del mechero, se inclina sobre el mapa trazado por el Capitán Teotónio Coriolano, cartógrafo de su Estado Mayor, guiándose por los partes y por sus propias observaciones, sobre la situación. Una quinta parte de Canudos ha sido tomada, un triángulo que se inicia en la trinchera de la Fazenda Velha, siempre en manos de los yagunzos, hasta el cementerio, capturado, y en donde las fuerzas patrióticas se hallan a menos de ochenta pasos de la Iglesia de San Antonio.

—El frente no cubre más de mil quinientos metros —dice el Capitán Guimaráes, sin ocultar su decepción—. Estamos lejos de haberlos cercado. Ni la cuarta parte de la circunferencia. Puedan salir, entrar, recibir pertrechos.

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