El estruendo ahogó sus palabras. El periodista miope endureció el cuerpo y cerró los ojos y tembló con el remezón, pero siguió escuchando a la mujer, asociando lo que había oído con un remoto recuerdo que, al conjuro de sus palabras, ascendía a su conciencia desde las profundidades donde estaba enterrado. ¿Era ella? Oyó de nuevo la voz que había oído ante el Tribunal, veinte años atrás: suave, afligida, desasida, impersonal.
—Usted es la filicida de Salvador —dijo.
No tuvo tiempo de asustarse de haberlo dicho, pues se sucedieron dos explosiones y el almacén crujió salvajemente, como si fuera a derrumbarse. Lo invadió un terral que pareció concentrarse todo en sus narices. Comenzó a estornudar, en accesos crecientes, potentes, acelerados, desesperados, que lo hacían torcerse en el suelo. Su pecho iba a estallar por falta de aire y se lo golpeó con ambas manos mientras estornudaba y, a la vez, entreveía como en sueños, por las rendijas azules, que, en efecto, había amanecido. Con las sienes estiradas hasta rasgarse pensó que esto sí era el fin, moriría asfixiado, a estornudos, una manera estúpida pero preferible a las bayonetas de los soldados. Se desplomó de espaldas, siempre estornudando. Un segundo después su cabeza reposaba sobre un regazo cálido, femenino, acariciante, protector. La mujer lo acomodó sobre sus rodillas, le secó la frente, lo acunó como las madres a sus hijos para que duerman. Aturdido, agradecido, murmuró: «Madre de los Hombres».
Los estornudos, el malestar, el ahogo, la debilidad, tuvieron la virtud de librarlo del miedo. Sentía el cañoneo como algo ajeno y extraordinaria indiferencia ante la idea de morir. Las manos, el susurro, el aliento de la mujer, el repaso de sus dedos en su cráneo, frente, ojos, lo llenaban de paz, lo regresaban a una infancia borrosa. Había dejado de estornudar pero el cosquilleo en sus narices —dos llagas vivas — le decían que el acceso podía repetirse en cualquier instante. En esa borrachera difusa, rememoraba otros accesos, en que también había tenido la certeza del fin, esas noches de bohemia bahiana que los estornudos interrumpían brutalmente, como una conciencia censora, provocando la hilaridad de sus amigos, esos poetas, músicos, pintores, periodistas, vagos, actores y las luciérnagas noctámbulas de Salvador entre quienes había malgastado su vida. Recordó cómo había comenzado a aspirar éter porque el éter le traía el sosiego después de esos ataques en que quedaba exhausto, humillado y con los nervios erizados, y cómo, luego, el opio lo salvaba de los estornudos con una muerte transitoria y lúcida. Los cariños, el arrullo, el consuelo, el olor de esa mujer que había matado a su hijo cuando él, adolescente, comenzaba a trabajar en un diario y que era ahora sacerdotisa de Canudos, se parecían al opio y al éter, eran algo suave y letárgico, una grata ausencia, y se preguntó si alguna vez, de niño, esa madre a la que él no había conocido lo acarició así y le hizo sentir invulnerabilidad e indiferencia ante los peligros del mundo. Por su mente desfilaron las aulas y patios del Colegio de los Padres Salesianos donde, gracias a sus estornudos, había sido, como sin duda el Enano, como sin duda el monstruo lector que estaba allí, hazmerreír y víctima, blanco de burlas. Por los accesos de estornudos y por su escasa vista había sido apartado de los deportes, juegos fuertes, excursiones, tratado como inválido. Por eso se había vuelto tímido, por esa maldita nariz ingobernable había tenido que usar pañuelos grandes como sábanas, y por culpa de ella y de sus ojos obtusos no había tenido enamorada, novia ni esposa y había vivido con esa permanente sensación de ridículo que no le permitió declarar su amor a las muchachas a las que amó, ni enviarles los versos que les escribía y que luego cobardemente rompía. Por culpa de esa nariz y esa miopía sólo había tenido entre los brazos a las putas de Bahía, conocido esos amores mercantiles, rápidos, sucios, que dos veces pagó con purgaciones y curas con sondas que lo nacían aullar. Él también era monstruo, tullido, inválido, anormal. No era accidente que estuviese donde habían venido a congregarse los tullidos, los desgraciados, los anormales, los sufridos del mundo. Era inevitable pues era uno de ellos.
Lloraba a gritos, encogido, prendido con las dos manos de la Madre de los
Hombres, balbuceando, quejándose de su mala suerte y sus desgracias, volcando a borbotones, entre babas y sollozos, su amargura y su desesperación, actuales y pasadas, las de su juventud extinta, su frustración vital e intelectual, habiéndole con una sinceridad que no había tenido antes ni consigo mismo, diciéndole cuán miserable y desdichado se sentía por no haber compartido un gran amor, por no haber sido el exitoso dramaturgo, el poeta inspirado que hubiera querido ser, y por saber que iba a morir aún más estúpidamente de lo que había vivido. Se oyó decir, entre jadeos: «No es justo, no es justo, no es justo». Se dio cuenta que ella lo besaba en la frente, en las mejillas, en los párpados, a la vez que le susurraba palabras tiernas, dulces, incoherentes, como las que se dicen a los recién nacidos para que el ruido los hechice y haga felices. Sentía, en efecto, un gran alivio, una maravillosa gratitud hacia estas palabras mágicas: «Hijito, hijito, niñito, palomita, corderito...».
Pero súbitamente lo devolvieron al presente, a la brutalidad, a la guerra. El trueno de la explosión que arrancó el techo puso de pronto, encima suyo, el cielo, el sol destellante, nubes, la mañana luciente. Volaban astillas, ladrillos, tejas rotas, alambres retorcidos, y el periodista miope sentía impactos de guijarros, granos de tierra, piedras, en mil lugares de su cuerpo, cara, manos. Pero ni él ni la mujer ni el León de Natuba fueron arrollados por el derrumbe. Estaban de pie, apretados, abrazados, y él buscaba afanosamente en sus bolsillos su anteojo de añicos, pensando que se había deshecho, que en adelante ni siquiera contaría con esa ayuda. Pero ahí estaba, intacto, y, siempre aferrado a la Superiora del Coro Sagrado y al León de Natuba, fue reconociendo, en imágenes distorsionadas, los estragos de la explosión. Además del techo, había caído la pared del frente y, salvo el rincón que ocupaban, el almacén era un montón de escombros. Vio por la tapia caída otros escombros, humo, siluetas que corrían.
Y en eso el local se repletó de hombres armados, con brazaletes y pañuelos azules, entre los que adivinó la maciza figura semidesnuda de João Grande. Mientras los veía abrazar a María Quadrado, al León de Natuba, el periodista miope, la pupila aplastada contra el anteojo, tembló: se los iban a llevar, se quedaría abandonado en estas ruinas. Se prendió de la mujer y del escriba y, perdida toda vergüenza, todo escrúpulo, se puso a gimotear que no lo dejaran, a implorarles, y la Madre de los Hombres lo arrastró de la mano, tras ellos, cuando el negro grande ordenó salir de allí.
Se encontró trotando en un mundo revuelto por el desorden, las humaredas, el ruido, las pilas de escombros. Había dejado de llorar, sus sentidos estaban centrados en la arriesgadísima tarea de sortear obstáculos, no tropezar, resbalar, caer, soltar a la mujer. Había recorrido decenas de veces Campo Grande, rumbo a la Plaza de las Iglesias, y sin embargo no reconocía nada: paredes caídas, huecos, piedras, objetos regados aquí y allá, gente que iba y venía, que parecía disparar, huir, rugir. En vez de cañonazos, oía tiros de fusil y llanto de niños. No supo en qué momento se soltó de la mujer, pero, de repente, advirtió que no estaba cogido de ella sino de una forma disímil, trotadora, cuyo ansioso jadeo se confundía con el suyo. Lo tenía asido de unas crenchas espesas, abundante. Se rezagaban, los dejaban atrás. Empuñó con fuerza la cabellera del León de Natuba, si lo soltaba habría perdido todo. Y, mientras corría, saltaba, esquivaba, se oía pidiéndole que no se adelantara, que tuviera compasión de alguien que no podía valerse por sí mismo.
Se dio de bruces contra algo que creyó una pared y eran hombres. Se sintió atajado, rechazado, cuando oyó a la mujer pidiendo que lo dejaran entrar. La muralla se abrió, percibió barriles y costales y hombres que disparaban y hablaban a gritos, e ingresó, entre la Madre de los Hombres y el León de Natuba, en un recinto sombreado, por una puertecita de estacas. La mujer, tocándole la cara, le dijo: «Quédate aquí. No tengas miedo. Reza». Alcanzó a ver que por una segunda puertecita desaparecían ella y el León de Natuba.
Se desmoronó al suelo. Estaba rendido, sentía hambre, sed, sueño, urgencia de olvidar la pesadilla. Pensó: «Estoy en el Santuario». Pensó: «Ahí está el Consejero». Sintió asombro de haber llegado hasta aquí, pensó en el privilegiado que era, vería y oiría de cerca al eje de la tempestad que vivía el Brasil, al hombre más conocido y odiado del país. ¿De qué le serviría? ¿Acaso tendría ocasión de contarlo? Trató de escuchar lo que decían en el interior del Santuario, pero el barullo exterior no le permitió escuchar nada. La luz que se filtraba entre los carrizos era blanca y viva y el calor muy fuerte. Los soldados debían estar aquí, habría combates en las calles. Pese a ello, lo embargaba una profunda tranquilidad en ese sombreado reducto solitario.
Crujió la puerta de estacas y entrevió una sombra de mujer con un pañuelo en la cabeza. Le puso en las manos una escudilla con comida y una lata con un líquido que, al beber, descubrió que era leche.
—La Madre María Quadrado está rezando por usted —oyó—. Alabado sea el Buen Jesús Consejero.
«Alabado», dijo, sin dejar de masticar, de tragar. Siempre que comía en Canudos le dolían las mandíbulas, como anquilosadas por falta de práctica: era un dolor placentero, que su cuerpo festejaba. Apenas hubo terminado, se recostó en la tierra, apoyó su cabeza en el brazo, y se quedó dormido. Comer, dormir: era ahora la única felicidad posible. Las descargas de fusilería se acercaban, alejaban, parecían girar alrededor suyo y había carreras precipitadas. Ahí estaba la cara ascética, menuda, nerviosa, del Coronel Moreira César, como la había visto tantas veces, cabalgando a su lado, o, en las noches del campamento, conversando después del rancho. Reconocía su voz sin pizca de vacilación, su tonito perentorio, acerado: el ablandamiento debía ejecutarse antes de la carga final para ahorrar vidas a la República, una pústula debía ser reventada de inmediato y sin sentimentalismos so pena de que la infección pudriera el organismo todo. Al mismo tiempo, sabía que el tiroteo arreciaba, las muertes, las heridas, los derrumbes, y tenía la sospecha de que gentes armadas pasaban encima suyo, evitando pisarlo, con noticias de la guerra que preferiría no entender porque eran malas.
Estuvo seguro que ya no soñaba, cuando comprobó que esos balidos eran de un carnerito blanco que le lamía la mano. Acariñó la cabeza lanosa y el animal lo dejó hacer, sin espantarse. El rumor era una conversación de dos personas, al lado suyo. Se llevó a la cara el anteojo que había mantenido empuñado mientras dormía. En la incierta luz, reconoció la forma del Padre Joaquim y la de una mujer descalza, con túnica blanca y un pañuelo azul en la cabeza. El cura de Cumbe tenía un fusil entre las piernas y una sarta de balas en el cuello. Hasta donde alcanzaba a percibir, su aspecto era el de un hombre que había combatido: los ralos mechones revueltos y apelmazados por la tierra, la sotana en jirones, una sandalia sujeta con un cordel en vez de pasador de cuero. Mostraba agotamiento. Hablaba de alguien llamado Joaquincito.
—Salió con Antonio Vilanova, a conseguir comida —lo oyó decir, con desánimo—. Sé por Joao Abade que todo el grupo regresó salvo y que fueron a las trincheras del Vassa Barris. —Se atoró y carraspeó —: Las que aguantaron la embestida.
—¿Y Joaquincito? —repitió la mujer.
Era Alejandrinha Correa, de la que se contaban tantos cuentos: que descubría cacimbas subterráneas, que había sido concubina del Padre Joaquim. No alcanzaba a distinguirle la cara. Ella y el cura estaban sentados por tierra. La puerta del interior del Santuario se hallaba abierta y adentro no parecía haber nadie.
—No regresó —musitó el cura—. Antonio sí, y Honorio y muchos otros que estaban en el Vassa Barris. Él no. Nadie ha podido darme cuenta, nadie lo ha visto.
—Al menos, quisiera poder enterrarlo —dijo la mujer—.
Que
no se quede tirado en el campo, como animal sin dueño.
—Puede ser que no haya muerto —murmuró el cura de Cumbe—. Si los Vilanova y otros volvieron, por qué no Joaquincito. A lo mejor está ahora en las torres, o en la barricada de San Pedro, o con su hermano en la Fazenda Velha. Los soldados tampoco han podido tomar esas trincheras.
El periodista miope sintió alegría y deseos de preguntarle por Jurema y el Enano, pero se contuvo: sintió que no debía inmiscuirse en esa intimidad. Las voces del cura y la beata eran de un fatalismo tranquilo, nada dramáticas. El carnerito le mordisqueaba la mano. Se incorporó y se sentó, pero ni el Padre Joaquim ni la mujer dieron importancia a que estuviera despierto, escuchándolos.
—Si Joaquincito ha muerto, es mejor que Atanasio muera también —dijo la mujer—. Para que se acompañen en la muerte.
Se le escarapeló la piel del cuello, detrás, junto a la nuca. ¿Era lo que había dicho la mujer o el tañido de las campanas? Las oía tañir, muy próximas, y oía Avemarías coreadas por innumerables gargantas. Era el atardecer, pues. La batalla llevaba casi un día. Escuchó. No había cesado, a las campanas y rezos se mezclaban cargas de fusilería. Algunas, rompían encima de sus cabezas. Daban más importancia a la muerte que a la vida. Habían vivido en el desamparo más total y toda su ambición era un buen entierro. ¿Cómo entenderlos? Aunque, tal vez, si uno vivía la vida que él estaba viviendo en este momento, la muerte era la única esperanza de compensación, una «fiesta», como decía el Consejero. El cura de Cumbe lo miraba:
—Es triste que los niños tengan que matar y que morir peleando —lo oyó murmurar—. Atanasio tiene catorce anos, Joaquincito no ha cumplido trece. Llevan un año matando, haciéndose matar. ¿No es triste?
—Sí —balbuceó el periodista miope—. Lo es, lo es. Me quedé dormido. ¿Qué ocurre con la guerra, Padre?
—Han sido detenidos en San Pedro —dijo el cura de Cumbe—. En la barricada que construyó esta mañana Antonio Vilanova.
—¿Quiere decir aquí, dentro de la ciudad? —preguntó el miope.
—A treinta pasos de aquí.
San Pedro. Esa calle que cortaba Canudos del río al cementerio, la paralela a Campo Grande, una de las pocas que merecía el nombre de calle. Ahora era una barricada y ahí estaban los soldados. A treinta pasos. Sintió frío. El rumor de los rezos ascendía, bajaba, desaparecía, volvía, y el periodista miope pensó que en las pausas se escuchaba, allá afuera, la ronca voz del Consejero o la vocecita aflautada del Beatito, y que respondían en coro los Avemarías las mujeres, los heridos, los ancianos, los agonizantes, los yagunzos que estaban disparando. ¿Qué pensarían los soldados de esos rezos?