—Mucho, mucho ruido, para que nos crean más —dice el que los manda—. Y, sobre todo, marearlos, que no les quede tiempo ni ganas de mirar el río.
—O sea, armar la gran feria, Pajeú —dice otro.
Queluz piensa: «Pajeú». Ahí está Pajeú. Tumbado en pleno campo, rodeado de yagunzos que acabarán con él en un dos por tres si lo descubren, al saber que en esas sombras, a su alcance, está uno de los más feroces bandidos de Canudos, esa presa mayor, Queluz tiene un impulso que por poco lo levanta en peso, de coger el fusil y fulminar al monstruo. Se ganaría la admiración del mundo, del Coronel Medeiros, del General Osear. Le darían las insignias de cabo que le están debiendo. Porque, aunque por tiempo de servicios y comportamiento en acción, ha debido ser ascendido hace tiempo, siempre lo postergan con el estúpido pretexto de que ha sido azotado demasiadas veces por inducir a los reclutas a cometer con él lo que el Padre Lizzardo llama «pecado nefando». Vuelve la cabeza y, en la luminosidad clara de la noche, ve las siluetas, veinte, treinta. ¿Cómo no lo han pisado? ¿Por qué milagro no lo han visto? Moviendo sólo los ojos, trata de reconocer, entre las caras borrosas, la famosa cicatriz. Es Pajeú quien habla, está seguro, quien recuerda a los demás que antes de los fusiles usen los cartuchos pues la dinamita hace más ruido, y que nadie toque los pitos antes que él. Lo oye despedirse de una manera que da risa: Alabado sea el Buen Jesús Consejero. El grupo se pulveriza en sombras que desaparecen en dirección al Regimiento.
No duda más. Se incorpora, coge su fusil, lo rastrilla, apunta hacia donde se alejan los yagunzos y dispara. Pero el gatillo no se mueve, aunque aprieta con todas sus fuerzas. Maldice, escupe, tiembla de cólera por la muerte de su compañero, y a la vez que murmura «¿Leopoldinho estás ahí?», vuelve a rastrillar el arma y trata otra vez de disparar un tiro que alerte al Regimiento. Está sacudiendo el fusil para hacerlo entrar en razón, para que entienda que no se puede encasquillar ahora, cuando oye varias explosiones. Ya está, ya se metieron al campamento. Es su culpa. Ya están reventando cartuchos de dinamita sobre los compañeros dormidos. Ya está, los hijos de puta, los malditos, están haciendo una gran carnicería con los compañeros. Y es su culpa.
Confuso, enfurecido, no sabe qué hacer. ¿Cómo han podido llegar hasta aquí sin ser descubiertos? Porque, no hay duda, estando Pajeú entre ellos, éstos han salido de Canudos y cruzado las trincheras de los patriotas para llegar hasta aquí a atacar el campamento por la espalda. ¿Qué lleva a Pajeú a meterse con veinte o treinta a un campamento de quinientos? Ahora, en todo el sector ocupado por el Quinto Regimiento de Infantería, hay bullicio, movimiento, tiros. Siente desesperación. ¿Qué va a ser de él? ¿Qué explicación va a dar cuando le pregunten por qué no dio la alerta, por qué no disparó, gritó o lo que fuera cuando mataron a Leopoldinho? ¿Quién lo libra de una nueva tanda de azotes?
Estruja el fusil, ciego de rabia, y se escapa el tiro. Le roza la nariz, le deja un relente cálido de pólvora. Que su arma funcione lo anima, le devuelve ese optimismo que, a diferencia de otros, él no ha perdido en estos meses, ni siquiera cuando moría tanta gente y pasaban tanta hambre. Sin saber qué va a hacer, corre a campo traviesa, en dirección a esa feria sangrienta que, en efecto, están armando los yagunzos, y dispara al aire los cuatro tiros que le quedan, diciéndose que una prueba de que no estaba dormido, de que ha peleado, es el caño de su fusil quemando. Tropieza y cae de bruces. «¿Leopoldinho? —dice—, ¿Lepoldinho?» Palpa el suelo, delante, atrás, a los costados.
Sí, es él. Lo toca, lo mueve. Los malditos. Escupe el mal gusto, contiene una arcada. Le han hundido el pescuezo, lo han degollado como a un carnero, su cabeza parece la de un pelele cuando lo alza, cogiéndolo de las axilas. «Malditos, malditos», dice, y, sin que ello lo distraiga del dolor y la ira por la muerte de su compañero se le ocurre que entrar al campamento con el cadáver convencerá al Capitán Oliveira de que no estaba durmiendo cuando llegaron los bandidos, que se les enfrentó. Avanza despacio, balanceándose con Leopoldinho a cuestas, y escucha, entre los tiros y el trajín del campamento, un ulular agudo, penetrante, de pájaro desconocido, al que siguen otros. Los pitos. ¿Qué quieren? ¿Por qué entran los fanáticos traidores al campamento tirando dinamita para ponerse a soplar pitos? Se tambalea con el peso y se pregunta si no es mejor pararse a descansar.
A medida que se acerca a las barracas se da cuenta del caos que allí reina; los soldados, arrancados del sueño por las explosiones, disparan a tontas y a locas, sin que los gritos y rugidos de los oficiales pongan orden. En ese instante, Leopoldinho se estremece. La sorpresa de Queluz es tan grande que lo suelta. Se deja caer a su lado. No, no está vivo. ¡Qué tonto! Ha sido el impacto de un proyectil lo que lo ha remecido. «Es la segunda vez que me salvas esta noche, Leopoldinho», piensa. Esa cuchillada se la pudieron dar a él, esa bala pudo ser para él. Piensa: «Gracias, Leopoldinho». Está contra el suelo, pensando que sería el colmo ser abaleado por los propios soldados del Regimiento, disgustado otra vez, confuso otra vez, sin saber si seguir allí hasta que amaine el tiroteo o intentar de todos modos llegar a las barracas.
Está comido por esa duda cuando, en las sombras que por el lado de los cerros comienzan a deshacerse en irisación azulada, percibe dos siluetas, corriendo hacia él. Va a gritar «¡Socorro, ayuda!», cuando una sospecha le hiela el grito. Hasta que le arden los ojos se esfuerza por saber si llevan uniformes, pero no hay suficiente claridad para saberlo. Se ha sacado el fusil que llevaba en banderola, cogido una cacerina de su bolsa y carga y rastrilla el arma cuando los hombres están ya muy cerca: ninguno es soldado. Dispara a bocajarro sobre el que ofrece mejor blanco y, con el tiro, oye su resoplido animal y el golpe del cuerpo en el suelo. Y su fusil se vuelve a encasquillar: está apretando un gatillo que no retrocede un milímetro.
Maldice y se hace a un lado a la vez que, alzando el fusil con las dos manos, golpea al otro yagunzo que, pasado un segundo de aturdimiento, se le ha echado encima. Queluz sabe pelear, ha destacado siempre en las pruebas de fuerza que organiza el Capitán Oliveira. El resuello ansioso del hombre le calienta la cara y siente sus cabezazos mientras él atina a lo principal, buscarle los brazos, las manos, sabiendo que el peligro no está en esos cabezazos por más que parezcan pedradas sino en la faca que debe prolongar una de sus manos. Y, en efecto, a la vez que encuentra y aferra sus muñecas siente el desgarro del pantalón y el roce en su muslo de una punta con filo. A la vez que también él cabecea, muerde e insulta. Queluz lucha con todas sus fuerzas para contener, apartar, torcer esa mano donde está el peligro. No sabe cuántos segundos o minutos u horas le cuesta, pero de pronto se da cuenta que el traidor pierde fiereza, va desanimándose, que el brazo que empuña comienza a ablandarse bajo la presión del suyo. «Ya estás jodido —lo escupe Queluz—, ya estás muerto, traidor.» Sí, aunque todavía muerde, patea, cabecea, el yagunzo está apagándose, renunciando. Por fin, Queluz siente las manos libres. Se incorpora de un brinco, coge su fusil, lo alza, va a hundirle la bayoneta en el estómago, dejándose caer sobre él, cuando —ya no es noche sino el amanecer — ve la cara tumefacta atravesada por una horripilante cicatriz. Con el fusil en el aire, piensa: «Pajeú». Parpadeando, acezando, el pecho reventándole de excitación, grita: «¿Pajeú? ¿Eres Pajeú?» No está muerto, tiene los ojos abiertos, lo mira. «¿Pajeú?», grita, loco de alegría. «¿Quiere decir que yo te capturé, Pajeú?» El yagunzo, aunque lo mira, no le hace caso. Está tratando de levantar la faca. «¿Todavía quieres pelear?», se burla Queluz, pisándole el pecho. No, está desinteresado de él, tratando de... «O sea que quieres matarte, Pajeú», se ríe Queluz, volándole de un patadón la faca de la mano floja. «Eso no te toca a ti, traidor, sino a nosotros.»
Capturar vivo a Pajeú es una proeza aún mayor que haberlo matado. Queluz contempla la cara del caboclo: hinchada, rasguñada, mordida por él. Pero, además, tiene un balazo en la pierna, pues todo su pantalón está embebido en sangre. Le parece mentira que se encuentre a sus pies. Busca al otro yagunzo y, al tiempo que lo ve, despatarrado agarrándose el estómago, acaso no muerto aún, se da cuenta que vienen varios soldados. Les hace gestos, frenético: «¡Es Pajeú! ¡Pajeú! ¡Agarré a Pajeú!»
Cuando, luego de haberlo tocado, olido, escrutado y vuelto a tocar —y haberle descargado algunas patadas, pero no muchas pues todos convienen en que lo mejor es llevárselo vivo al Coronel Medeiros — los soldados arrastran a Pajeú al campamento, Queluz merece una bienvenida apoteósica. Se corre la voz que mató a uno de los bandidos que los atacaron y que ha capturado a Pajeú y todos salen a mirarlo, a felicitarlo, a palmearlo y abrazarlo. Le llueven amistosos coscorrones, le alcanzan cantimploras, le prende un cigarrillo un teniente. No puede contenerse y se le saltan las lágrimas. Masculla que está apenado por Leopoldinho pero es por estos momentos de gloria que está llorando.
El Coronel Medeiros quiere verlo. Mientras va hacia el puesto de mando, como en trance, Queluz no recuerda el furor en que ha estado la víspera el Coronel Medeiros —furor que se tradujo en castigos, amonestaciones y reprimendas de las que no se libraron mayores ni capitanes — por la frustración que le produjo que la Primera Brigada no participase en el asalto de ese amanecer y que, creían todos, sería el definitivo, el que permitiría ocupar a los patriotas todo lo que queda en poder de los traidores. Se ha dicho, incluso, que el Coronel Medeiros tuvo un incidente con el General Osear por no haber accedido éste a que la Primera Brigada diera el asalto y que, al saberse que la Segunda Brigada del Coronel Gouveia había tomado las trincheras del cementerio de los fanáticos, el Coronel Medeiros había pulverizado en el suelo su taza de café. También se ha dicho que, al anochecer, cuando el Estado Mayor interrumpió el asalto, en vista de lo elevado de las pérdidas y de la resistencia feroz, el Coronel Medeiros bebió aguardiente, como si estuviera celebrando, como si hubiera algo que celebrar.
Pero, al entrar a la barraca del Coronel Medeiros, Queluz recuerda inmediatamente todo eso. La cara del jefe de la Primera Brigada está a punto de estallar de rabia. No lo espera en la puerta para felicitarlo, como él creía. Sentado en su banqueta de tijera, vomita sapos y culebras. ¿A quién grita de ese modo? A Pajeú. Entre las espaldas y perfiles de los oficiales que repletan la barraca, Queluz divisa en el suelo, a los pies del Coronel, la cara amarillenta partida por la cicatriz granate. No está muerto; tiene los ojos semiabiertos y Queluz, a quien nadie hace caso, que ya no sabe para qué lo han traído y tiene ganas de irse, se dice que la rabieta del Coronel se debe sin duda a la manera ausente, despectiva, con que lo mira Pajeú. Pero no es eso sino el ataque al campamento: ha habido dieciocho muertos.
—¡Dieciocho! ¡Dieciocho! —mastica, como si tuviera un freno, el Coronel Medeiros—. ¡Treinta y tantos heridos! A nosotros, que nos pasamos aquí todo el día, rascándonos las bolas mientras la Segunda Brigada pelea, vienes tú con tus degenerados y nos haces más bajas que a ellos.
«Va a ponerse a llorar», piensa Queluz. Asustado, imagina que el Coronel averiguará de algún modo que se echó a dormir y dejó pasar a los bandidos sin dar la alarma. El jefe de la Primera Brigada salta del asiento y se pone a patear, a pisotear y zapatear. La espalda y los perfiles le ocultan lo que ocurre en el suelo. Pero segundos después lo vuelve a ver: la cicatriz bermeja ha crecido, cubre la cara del bandido, una masa de barro y sangre sin rasgos ni forma. Pero tiene aún los ojos abiertos y hay aún en ellos esa indiferencia tan ofensiva y tan extraña. Una baba sanguinolenta aflora de sus labios.
Queluz ve un sable en las manos del Coronel Medeiros y está seguro que va a rematar a Pajeú. Pero se limita a apoyarle la punta en el cuello. Reina silencio total en la barraca y Queluz se contagia de la gravedad hierática de todos los oficiales. Por fin, el Coronel Medeiros se calma. Vuelve a sentarse en la banqueta y arroja su sable al camastro.
—Matarte sería hacerte un favor —masculla, con amargura y rabia—. Has traicionado a tu país, asesinado a tus compatriotas, robado, saqueado, cometido todos los crímenes. No hay castigo a la altura de lo que has hecho.
«Se está riendo», se asombra Queluz. Sí, el caboclo se está riendo. Ha arrugado la frente y la pequeña cresta que le queda de nariz, entreabierto la boca y sus ojitos rasgados brillan al tiempo que emite un ruido que, no hay duda, es risa.
—¿Te hace gracia lo que digo? —silabea el Coronel Medeiros. Pero al instante cambia de tono, pues la cara de Pajeú ha quedado rígida—. Examínelo, Doctor...
El Capitán Bernardo da Ponte Sanhuesa se arrodilla, pega su oído al pecho del bandido, le observa los ojos, le toma el pulso.
—Está muerto, Excelencia —le oye decir Queluz. El Coronel Medeiros se demuda.
—Su cuerpo es un colador —añade el médico—. Es un milagro que haya durado tanto rato con el plomo que tiene adentro.
«Ahora —piensa Queluz—, me toca a mí.» Los ojitos pequeñitos, verdeazulados, perforantes del Coronel Medeiros van a buscarlo entre los oficiales, encontrarlo y oirá la temida pregunta: «¿Por qué no diste la alerta?» Mentira, jurará por Dios y por su madre que la dio, que disparó y gritó. Pero pasan los segundos y el Coronel Medeiros sigue sobre la banqueta, contemplando el cadáver del bandido que murió riéndose de él.
—Aquí está Queluz, Excelencia —oye decir al Capitán Oliveira.
Ahora, ahora. Los oficiales se apartan para que pueda acercarse al jefe de la Primera Brigada. Éste lo mira, se pone de pie. Ve —el corazón le salta en el pecho — que la expresión del Coronel Medeiros se ablanda, que se esfuerza por sonreírle. Él le sonríe también, agradecido.
—¿Así que tú lo cazaste? —dice el Coronel.
—Sí, Excelencia —responde Queluz, en posición de firmes.
—Termina el trabajo —le dice Medeiros, alcanzándole su sable con movimiento enérgico—. Reviéntale los ojos y córtale la lengua. Después, le arrancas la cabeza y la echas por encima de la barricada, para que los bandidos vivos sepan lo que les espera.
C
UANDO
el periodista miope partió por fin, el Barón de Cañabrava, que lo había guiado hasta la calle, descubrió que era noche avanzada. Tras cerrar, quedó apoyado de espaldas en el pesado portalón, con los ojos cerrados, tratando de alejar ese hervidero de confusas y violentas imágenes. Un criado acudió, presuroso, con una lamparilla: ¿quería que le calentaran la cena? Dijo que no, y, antes de mandarlo a acostarse, le preguntó si Estela había cenado. Sí, hacía rato, y se había retirado luego a descansar.