La Hermandad de las Espadas (19 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

—¡Sea, pues, así, señoritingo! En cuanto todas las formalidades esenciales de tu miserable mundo hayan sido satisfechas y se hayan cumplido las necesarias y mezquinas condiciones —¡entonces y ni un solo instante después!— quiero que el impío mortal que me condenó al olvido en las aguas profundas sea enviado a igual distancia bajo tierra. ¡Es una orden!

Con una reverencia final y una mirada extraña y obsequiosa, la muerte de Nehwon (o su simulacro) dijo en voz baja:

—Te he escuchado obedientemente —y se desvaneció.

—¡Eso me gusta! —observó Mog, el dios de ingenio rápido, en un tono irónico e indignado a sus dos compañeros—. Por puro despecho hacia el Ratonero Gris, que le sumergió, este vagabundo Loki se propone privarnos de uno de nuestros fieles principales.

Tras una altiva mirada a su alrededor para salvar la cara (pues la partida de la Muerte había sido humillantemente brusca), Loki bajó del catafalco para conferenciar en voz baja con otro dios forastero, señorial pero provecto hasta el punto de chochear, el cual reaccionó con gestos de asentimientos y encogimientos de hombros bastante seniles.

—Sí —replicó Issek maliciosamente a Mog—. Y ahora, mora, está tratando de persuadir a su camarada, el viejo Odín, para exigirle a la Muerte una condena similar para Fafhrd.

—No, eso lo dudo —protestó Kos—. El vejete ya se ha vengado de Fafhrd privándole de la mano izquierda. Y no ha sufrido afrentas que reaviven su ira. Se ha quedado aquí mientras su camarada dormía porque no tiene ningún sitio mejor adonde ir.

—Yo no contaría con eso —dijo Mog de mal talante—. Entretanto, ¿qué se puede hacer con respecto a la clara amenaza al Ratonero? ¿Protestar ante la Muerte por la injustificable irrupción de un dios
extranjero
en nuestra mermada congregación?

—Yo lo pensaría dos veces antes de ir tan lejos —respondió Issek, dubitativo—. Se han dado casos de repercusiones negativas en quienes habían apelado a la Muerte.

—Debo confesar que incluso a mí me desagradan los tratos con ese personaje —añadió Kos—. Me produce escalofríos. ¡A decir verdad, no creo que se pueda confiar en las Potencias más de lo que se puede confiar en los dioses extranjeros!

—No parecía muy satisfecho con la arrogancia con que le ha tratado Loki —intervino Issek en tono esperanzado—. Tal vez las cosas saldrán a pedir de boca sin nuestra intervención. —En sus labios apareció una sonrisa un tanto enfermiza.

Mog frunció el ceño pero no dijo nada más.

En uno de los largos corredores de su laberíntico castillo envuelto en la niebla bajo los cielos sin sol, húmedos y grises de la Tierra de las Sombras, la Muerte se entregaba a fríos pensamientos con la mitad de su mente (la otra mitad estaba como siempre ocupada en su eterna tarea en todos los lugares de Nehwon), y pensaba en la estridente impudicia de aquel joven dios desconocido, Loki, y en lo placentero que sería violar las reglas, escupir a la cara de las demás Potencias y llevarle a la tumba antes de que muriese su último fiel.

Pero, como siempre, el buen gusto y la deportividad prevalecieron.

Una Potencia debería obedecer la orden más caprichosa e irrazonable incluso del último de los dioses, siempre que fuese posible reconciliarla con las órdenes conflictivas de otros dioses y que su satisfacción en las convenciones... Ésa era una de las cosas que mantenían a la Necesidad en activo.

Y así, aunque el Ratonero Gris era un buen instrumento y al letal personaje le habría gustado decidir cuándo lo eliminaría, la Muerte empezó a planear con la mitad de su mente, la condenación y fallecimiento de aquel héroe. Sí, un día y medio sería un período razonable para la preparación, consultas y advertencias. Y ya que estaba en ello, ¿por qué no proporcionaba al héroe de gris nuevas fuerzas para enfrentarse a su inminente experiencia trágica? Contra eso no existía regla alguna. Le ayudaría ser más pesado, más macizo, tanto física como mentalmente. ¿De dónde sacaría la pesadez? De su compañero Fafhrd, el que estaba más a mano. Eso dejaría a Fafhrd ligero de cabeza y de cuerpo durante algún tiempo, pero era inevitable. Y luego habría que pensar en las advertencias apropiadas y requeridas...

Mientras la mitad de su mente estaba ocupada en estos asuntos, vio que su hermana, Dolor, se le acercaba silenciosamente, desde el extremo del corredor, con ojos rojizos y ávidos fijos en el rostro frío gris pizarra de su hermano. Era esbelta como él y de tez similar, excepto que aquí y allá su opalescencia presentaba unas franjas azules, y, con gran disgusto por parte de su hermano, éste vio que se deslizaba como tenía por costumbre vaporosamente desnuda, en vez de ir vestida decentemente y calzada con zapatillas como él mismo.

La Muerte se dispuso a pasar por el lado de su hermana sin decirle nada.

Ella le sonrió con una expresión sagaz y le dijo en voz baja y siseante:

—Tienes un bocado escogido para mí, ¿no es cierto?

4

Mientras tenían lugar esos ominosos y sobrenaturales acontecimientos nehwonianos que tanto les concernían, Fafhrd y el Ratonero Gris se hallaban relajada e insospechadamente bebiendo aguardiente oscuro junto a la luz blanca y fría de una lámpara de aceite de leviatán, en la bodega y almacén de tubérculos de la acogedora vivienda de Cif en Puerto Salado, mientras dicha dama y Afreyt habían ido brevemente al templo lunar situado en las afueras de la ártica ciudad portuaria, para llevar a cabo ciertas actividades que implicaban a sus primas, las niñas acólitos de la diosa Luna, de la que Cif y Afreyt eran sacerdotisas.

Desde que despacharon a sus dos aspirantes a asesinos y el levantamiento de la maldición que les había dado una mentalidad de vejestorios, los dos capitanes habían disfrutado plenamente de su considerable alivio, delegando la supervisión de los hombres a sus lugartenientes. Visitaban el cuartel una sola vez al día (e incluso se turnaban para ello, o encargaban a sus lugartenientes que les informaran, una práctica a la que habían recurrido últimamente en una o dos ocasiones), pasaban la mayor parte del tiempo en los domicilios más acogedores y confortables de sus damas y se entregaban al placer de las actividades deportivas (incluidas las comidas campestres) que tal compañía posibilitaba y a la que sus más recientes períodos como ancianos gruñones y agriados también les inclinaban, estimulados por el delicioso clima propio de la luna de los Truenos y los Sátiros.

Esta última les había afectado demasiado, y de ahí que se retirasen a la bodega profunda y fresca, de suelo enlosado, donde mitigaban la melancolía que el desenfreno tiende extrañamente a inducir en los héroes contándose historias de fantasmas y horrores.

—¿Has oído hablar alguna vez —le preguntó el norteño— de esos espectros kleshitas tropicales, sinuosos y con una tonalidad de tierra, con las manos como palas, que tienen sus madrigueras bajo los cementerios y en sus alrededores, emergen en silencio a tus espaldas, se apoderan de ti y te arrastran abajo antes de que puedas reponerte de la sorpresa, cavando con más rapidez que el armadillo? Se dice que uno de tales persiguió subterráneamente a un hombre cuya casa estaba junto a un campo de fiambres, y le llevó a su propio sótano, que sin duda se parecía mucho a eso. —Dirigió la atención de su camarada a una parte de la bodega sin pavimentar, detrás del banco en el que estaban sentados, cubierta de oscura marga arenosa y lo bastante grande para permitir el paso de una persona de anchos hombros—. Afreyt me ha dicho que lo han dejado así para que respire el sótano..., una ventilación muy necesaria en este clima.

El Ratonero contempló la brecha en el pavimento con un disgusto considerable, enarcando las cejas y arrugando la nariz; luego cogió la jarra que estaba sobre la robusta mesa central ante ellos y bebió un largo trago, tras lo cual se encogió de hombros.

—Bueno, los espectros tropicales son improbables aquí, en un clima polar. Pero ahora me acuerdo..., ¿no has oído contarlo jamás?... de aquel príncipe de Ool Hrusp que temía tanto su tumba, pues la tierra le horrorizaba, que se pasó toda la vida (lo que quedaba de ella) en la habitación más alta de una altísima torre, que duplicaba la altura de los árboles más enormes del Gran Bosque donde está situada Ool Hrusp.

—¿Qué le ocurrió al final? —inquirió puntualmente Fafhrd.

—Hombre, aunque vivía seguro a dos mil leguas del borde del desierto que se extiende al sudeste del Mar Interior y distanciado por esa masa de agua, una tormenta de arena monstruosamente densa acarreada por un tifón llegó hasta él, abatió el verde dosel del bosque, volcó en él toda su carga de arena y asfixió al príncipe.

Desde lo alto de la escalera les llegó un grito ahogado.

—Mi anécdota debe de haber causado impresión —observó el Ratonero—. Parece que las chicas han regresado.

El Ratonero y Fafhrd se miraron con los ojos muy abiertos.

—Prometimos que vigilaríamos el asado —dijo el último.

—Y cuando bajamos aquí —añadió el otro— nos dijimos que subiríamos a echar un vistazo y humedecerlo al cabo de un rato,

Entonces ambos dijeron sombríamente y al unísono:

—Pero

te olvidaste.

Se oyó una sucesión de rápidas pisadas, más de un par, en la escalera de la bodega. Cinco esbeltas muchachas entraron en la estancia débilmente iluminada por la luz blanca y fría, sin caerse ni tropezar unas con otras. Las cuatro primeras calzaban sandalias de blanca piel de oso, túnicas casi idénticas hasta la altura de las rodillas, de fino lino blanco, y velos dobles del mismo material que les ocultaban la mayor parte del cabello y casi todo el rostro por debajo de los ojos, cuyo alegre brillo indicaba, sin embargo, que todas ellas sonreían.

La quinta, que era la más esbelta, iba descalza, llevaba una túnica más corta y áspera también blanca y con cinturón del mismo color, y un velo de pellejo de cordero sin esquilar, a pesar del tiempo cálido, y guantes del mismo material. Su mirada parecía grave.

Todas ellas se quitaron los velos a la vez, revelándose como las sobrinas de Afreyt, Mayo, Mará y Brisa, y todas tenían cabellos color de lino, y la sobrina de Cif, Klute, con unas trenzas negras como el cuervo.

Pero Fafhrd y el Ratonero ya las conocían. Los dos se habían levantado.

Mayo correteó hacia ellos excitada.

—¡Tío Fafhrd! ¡Hemos tenido una aventura!

Mará, que le pisaba los talones, añadió:

—¡Por poco nos raptan y nos suben a bordo de un mercante ilthmarés que era un transporte secreto de esclavos!

—¡Podría habernos ocurrido cualquier cosa! —dijo Brisa, exultante—, ¡Imagina! ¡Dicen que los príncipes orientales pagan fortunas por vírgenes rubias de doce años!

—Pero nuestra nueva amiga se escapó del mercante y advirtió a las tías Cif y Afreyt —concluyó la morena Klute en tono triunfante, volviendo la cabeza hacia la quinta niña, que no se había acercado ni quitado el velo—. ¡A ella misma la raptaron en Tovilyis y ha estado prisionera de la
Comadreja
durante toda la luna de los Sátiros.

Brisa le amplió los datos:

—Pero es una novicia de Skama igual que nosotras. Pertenece a la congregación de Tovilyis. Su madre era una sacerdotisa de la luna.

—¡Y también es una princesa! —concluyó Mayo—. ¡Una auténtica princesa de las tierras al sur de Lankhmar!

—¡Puedes ver que es una princesa —casi chilló Mará— porque siempre lleva guantes!

—No chilles como un cerdito, Mará —le reprobó Mayo, viendo un medio más seguro de acaparar la atención y durante más tiempo—. Chicas, no hemos presentado todavía a nuestra nueva amiga y rescatadora, la princesa Dedos de Tovilyis. —Y mientras la muchacha seguía rezagada, con los ojos modestamente bajos, Mayo se colocó a su lado y la empujó suavemente para que avanzara—. Tío Fafhrd —dijo seriamente—, ¿puedo presentarte a mi nueva amiga y rescatadora de todas nosotras, la princesa Dedos de Tovilyis? Y, querida princesa, amiga mía, ¿puedo tender su mano hacia nuestro huésped más honorable, el capitán Fafhrd. un gran héroe de la Isla de la Escarcha, amante de mi tía Afreyt y mi tío más querido?

La muchacha cubierta por el extraño velo bajó todavía más la mirada y pareció estremecerse ligeramente, pero tendió la mano.

Fafhrd se la tomó y, haciendo una reverencia ceremoniosa al tiempo que miraba directamente el rostro encapuchado y semidesviado, le dijo:

—Toda amiga de Mayo es amiga mía, muy honorable princesa Dedos, y como rescatadora de ella y de mis demás amigas aquí presentes, te debo gratitud eterna. Mi espada es tuya. —Y besó el pellejo de cordero durante tres latidos de corazón.

Ella alzó un poco la cabeza y movió las pestañas.

Todas las demás niñas exclamaron «¡ah!» y «¡oh!», aunque el rostro de Klute mostraba una expresión dura, mientras que la mirada del Ratonero tenía un matiz algo sardónico.

Mayo cogió de nuevo la mano enguantada y la dirigió hacia el Ratonero.

—Querido tío Ratonero —entonó, acelerando un poco la voz a causa de la repetición, pese a los esfuerzos que hizo para variar sus palabras—: ¿Puedo presentarte a mi nueva amiga y bene—factora de todas nosotras, la princesa Dedos de la tierra al sur de Lankhmar? Querida princesa, amiga mía, ¿puedo confiar tu preciosa mano a nuestro honorable huésped el capitán Ratonero, amante de Cif, la tía de Klute, y mi propio bueno, bienamado y honorario tío, así como héroe de la Isla de la Rima sin nadie por encima de él salvo Fafhrd?

El Ratonero enarcó mucho las cejas.

—¿Su mano izquierda? No, no puedes. —Rechazó a Mayo ásperamente, apoyando los puños en las caderas e irguiéndose tanto como le era posible, para lo cual tuvo que echarse un poco atrás. Entonces, mirando burlonamente a la delgada chiquilla encogida ante él, hizo una mueca temible y añadió en tono imperioso—: ¡Modales, niña! Pues eres una niña, una jovenzuela malcriada y engreída, aparte de cualquier otra cosa que puedas ser.

Las otras muchachas se quedaron boquiabiertas y consternadas ante este giro de la conversación, mientras Fafhrd dirigía a su camarada una mirada hostil, pero la niña a la que así se había dirigido se apresuró a quitarse los guantes y el velo, revelando un rostro seductor ruborizado hasta casi tener la misma tonalidad que su pelo cortado al rape, mientras se introducía las tres prendas de piel de cordero bajo el cinturón.

Alzó los ojos al Ratonero y le dijo en voz baja y clara:

—Bien me reprendéis, señor. Os pido mis más humildes disculpas.

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