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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (4 page)

Creo que lo dijo de broma.

Le sonreí.

—Creo que no pasará nada —dije—. Tendrá usted compañía.

—Me dejas al perro —dijo él. Se sentó.

—Aún mejor. Le dejo con dos de mis amigos.

Fue entonces cuando llamé a Hickory y Dickory. Me aparté de la puerta y me quedé mirando a mi visitante para no perderme su expresión cuando los dos salieron.

No se llegó a mear en los pantalones.

Cosa que, en realidad, era todo un logro. Los obin (que es lo que son Hickory y Dickory) no parecen
exactamente
un cruce entre una araña y una jirafa, pero sí lo recuerdan lo suficiente como para que una parte del cerebro humano lance una alerta de arrojar todo el «lastre». Con el tiempo, te acostumbras a ellos. Pero el tema es que se tarda un rato.

—Este es Hickory —dije, señalando al que tenía a la izquierda, y luego señalé a la derecha—. Y éste es Dickory. Son obin.

—Sí, lo sé —contestó mi visitante, con el tono que se espera de un animal muy pequeñito que finge que verse acorralado por un par de depredadores muy grandes no es gran cosa—. Uh. Bien. Éstos son tus amigos.

—Mis
mejores
amigos —dije, con lo que pareció la cantidad adecuada de entusiasmo inconsciente—. Y les encanta atender a las visitas. Les gustará hacerle compañía mientras voy a buscar a mis padres, ¿verdad? —pregunté, volviéndome hacia Hickory y Dickory.

—Sí —contestaron ellos a la vez. Hickory y Dickory, para empezar, hablan de forma bastante monótona; escuchar un monótono en estéreo ofrece un adicional efecto terrorífico... ¡y delicioso!

—Por favor, decidle hola a nuestro invitado.

—Hola —dijeron ellos, de nuevo en estéreo.

—Uh —dijo el hombre verde—. Hola.

—Magnífico, todos amigos —dije, y bajé del porche.
Babar
dejó a nuestro amigo verde para seguirme—. Entonces me marcho.

—¿Seguro que no quieres que te acompañe? —preguntó el hombre verde—. No me importa.

—No, por favor. No quiero que se sienta obligado.

Mis ojos dirigieron una mirada casual a Hickory y Dickory, como para sugerir que sería una pena que tuvieran que hacer filetes con él.

—Magnífico —dijo él, y se sentó en el balancín.

Creo que captó la indirecta. ¿Veis? Así es como se muestra una despreocupada.

—Magnífico —dije.
Babar
y yo nos dirigimos al camino para encontrarnos con mis padres.

2

Me subí al tejado a través de la ventana de mi dormitorio y miré a Hickory.

—Acércame esos binoculares —dije. Y lo hizo.

(Nota: los obin no son ni «él», ni «ella», ni «ello», porque son hermafroditas. Eso significa órganos sexuales masculinos y femeninos. Venga, reíros. Esperaré. Vale, ¿habéis terminado? Bien.)

Luego salió por la ventana conmigo. Como probablemente nunca habréis visto uno os haré saber que es un espectáculo bastante impresionante ver a un obin desplegarse para pasar por una ventana. Adoptan una forma muy graciosa, sin ninguna analogía real con ningún movimiento humano que se pueda describir. En el universo hay alienígenas, o sea, gente extraña. Y lo son.

Hickory se subió al tejado conmigo; Dickory estaba ante la casa, vigilándome por si resbalaba o me sentía mareada de pronto y entonces me caía o saltaba del tejado. Es su costumbre cuando salgo por la ventana: uno conmigo y el otro en el suelo. Y no disimulan mucho al respecto; cuando era pequeña mamá o papá veían a Dickory salir por la puerta y colocarse justo bajo el tejado, y entonces subían las escaleras chillando para devolverme a mi habitación. Tener amigos alienígenas paranoides también tiene sus pegas.

Para que conste: nunca me he caído del tejado.

Bueno, una vez. Cuando tenía diez años. Pero hubo circunstancias atenuantes. Eso no cuenta.

De todas formas, esta vez no tuve que preocuparme de que John o Jane me dijeran que volviera dentro de la casa. Dejaron de hacerlo cuando me convertí en adolescente. Además, ellos eran el principal motivo por el que estaba subida al tejado.

—Allí están —dije, y señalé para que Hickory los viera.

Mamá y papá y mi amigo verde estaban en mitad de nuestro campo de sorgo, a unos pocos centenares de metros de distancia. Cogí mis binoculares y dejaron de ser marcas difusas para convertirse en personas de verdad. El hombre verde me daba la espalda, pero estaba diciendo algo, porque tanto Jane como John lo miraban intensamente. Algo se movía a los pies de Jane, y entonces
Babar
asomó la cabeza. Mamá alargó la mano para rascarle.

—Me pregunto qué les estará diciendo.

—Están demasiado lejos —dijo Hickory.

Me volví para hacer un comentario al estilo «No me digas, genio». Entonces vi el collar de conciencia alrededor de su cuello y recordé que además de proporcionar a Hickory y Dickory de un sentido del yo, con la idea de quiénes eran, sus collares también les proporcionaban sentidos expandidos, dedicados principalmente a mantenerme apartada de problemas.

También recordé que sus collares de conciencia eran el principal motivo por el que estaban allí. Mi padre (mi padre biológico) los creó para los obin. También recordé que por eso estaba yo también allí. Todavía, quiero decir. Viva.

Pero no dejé que mis pensamientos siguieran por ese camino.

—Creí que esas cosas eran útiles —dije, señalando el collar.

Hickory lo tocó levemente.

—Los collares hacen muchas cosas. Permitirnos oír una conversación a cien metros de distancia, y en medio de un campo de grano, no es una de ellas.

—Así que sois inútiles —dije.

Hickory asintió.

—Como tú digas —respondió, a su modo indiferente.

—No es divertido burlarme de ti.

—Lo siento —dijo Hickory.

Y la cosa es que Hickory realmente lo lamentaba. No es fácil ser una criatura divertida y sarcástica cuando casi todo lo que eres depende de una máquina que llevas alrededor del cuello. Generar tu propia identidad protética requiere más concentración de la que cabría esperar. Conseguir además un sentido bien equilibrado del sarcasmo ya es pedir demasiado.

Le di un abrazo a Hickory. Era curioso. Hickory y Dickory estaban allí por mí; para conocerme, para aprender de mí, para protegerme y, si era necesario, morir por mí. Y allí estaba yo, sintiéndome protectora con ellos, y un poco triste por ellos también. Mi padre (mi padre biológico) les dio conciencia, algo de lo que los obin carecían y que habían estado buscando durante toda la historia de su especie.

Pero no hizo que la conciencia fuera fácil para ellos.

Hickory aceptó mi abrazo y me tocó vacilante la cabeza; puede ser tímido cuando me siento expansiva de pronto. Tenía cuidado de no pasarme con ellos. El exceso de emociones puede afectar a su conciencia. Son sensibles a mis momentos de tensión extrema. Así que me separé de Hickory y luego miré de nuevo a mis padres con los binoculares. Ahora John estaba diciendo algo, con una de sus medias sonrisas patentadas. La sonrisa se le borró cuando nuestro visitante volvió a hablar de nuevo.

—Me pregunto quién es —dije.

—Es el general Samuel Rybicki —dijo Hickory.

Eso me hizo volverme a mirarlo de nuevo.

—¿Cómo sabes eso?

—Nuestro trabajo es saber quién os visita a ti y a tu familia —dijo Hickory, y volvió a tocarse el collar—. Lo investigamos en el momento en que desembarcó. La información sobre él está en nuestra base de datos. Es el contacto entre vuestras Fuerzas de Defensa Coloniales y vuestro Departamento de Colonización. Coordina la protección de vuestras nuevas colonias.

—Huckleberry no es una colonia nueva —dije.

No lo era. Cuando llegamos ya llevaba colonizada cincuenta o sesenta años. Tiempo más que suficiente para aplastar todos los bultos temibles a los que se enfrenta cualquier colonia, y para que la población humana se expanda lo bastante como para que los invasores eviten el planeta. O eso esperábamos.

—¿Qué crees que quiere de mis padres?

—No lo sabemos —dijo Hickory.

—¿No os dijo nada mientras esperaba a que llegaran John y Jane?

—No —contestó Hickory—. Se mantuvo apartado.

—Bueno, claro —dije yo—. Probablemente porque se cagó de miedo al veros.

—No dejó heces.

Hice una mueca.

—A veces cuestiono vuestra supuesta falta de humor —dije—. Quería decir que se sentía demasiado intimidado por vosotros para decir nada.

—Supusimos que por eso nos hiciste quedarnos con él.

—Bueno, sí. Pero si sabíais que era general, tal vez no se lo habría puesto tan difícil —señalé a mis padres—. No quiero que se metan en líos porque a mí me pareció divertido burlarme del tipo.

—Creo que alguien de su rango no vendría hasta aquí para entretenerse contigo —dijo Hickory.

Una lista de réplicas ingeniosas asomó a mi cabeza esperando ser utilizadas. Las ignoré todas.

—¿Creéis que está aquí en alguna misión seria? —dije.

—Es general. Y está aquí.

Miré de nuevo por los binoculares. El general Rybicki, como lo conocía ahora, se había vuelto un poquito y pude verle la cara con algo más de claridad. Estaba hablando con Jane, pero luego se volvió para decirle algo a papá. Me entretuve observando a mamá un momento. Tenía el rostro tenso: pasara lo que pasara, no era algo que la hiciera muy feliz.

Mamá volvió un poco la cabeza y de pronto me miró directamente, como si supiera que la estaba mirando.

—¿Cómo hace eso? —pregunté.

Cuando Jane estaba en las Fuerzas Especiales, tenía un cuerpo aún más modificado genéticamente que el de los soldados corrientes. Pero al igual que papá, cuando dejó el servicio, volvieron a ponerle un cuerpo humano normal. Ya no es suprahumana. Tan sólo es una observadora que da algo de miedo. Que viene a ser casi lo mismo. No me libraba de mucho desde que había crecido.

Ella devolvió su atención al general Rybicki, que le hablaba de nuevo. Miré a Hickory.

—Lo que quiero saber es por qué están hablando en el campo de sorgo.

—El general Rybicki le preguntó a tus padres si había algún sitio donde pudieran hablar en privado —dijo Hickory—. Indicó en concreto que quería hablar lejos de Hickory y de mí.

—¿Estuvisteis grabando cuando lo acompañabais? —pregunté.

Hickory y Dickory tenían en sus collares aparatos de grabación que registraban sonidos, imágenes y datos emocionales. Estas grabaciones se enviaban a otros obin, para que pudieran experimentar cómo es pasar conmigo tiempo de calidad. ¿Extraño? Sí. ¿Intrusivo? A veces, pero no habitualmente. A menos que empiece a pensar en ello, y entonces me concentro en el hecho de que, bueno, sí, una raza alienígena entera experimentaba mi pubertad a través de los ojos de Hickory y Dickory. No hay nada como compartir el inicio de la menstruación con mil millones de hermafroditas. Creo que fue la primera vez para todos.

—No grabamos mientras estábamos con él —dijo Hickory.

—Vale, bien.

—Estoy grabando ahora.

—Oh. Bueno, no estoy segura de que debieras hacerlo —dije, señalando a mis padres—. No quiero causarles problemas.

—Esto está permitido según nuestro tratado con vuestro gobierno —dijo Hickory—. Se nos permite grabar todo lo que nos permitáis grabar, e informar de todo lo que experimentemos. Mi gobierno supo que el general Rybicki había llegado de visita en el momento en que Dickory y yo enviamos nuestra solicitud de datos. Si el general Rybicki quería que su visita permaneciera en secreto, tendría que haberse reunido con tus padres en otra parte.

Decidí no abundar en el hecho de que porciones significativas de mi vida estuvieran reguladas por tratados.

—No creo que supiera que estabais aquí —dije—. Pareció sorprendido cuando os presenté.

—Si ignoraba nuestra presencia o el tratado obin con la Unión Colonial no es nuestro problema.

—Supongo que no —dije, un poco fuera de onda.

—¿Quieres que deje de grabar? —preguntó Hickory.

Pude oír el temblor en su tono de voz. Si no tenía cuidado sobre cómo mostraba mi malestar podía lanzar a Hickory a una cascada emocional. Entonces tendría el equivalente a un derrumbe nervioso temporal allí mismo, en el tejado. Eso no estaría bien. Podía caerse y romperse su delgado cuello.

—No importa —dije, y traté de parecer más conciliadora de lo que realmente me sentía—. Ya es demasiado tarde de todas formas.

Hickory se relajó visiblemente. Contuve un suspiro y me miré los zapatos.

—Vuelven hacia la casa —dijo Hickory, y señaló a mis padres.

Seguí su mano: mis padres y el general Rybicki, en efecto, venían hacia nosotros. Pensé en volver a la casa pero entonces vi a mamá mirándome de nuevo directamente. Sí, me había visto antes. Había muchas posibilidades de que supiera que había estado allí arriba todo ese tiempo.

Papá no levantó la cabeza en todo el camino de vuelta. Estaba ya perdido en sus pensamientos. Cuando eso sucedía era como si el mundo se desplomara a su alrededor: no veía nada más hasta que acababa de tratar con lo que estaba tratando. Sospeché que no lo vería mucho rato esa noche.

Cuando dejaron el campo de sorgo, el general Rybicki se detuvo y le estrechó la mano a papá: mamá se mantuvo a distancia. Entonces volvió a su flotador.
Babar,
que los había seguido a los tres al sembrado, echó a correr hacia el general para recibir una última caricia. La recibió después de que el general llegara junto al flotador, y luego trotó de vuelta a la casa. La puerta del flotador se abrió y dejó entrar al general.

El general se detuvo, me miró directamente y me saludó. Antes de que pudiera pensar lo que hacía, le devolví el saludo.

«Eso sí que ha sido inteligente», me dije a mí misma. El flotador, con el general Rybicki dentro, despegó, llevándole de regreso al lugar del que venía.

«¿Qué quiere de nosotros, general?», pensé, y me sorprendí al pensar en «nosotros». Pero tenía sentido. Fuera lo que fuese que hubiera tratado con mis padres, a mí también me afectaba.

3

—¿Te gusta estar aquí? —me preguntó Jane, mientras fregábamos los platos después de la cena—. En Huckleberry, quiero decir.

—No es la primera vez que me preguntan eso hoy —contesté, cogiendo el plato que ella me tendía y secándolo.

Esto hizo que mamá alzara levemente una ceja.

—El general Rybicki te hizo esa pregunta —dijo.

—Sí.

—¿Y qué le contestaste?

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