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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (3 page)

Hay que saber una cosa de mi padre. Es listo, es bueno en lo que hace y sus ojos casi siempre dan la impresión de que esté a punto de empezar a reír. La mayoría de las cosas le parecen divertidas.
Hace
que la mayoría de las cosas sean divertidas.

Cuando me miró al recoger el micrófono, sus ojos parecían sombríos y apesadumbrados, y su mirada era más seria que nunca. Cuando nos miramos recordé que, al margen de lo joven que pareciera, en realidad era viejo. Por mucho que aparentara no tomarse las cosas en serio, era un hombre que había visto problemas más de una vez en la vida.

Y los estaba viendo de nuevo. Ahora, con nosotros.
Para
todos nosotros.

Todos los demás lo sabrían en cuanto abriera la boca para decirlo, pero fue justo entonces cuando yo lo supe, cuando entendí nuestra verdadera situación.

Estábamos perdidos.

PRIMERA PARTE
1

El platillo volante aterrizó en nuestro patio y un hombrecillo verde bajó de él.

Fue el platillo volante lo que me llamó la atención. Los hombres verdes no eran nada raro en el sitio de donde vengo. Todos los miembros de las Fuerzas de Defensa Coloniales eran verdes; es parte de la ingeniería genética que les practican para ayudarlos a combatir mejor. La clorofila en la piel les proporciona la energía extra que necesitan para machacar alienígenas a lo grande.

No teníamos muchos soldados de las Fuerzas de Defensa Coloniales en Huckleberry, la colonia en la que vivía; era una colonia establecida y no nos habían atacado en serio desde hacía un par de décadas. Pero la Unión Colonial se parte el culo para que todos los colonos conozcan a las FDC, y yo conocía más al respecto que la mayoría.

Pero el platillo volante, bueno, eso sí que era novedoso. Nueva Goa es una comunidad agrícola. Tractores y cosechadoras y carretas tiradas por animales, y autobuses públicos con ruedas cuando queríamos vivir la vida al límite y visitar la capital provincial. Un transporte aéreo era una cosa rara. Tener uno lo suficiente pequeño para un solo pasajero en nuestro jardín no era desde luego algo que pasara todos los días.

—¿Quieres que Dickory y yo salgamos a recibirlo? —preguntó Hickory.

Desde el interior de la casa vimos cómo el hombre verde bajaba del transporte.

Miré a Hickory.

—¿Crees que supone una amenaza? Me parece que si quisiera atacarnos, habría lanzado una roca contra la casa mientras la sobrevolaba.

—Prefiero ser prudente —dijo Hickory. La parte de la frase que dejó en el aire era «...cuando se trata de algo que te afecta a ti». Hickory es muy dulce, y paranoico.

—Probemos con la primera línea de defensa —dije, y me acerqué a la puerta de pantalla.

Mi perro
Babar
estaba plantado con las patas sobre la puerta, maldiciendo su destino genético, que no le había dado pulgares oponibles ni capacidad cerebral para tirar de la puerta en vez de empujarla. Le abrí la puerta; salió disparado como un peludo misil rastreador de calor. El hombre verde hincó una rodilla y saludó a
Babar
como a un viejo amigo, y fue generosamente cubierto con baba de perro por sus esfuerzos.

—Menos mal que no es soluble —le dije a Hickory.


Babar
no es un perro guardián demasiado bueno —comentó Hickory, mientras veía al hombre verde jugar con mi perro.

—No, la verdad es que no —reconocí—. Pero si alguna vez necesitas mojar algo, ahí lo tienes.

—Lo recordaré en el futuro —dijo Hickory, con ese tono indiferente diseñado para tratar con mi sarcasmo.

—Hazlo —dije, y volví a abrir la puerta—. Y quédate aquí de momento, por favor.

—Como tú digas, Zoë.

—Gracias.

Salí al porche.

A estas alturas el hombre verde había llegado hasta las escaleras, con
Babar
saltando tras él.

—Me gusta tu perro —me dijo.

—Ya lo veo. Al perro usted no le hace tanta gracia.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—No está
completamente
bañado en saliva.

Se echó a reír.

—Lo intentaré con más empeño la próxima vez —dijo.

—Acuérdese de traer una toalla.

El hombre verde señaló la casa.

—¿Vive ahí el mayor Perry?

—Eso espero —contesté—. Todas sus cosas están ahí dentro.

Esto me valió una pausa de dos segundos.

Sí, veréis, da la casualidad de que soy un poco sarcástica. Gracias por preguntar. Es por vivir con papá todos estos años. Se cree muy ingenioso; no sé cómo me siento al respecto personalmente, pero diré que me da bastante ventaja cuando se trata de soltar réplicas y retruécanos. Muéstrame un punto débil, y me encantará atacarlo. Creo que es algo divertido y encantador; igual que mi padre. Puede que estemos en minoría con esa opinión. En cualquier caso, es interesante ver cómo reaccionan a ello las otras personas. Algunos piensan que es simpático. Otros no tanto.

Creo que mi amigo verde entraba en la categoría de los «no tanto», pero su reacción fue cambiar de tema.

—Disculpa, creo que no sé quién eres.

—Me llamo Zoë. Soy la hija del mayor Perry. Y de la teniente Sagan también.

—Oh, claro —dijo él—. Perdona, te creía más joven.

—Antes lo era.

—Tendría que haberme dado cuenta de que eres su hija. Te pareces a él en los ojos.

«Reprímete —dijo la parte educada de mi cerebro—. Reprímete. Déjalo correr.»

—Gracias —dije—. Soy adoptada.

Mi amigo verde se quedó allí plantado un momento, haciendo eso que hace la gente cuando la pisan. Quedarse quieto y mostrar una sonrisa en la cara mientras su cerebro cambia de marcha intentando decidir cómo salir de ésa. Si me inclinaba hacia adelante, probablemente podría oír sus lóbulos frontales hacer click click click click, intentando reiniciarse.

«Vaya, eso sí que ha sido desagradable», dijo la parte educada de mi cerebro.

Pero venga ya. Si el tipo llamaba a papá «mayor Perry», entonces probablemente sabía que se había retirado del servicio hacía ya ocho años. Los soldados de las FDC no pueden tener hijos; es parte de la ingeniería genética de combate, nada de bebés accidentales, así que su primera oportunidad para engendrar uno habría sido ponerlo en un cuerpo nuevo y corriente al final de su período de servicio. Y seguía quedando eso de los nueve meses de gestación. Puede que yo pareciera un poco pequeña para mi edad con quince años, pero les aseguro que no parecía que tuviera
siete.

Sinceramente, creo que hay un límite sobre lo mal que debería una sentirse en una situación así. Los hombres adultos deberían saber un poco de matemáticas básicas.

Con todo, no puedes dejarlos cortados para siempre.

—Ha llamado usted a papá «mayor John Perry» —dije—. ¿Lo conoció usted en el servicio?

—Así es —dijo, y pareció alegrarse de que la conversación volviera a avanzar—. Pero ha pasado algún tiempo. Me pregunto si lo reconoceré.

—Imagino que está igual. Tal vez con un tono de piel diferente.

El se echó a reír.

—Supongo que así es. Ser verde le dificultaría un poco más mezclarse.

—No creo que logre mezclarse nunca aquí —dije, e inmediatamente advertí las muchas formas en que esa expresión podía ser malinterpretada.

Y, naturalmente, mi visitante no perdió el tiempo para hacerlo.

—¿No se mezcla? —preguntó, y luego se agachó para acariciar a
Babar.

—No quería decir eso. La mayoría de la gente de Huckleberry es de la India, allá en la Tierra, o son descendientes de gente que procede de la India. Es una cultura diferente a la que él conoció, eso es todo.

—Comprendo —dijo el hombre verde—. Y estoy seguro de que se lleva muy bien con la gente aquí. El mayor Perry es así. Estoy seguro de que por eso tiene el trabajo que tiene aquí.

El trabajo de mi padre era el de defensor del pueblo, alguien que ayuda a la gente a sortear la burocracia.

—Supongo que siento curiosidad sobre si le gusta estar aquí.

—¿Qué quiere decir?

—Me preguntaba cómo ha disfrutado de su retiro del universo, eso es todo —dijo, y se volvió a mirarme.

En el fondo de mi cerebro algo hizo ping. De pronto fui consciente de que nuestra amable y casual conversación, de algún modo, se había vuelto menos casual. Nuestro visitante verde no venía sólo a hacer una visita social.

—Creo que está a gusto —dije, y me abstuve de decir nada más—. ¿Por qué?

—Sólo era curiosidad —dijo él, acariciando de nuevo a
Babar.
Combatí la urgencia de llamar a mi perro—. No todo el mundo sobrelleva bien el salto de la vida militar a la civil —miró alrededor—. Esto parece muy tranquilo. Es un cambio muy grande.

—Creo que está a gusto —repetí, poniendo tanto énfasis en las palabras que a menos que mi visitante verde fuera un sapo absoluto, tendría que pasar a otro tema.

—Bien —dijo—. ¿Y tú? ¿Te gusta estar aquí?

La idea de vivir en una colonia humana es más emocionante que la realidad. Algunas personas que no conocen el concepto piensan que la gente de las colonias va de planeta en planeta todo el tiempo; que tal vez viven en un planeta, trabajan en otro y luego pasan las vacaciones en un tercero: el planeta lúdico de Vacacionaria, tal vez. Lamentablemente, la realidad es mucho más aburrida. La mayoría de los colonos se pasan la vida entera en su planeta natal, y nunca salen a ver el resto del universo.

No es imposible ir de planeta en planeta, pero suele haber una razón para hacerlo: eres miembro de la tripulación de una nave mercante y transporta fruta y cestas de mimbre entre las estrellas, o consigues un trabajo en la Unión Colonial misma e inicias una gloriosa carrera como burócrata interestelar. Si eres un atleta, entonces participas en las Olimpiadas Coloniales cada cuatro años. Y de vez en cuando un actor o un músico famoso hace una gira por las colonias.

Pero sobre todo naces en un planeta, vives en un planeta, mueres en un planeta y tu fantasma flota y molesta a tus descendientes en ese planeta. Supongo que en realidad no hay nada malo en eso; quiero decir, la mayoría de la gente no se aleja más de un par de docenas de kilómetros de su casa en su vida cotidiana, ¿no? Y la gente apenas ha visto la mayor parte de su propio planeta cuando pasa a una vida mejor. Si nunca has visto los paisajes de tu propio planeta, no sé si tiene sentido quejarse por no haber visto otro.

Pero ayuda estar en un planeta
interesante.

En caso de que esto llegue alguna vez a Huckleberry: amo a Huckleberry, de verdad que sí. Y amo Nueva Goa, el pueblecito donde vivíamos. Cuando eres niña es muy divertido crecer en una ciudad colonial rural que depende de la agricultura. Vivir en una granja, con cabras y gallinas y campos de trigo y sorgo, celebraciones de la cosecha y festivales de invierno resulta emocionante. No hay ningún niño de ocho o nueve años que no encuentre todo eso fascinante. Pero luego te conviertes en un adolescente y empiezas a pensar en todo lo que querrías hacer con tu vida, y miras las opciones que tienes. Y entonces todas las granjas, cabras y gallinas (y la gente que conoces de toda la vida y conocerás toda la vida) dejan de parecer óptimas para una experiencia total de la vida. Todo sigue siendo igual, por supuesto. Ése es el tema. Eres tú quien ha cambiado.

Sé que este arrebato de angustia adolescente no me hará distinta a ningún otro adolescente de pueblo que haya existido en la historia del universo conocido. Pero cuando incluso la «gran ciudad» de una colonia (la capital del distrito de Missouri City) te resulta tan misteriosa y romántica como contemplar estiércol, no es irracional esperar algo más.

No estoy diciendo que Missouri City tenga nada malo (tampoco el estiércol tiene nada malo; es necesario). Tal vez sea mejor decir que son el tipo de lugares a los que vuelves una vez que te has ido y has pasado una temporada en la gran ciudad, o el gran universo malvado. Una de las cosas que sé sobre mamá es que le encantaba vivir en Huckleberry. Pero antes de que estuviera allí fue soldado de las Fuerzas Especiales. No habla demasiado de las cosas que ha visto y hecho, pero por experiencia personal sé un poco sobre el tema. No puedo imaginarme una vida entera así. Creo que ella diría que ha visto lo suficiente del universo.

Yo también vi algo del universo antes de llegar a Huckleberry. Pero al contrario de Jane (al contrario de mamá), no creo que estuviera preparada para decir que Huckleberry era todo lo que quería de la vida.

Pero no estaba segura de querer decirle nada de eso a aquel tipo verde, que de pronto me parecía bastante sospechoso. Los hombres verdes que caen del cielo y preguntan por el estado psicológico de varios miembros de la familia tienen la virtud de hacer que una chica se vuelva paranoica. Sobre todo cuando, como advertí de pronto, ni siquiera sabía su nombre. Se había metido en la vida de mi familia sin haber dicho siquiera quién era.

Tal vez era algo que se le había pasado inocentemente por alto (esto no era una entrevista formal, después de todo), pero en mi cabeza sonaban tantas campanas que decidí que mi amigo verde ya había tenido suficiente información gratis por el momento.

El hombre verde me miraba con intensidad, esperando que respondiera. Le ofrecí mi mejor gesto de indiferencia. Tenía quince años. Es buena edad para mostrar indiferencia.

El retrocedió un poco.

—Supongo que tu padre no estará en casa —dijo.

—Todavía no —dije. Comprobé mi PDA y se la mostré—. Ha terminado de trabajar hace unos pocos minutos. Vendrá de regreso con mamá.

—Muy bien. Y tu madre es agente de la ley aquí, ¿verdad?

—Así es —dije. Jane Sagan, mujer de la ley de la frontera. Menos lo de la frontera, la descripción le venía al pelo—. ¿Conoció usted también a mamá? —pregunté. Las Fuerzas Especiales eran completamente distintas a la infantería regular.

—Sólo por su reputación —dijo él, y de nuevo adoptó aquel aire desinteresado.

Chicos, un consejito: no hay nada más fácil que intentar parecer desinteresado y fallar. Mi amigo verde fallaba por un kilómetro, y me había cansado de que me sonsacara información.

—Creo que me voy a dar un paseo —dije—. Mis padres vendrán por el camino. Les diré que está usted aquí.

—Te acompaño —se ofreció el hombre verde.

—No se moleste —dije yo, y le señalé el porche, y nuestro balancín—. Ha estado usted de viaje. Siéntese y relájese.

—Muy bien. Si te sientes cómoda teniéndome aquí mientras te vas.

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