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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Cuento

La Historia del señor Sommer (2 page)

¡Pero qué estoy diciendo de volar y de trepar a los árboles! ¡Y qué historias son éstas de las leyes de la caída libre de los cuerpos de Galileo Galilei y del barómetro de mi occipital que me embarulla! Lo que yo quiero es contar algo muy distinto, quiero contar la historia del señor Sommer… en la medida de lo posible, porque, en realidad, no hay tal historia, sino sólo este hombre extraño cuya trayectoria vital —¿o debería decir caminata vital?— se cruzó un par de veces con la mía. Pero mejor será volver a empezar desde el principio.

En la época en que yo aún me subía a los árboles, vivía en nuestro pueblo… —o quizá más que en nuestro pueblo, Unternsee, en el pueblo vecino de Obernsee, aunque no era fácil distinguirlos, porque Obernsee, Unternsee y los demás pueblos no estaban separados uno del otro, sino que se alineaban en la orilla del lago, sin que supieras dónde acababa uno y dónde empezaba el otro, como una franja de jardines, casas, granjas y cobertizos para las barcas… Decía que, en esta región, a menos de dos kilómetros de nuestra casa, vivía un hombre llamado «señor Sommer». Nadie sabía cuál era su nombre de pila, si Peter o Paul, Heinrich o Franz-Xaver, ni si era doctor Sommer o profesor Sommer, o profesor-doctor Sommer —se le conocía únicamente por el nombre de «señor Sommer»
[1]
. Nadie sabía tampoco si el señor Sommer ejercía un oficio o profesión, si lo tenía siquiera o lo tuvo alguna vez. Sólo se sabía que la señora Sommer sí lo tenía: hacía muñecas. Un día sí y otro también, la señora Sommer se quedaba en casa, es decir, en el sótano de la casa del pintor Stanglmeier, y con lana, tela y serrín hacía muñecas que, una vez a la semana, llevaba a la oficina de Correos en un paquete muy grande. Al volver de Correos, entraba, por este orden, en la tienda de ultramarinos, en la panadería, en la carnicería y en la verdulería y volvía a casa con cuatro bolsas llenas, y durante el resto de la semana ya no salía y se dedicaba a hacer más muñecas. Nadie sabía de dónde habían venido los Sommer. Un día llegaron —ella, en autobús, y él, a pie— y allí estaban. No tenían hijos ni parientes ni nadie que les visitara.

Pese a que de los Sommer, y del señor Sommer en particular, se ignoraba casi todo, puede decirse que, por aquel entonces, el señor Sommer era la persona más famosa de la región. En un radio de por lo menos sesenta kilómetros alrededor del lago, no había nadie, hombre, mujer o niño —ni siquiera perro—, que no conociera al señor Sommer, porque el señor Sommer estaba siempre andando de un lado para otro. Desde por la mañana temprano hasta la noche, el señor Sommer no paraba de andar. No había en todo el año ni un solo día en el que el señor Sommer no saliera a caminar. Ya nevara o granizara, tronara o lloviera a cántaros, abrasara el sol o se acercara un huracán, el señor Sommer estaba de excursión.

Muchas veces salía de casa antes del amanecer, según contaban los pescadores que iban al lago a las cuatro de la madrugada a recoger las redes, y no regresaba hasta que era de noche y la luna estaba ya muy alta en el cielo. Durante este tiempo recorría distancias increíbles. Para el señor Sommer no tenía nada de particular dar la vuelta al lago en un día, lo cual suponía un recorrido de unos cuarenta kilómetros. Ir y volver de la ciudad dos o tres veces al día —diez kilómetros de ida y diez de vuelta— era pan comido para él.

Cuando, a las siete y media de la mañana, los niños trotábamos camino de la escuela medio dormidos, el señor Sommer se cruzaba con nosotros, fresco y pimpante, después de varias horas de paseo; cuando, al mediodía, cansados y hambrientos, volvíamos a casa, el señor Sommer nos adelantaba con paso elástico; y cuando, por la noche del mismo día, yo me asomaba a la ventana antes de acostarme, veía en el camino del lago la figura alta y delgada del señor Sommer que se movía rápidamente como una sombra.

Era fácil de reconocer. Incluso a distancia, su silueta era inconfundible. En invierno llevaba un abrigo negro, largo, ancho y extrañamente rígido que a cada paso se abombaba como una vaina hueca, botas de goma y, en la calva, un gorro rojo con una borla. En verano —y para el señor Sommer el verano empezaba a primeros de marzo y terminaba a últimos de octubre, abarcando casi las tres cuartas partes del año— el señor Sommer llevaba un sombrero de paja de copa baja con una cinta negra, camisa de hilo de color caramelo y pantalón corto, también de color caramelo, del que asomaban unas piernas largas, secas, todo tendones y várices, rematadas por gruesas botas de montaña. En marzo, aquellas piernas eran de un blanco deslumbrante, y las varices se dibujaban como un sistema hidrográfico muy ramificado azul tinta, pero al cabo de un par de semanas ya habían adquirido el color de la miel, en julio tenían un tono acaramelado a juego con la camisa y el pantalón, y en otoño, el sol, el viento y la intemperie les habían dado un tinte castaño oscuro bajo el que era imposible distinguir varices, tendones ni músculos y que les daba aspecto de viejos bastones nudosos; hasta que, finalmente, en noviembre, desaparecían bajo el pantalón y el abrigo negro y, ocultas a las miradas, iban blanqueándose hasta la primavera siguiente, en la que habrían recuperado su tono lechoso.

Dos cosas llevaba el señor Sommer tanto en verano como en invierno y nadie le vio nunca sin ellas: una era el bastón y la otra, la mochila. El bastón no era un bastón de paseo corriente, sino una vara de nogal ligeramente ondulada que le llegaba por encima del hombro y hacía las veces de tercera pierna, sin cuya ayuda él nunca hubiera desarrollado tanta velocidad ni cubierto tan increíbles distancias, muy superiores a las de un caminante normal. Cada tres pasos, el señor Sommer lanzaba el bastón hacia delante con la mano derecha, lo apoyaba en el suelo y se impulsaba con todas sus fuerzas, de manera que parecía que sus piernas no le servían sino de soporte, mientras que el verdadero motor era el brazo derecho que transmitía su fuerza al suelo por medio del bastón —como los barqueros de río se sirven de la pértiga—. La mochila estaba siempre vacía, o casi vacía, pues, que se supiera, no contenía sino el bocadillo y una capa impermeable hasta la cadera, con capucha, bien doblada, que el señor Sommer se ponía cuando le sorprendía un chaparrón.

¿Y adónde le llevaban sus caminatas? ¿Cuál era el destino de sus marchas interminables? ¿Por qué y para qué andaba el señor Sommer doce, catorce o dieciséis horas al día? No se sabía.

Poco después de la guerra, cuando los Sommer se instalaron en el pueblo, estas excursiones no hubieran llamado la atención, ya que entonces todo el mundo iba a pie y con la mochila al hombro. No había gasolina ni coches, sólo un autobús al día y nada para calentarse ni para comer, y muchas veces, para conseguir un par de huevos, harina, patatas, un kilo de bolas de carbón o, simplemente, papel de carta u hojas de afeitar, había que caminar varias horas y transportar las compras a casa en un carrito o una mochila. Pero al cabo de un par de años ya había de todo en el pueblo, el carbón te lo traían a casa y el autobús hacía cinco viajes al día. Y, al cabo de otros dos años, el carnicero tenía coche, y después lo tuvo también el alcalde y, después, el dentista, y el pintor Stanglmeier iba en moto y su hijo en velomotor, el autobús todavía hacía tres viajes al día y a nadie se le hubiera ocurrido caminar cuatro horas para ir a la ciudad cuando tenía que hacer unas compras o renovar el pasaporte. A nadie, excepto al señor Sommer. El señor Sommer seguía yendo a pie. Por la mañana, temprano, se colgaba la mochila a la espalda, cogía el bastón y se marchaba deprisa, por el campo, por carreteras principales y secundarias, cruzaba bosques, daba la vuelta al lago, iba a la ciudad y volvía, recorría los pueblos… hasta la noche.

Pero lo curioso era que no hacía recado alguno. No llevaba ni traía nada. La mochila estaba siempre vacía, si exceptuamos el bocadillo y el impermeable. No iba a Correos ni al Ayuntamiento; eso lo dejaba para su mujer. Tampoco hacía visitas ni se paraba. Cuando iba a la ciudad, no entraba en ningún sitio a comer ni a tomar un trago, ni siquiera se sentaba en un banco a descansar unos minutos, sino que daba media vuelta y volvía rápidamente a casa o adónde fuera. Si alguien le preguntaba: «¿De dónde viene, señor Sommer?» o «¿Adónde va?», él movía la cabeza de mala gana, como si tuviera una mosca en la nariz y murmuraba unas palabras que casi no se entendían o se entendían a medias, algo así como: «Me­voy­un­momento­a­la­montaña­la­escuela… ahora­mismo­a­dar­la­vuelta­al­lago… he­de­volver­a­la­ciudad… voy­deprisa­no­tengo­tiempo…» Y antes de que uno pudiera preguntar «¿Qué? ¿Cómo? ¿Adónde?», él, dándose impulso con el bastón, ya se había ido.

Una sola vez le oí al señor Sommer una frase completa, una frase clara y bien articulada que aún me suena en los oídos. Fue un domingo de finales de julio, por la tarde, durante una fuerte tormenta. El día había amanecido hermoso, radiante, sin una sola nube en el cielo y al mediodía hacía aún tanto calor que no hubieras hecho más que beber té frío con limón. Mi padre, como tantos otros domingos, me había llevado a las carreras de caballos, porque él iba a las carreras todos los domingos. Desde luego, no a apostar —dicho sea de paso— sino por afición. Aunque él nunca había montado a caballo, era un apasionado de la hípica y un entendido. Por ejemplo, podía recitar de memoria, al derecho y al revés, todos los ganadores del Derby alemán desde 1869 y los del Derby inglés y del Prix de l’Arc de Triomphe francés, por lo menos, los más importantes, desde 1910. Sabía qué caballo prefería la tierra blanda y qué caballo la tierra seca, por qué los caballos viejos saltaban obstáculos y los jóvenes no corrían más de 1.600 metros, cuánto pesaba el jockey y por qué la esposa del propietario llevaba en el sombrero una cinta con los colores rojo, verde y oro. Su biblioteca sobre hípica constaba de más de quinientos tomos, y hacia el fin de su vida llegó incluso a tener un caballo —mejor dicho, medio— que, para indignación de mi madre, compró por seis mil marcos, para hacerlo correr en las carreras con sus colores, pero ésta es otra historia que contaré otro día.

Decía que habíamos estado en las carreras, y cuando a última hora de la tarde volvíamos a casa, aún hacía calor, incluso más calor y más bochorno que al mediodía, pero el cielo ya se había cubierto con una fina bruma y hacia el oeste se alzaban unas nubes gris plomo con bordes de color amarillo purulento.

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