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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Cuento

La Historia del señor Sommer (5 page)

Apareció en la puerta de su caserón en falda y camiseta, pero no una camiseta de señora, sedosa y con puntillas, sino de punto de algodón, como la que llevábamos los chicos para hacer gimnasia, y de aquella camiseta de gimnasia asomaban unos brazos arrugados y un cuello flaco y con pellejos. Y lo que había debajo de la camiseta era tan liso como una tabla. A pesar de todo —como ya he dicho— ella insistía en lo de «señorita» antes del Funkel porque —como solía explicar sin que nadie se lo preguntara—, de lo contrario, los hombres podían pensar que estaba casada, cuando en realidad era una muchacha soltera, en edad de merecer. Naturalmente, esta explicación era puro disparate, porque no podía haber en todo el mundo un hombre que pudiera casarse con la vieja, bigotuda y escuálida Marie-Louise Funkel.

En realidad, la señorita Funkel se llamaba «señorita Funkel» porque, aunque hubiera querido, no habría podido llamarse «señora Funkel», pues ya había una señora Funkel… o tal vez debería decir que todavía había una señora Funkel. Porque la señorita Funkel tenía madre. Y, si la señorita Funkel era vieja, no sabría decir lo que era la señora Funkel: decrépita, arcaica, fósil… Debía de tener, por lo menos, cien años. La señora Funkel era tan vieja que puede decirse que estaba en el mundo de un modo muy limitado, más bien como un mueble, como una mariposa disecada o como un jarrón de un cristal muy fino y frágil, más que como una persona de carne y hueso. No se movía, no hablaba y no sé lo que oiría o vería, porque nunca la vi más que sentada. Sentada en un sillón de orejas, al fondo de la sala del piano, junto a un reloj de pie —asomando su cabecita de tortuga, en verano, de un vestido de tul blanco y, en invierno, de una bata de terciopelo negro—, muda, quieta, olvidada. Sólo en los casos excepcionales en que un alumno había estudiado con especial aplicación y tocado los estudios de Czerny de modo impecable, al término de la clase la señorita Funkel iba hasta el centro de la habitación y gritaba en dirección al sillón de orejas: «¡Ma! —llamaba «Ma» a su madre—. ¡Da una galleta al chico, que ha tocado muy bien!» Y tenías que cruzar toda la sala hasta el rincón del sillón de orejas y extender la mano hacia la vieja momia. Y la señorita Funkel volvía a gritar «¡Dale una galleta, Ma!».

Entonces, con una lentitud indescriptible, de entre los pliegues de tul o del interior de la bata de terciopelo negro, salía una mano azulada, temblorosa y delicada como el cristal, sin que ni los ojos ni la cabeza de tortuga siguieran el movimiento, que iba hacia la derecha, por encima del brazo del sillón, en dirección a la mesita en la que había una fuente de galletas, cogía una galleta, casi siempre dos obleas rellenas de una crema blanca, transportaba la galleta lentamente por encima de la mesa, del brazo del sillón de orejas y del regazo, hacia la abierta mano infantil y la depositaba en ella como si fuera una moneda de oro. A veces, los dedos de la anciana te rozaban la mano un momento y se te ponía la carne de gallina, porque tú esperabas sentir un contacto frío, como el de un pez, y notabas un roce cálido e increíblemente delicado, fugaz y no obstante estremecedor, como de un pájaro que se te escapara, murmurabas tú «Muchas gracias, señora Funkel» y salías deprisa de aquella habitación y de aquella casa oscura, al aire y al sol.

No sé cuánto tiempo necesité para aprender el misterioso arte de la bicicleta. Lo único que sé es que aprendí solo, con una mezcla de aversión y obstinado empeño, en un pequeño desfiladero del bosque que hacía un poco de pendiente, donde nadie podía verme. Las paredes de cada lado eran escarpadas y estaban pobladas de vegetación, de manera que, en los momentos difíciles, encontraba asidero y, en las caídas, un mullido suelo de hojas y tierra blanda. Hasta que, por fin, después de muchos intentos fallidos, asombrosa y repentinamente, me sostuve. A pesar de mis reparos y escepticismo, empezaba a moverme sobre dos ruedas, ¡qué sensación de incredulidad y orgullo! En la terraza de nuestra casa y en el césped adyacente hice una demostración ante la familia reunida, entre los aplausos de mis padres y las risas de mis hermanos. Finalmente, mi hermano me instruyó en las reglas más importantes de la circulación urbana, especialmente la de ir siempre por la derecha, siendo la derecha el lado del manillar en el que se encontraba el freno de mano
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y desde entonces, una vez por semana, el miércoles por la tarde, de tres a cuatro, iba a casa de la señorita Funkel para la lección de piano. Desde luego, para mí no contaban los trece minutos y medio que mi hermano fijara para el trayecto. Mi hermano tenía cinco años más que yo y una bicicleta con manillar de carreras y tres velocidades, mientras que yo tenía que pedalear de pie en la bicicleta de mi madre, que era demasiado grande para mí. Yo no llegaba con los pies a los pedales ni aun bajando el sillín hasta el tope y tenía que elegir entre pedalear o sentarme, lo cual hacía la locomoción ineficaz, fatigosa y ridícula. Bien lo sabía yo: tenía que arrancar pedaleando de pie, y cuando la bicicleta había tomado velocidad me sentaba en el inseguro sillín con las piernas abiertas o encogidas, hasta que se agotaba el impulso y entonces buscaba los pedales que todavía giraban y pedaleaba otra vez. Con esta técnica de pedaleo intermitente, salía de casa, bordeaba el lago, cruzaba Obernsee y llegaba a casa de la señorita Funkel en veinte minutos, ¡eso, si no ocurría ningún incidente! Y los incidentes abundaban. Porque yo podía avanzar, maniobrar, frenar, subir y bajar de la bicicleta, etcétera, pero no podía adelantar, ceder el paso ni cruzarme con alguien. En cuanto se oía el más leve zumbido del motor de un coche, en cualquier sentido, yo frenaba, me apeaba y esperaba hasta que el coche hubiera pasado. Si ante mí aparecía otro ciclista, yo paraba y esperaba hasta que hubiera pasado. Para adelantar a un peatón, antes de llegar a su lado, bajaba de la bicicleta, echaba a correr y, cuando lo había dejado atrás, volvía a montar. Tenía que tener el campo despejado delante y detrás de mí para poder circular, y si no me observaba nadie, mejor. Luego, a mitad del camino entre Unternsee y Obernsee, estaba el perro de la señora Hartlaub, un foxterrier antipático que se pasaba el día en la calle y que se lanzaba ladrando contra todo lo que tuviera ruedas. Sólo podías escapar de sus ataques acercando la bicicleta al bordillo, parando hábilmente junto a la cerca y, agarrado a ella con las piernas levantadas, esperando hasta que la señora Hartlaub llamaba a la bestia. No es, pues, de extrañar que en estas circunstancias, muchas veces no me bastaran veinte minutos para hacer el viaje hasta el otro extremo de Obernsee; y, para tener la seguridad de llegar puntualmente a casa de la señorita Funkel, me acostumbré a salir a las dos y media.

Si antes dije que, de vez en cuando, la señorita Funkel pedía a su madre que diera una galleta a un alumno, también puntualicé que ello ocurría excepcionalmente. No era lo habitual, porque la señorita Funkel era una profesora muy severa y exigente. Si estudiabas las lecciones a lo chapucero o te equivocabas en el solfeo, ella movía la cabeza de modo amenazador, se ponía muy colorada, te daba un codazo en el costado, agitaba furiosamente los dedos en el aire y te gritaba. Viví la peor de estas escenas aproximadamente un año después del comienzo de las clases, y me impresionó de tal modo que aún hoy la recuerdo con agitación. Una tarde llegué con diez minutos de retraso. El foxterrier de la señora Hartlaub me había tenido mucho rato agarrado a la cerca del jardín, me había cruzado con dos coches y había adelantado a cuatro peatones. Cuando llegué a casa de la señorita Funkel, ella paseaba por la sala con la cara colorada, moviendo la cabeza y agitando los dedos en el aire.

—¿Sabes qué hora es? —gruñó.

Yo no dije nada. No tenía reloj. No me regalaron mi primer reloj hasta que cumplí trece años.

—¡Mira! —dijo señalando la pared de la habitación en la que, junto a la inmóvil Ma Funkel, estaba el reloj—. ¡Casi las tres y cuarto! ¿Dónde estabas?

Yo, tartamudeando, empecé a hablar del perro de la señora Hartlaub, pero ella no me dejó terminar:

—¡Perro! —me atajó—. ¡Conque jugando con un perro! ¡Y comiendo un helado! ¡Si os conozco! ¡Estáis siempre en el quiosco de la señora Hirt sin pensar más que en comer helados!

¡Esto era una injusticia! ¡Decir que me había comprado un helado en el quiosco de la señora Hirt! ¡Si yo no tenía asignación! Eso lo hacían mi hermano y sus amigos. Ellos se dejaban todo el dinero en el quiosco de la señora Hirt. ¡Pero yo no! ¡Yo tenía que mendigar cada helado a mi madre o a mi hermana! ¡Y ahora, después de pedalear con sobresaltos y sudores, tener que oír la acusación de que había estado comiendo un helado en el quiosco de la señora Hirt! ¡Ante tanta injusticia, me quedé sin habla y me eché a llorar!

—¡Basta de lágrimas! —gritó la señorita Funkel—. ¡Saca tus cosas y vamos a ver lo que has aprendido! Probablemente, tampoco habrás estudiado.

En esto, desgraciadamente, no le faltaba razón. En efecto, durante la semana anterior, yo no había estudiado prácticamente nada. En primer lugar porque tenía cosas más importantes que hacer, y en segundo lugar porque las lecciones que me había puesto eran asquerosamente difíciles, de fugas y canon, mano derecha y mano izquierda, cada una por su lado, una aquí mismo, la otra, allá abajo, con un ritmo absurdo y unas pausas extrañas, y que, además, sonaban fatal. El compositor se llamaba Hässler, si no me equivoco. ¡Que lo lleve el diablo!

A pesar de todo, creo que hubiera salido airoso con las dos piezas, de no ser por las peripecias del viaje —sobre todo, el ataque del foxterrier de la señora Hartlaub— y la bronca. Total, que estaba temblando y sudando, con los ojos empañados por las lágrimas, sentado al piano, con ochenta y ocho teclas y los estudios del señor Hässler delante, y la señorita Funkel, que me resoplaba en la nuca con indignación, detrás… Fracasé estrepitosamente. Todo lo confundía, claves de do y claves de sol; corcheas y semicorcheas, izquierda y derecha… No había llegado ni al final de la primera línea cuando teclas y notas saltaron en un caleidoscopio de lágrimas. Dejé caer las manos y lloré mansamente.

—¡Lo que me figuraba! —siseó ella detrás de mí, y yo sentí en la nuca su saliva nebulizada—. ¡Lo que me figuraba! Llegar tarde, comer helado, dar excusas, eso sí saben hacerlo los señoritos. Pero estudiar, no. ¡Espera, jovencito! ¡Yo te enseñaré!

Y, con estas palabras, se puso en pie de un salto, se incrustó en la banqueta a mi lado, me cogió la mano derecha con las dos suyas y fue poniendo cada dedo en la tecla dispuesta por el señor Hässler: «¡Éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y el pulgar, aquí! ¡Y el mayor, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí…!»

Cuando acabó con la mano derecha, le tocó el turno a la izquierda, con el mismo procedimiento: «¡Éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí…!»

Me apretaba los dedos como si quisiera embutirme la lección en las manos, nota a nota. Fue bastante doloroso y duró una media hora. Luego, por fin, me soltó, cerró el libro y siseó: «¡El próximo día tienes que sabértelo, jovencito! ¡Y no con el libro delante, sino de memoria, y alegro, o te enterarás de quién soy yo!». A continuación, abrió una gruesa partitura a cuatro manos y la puso en el atril con brusquedad. «Ahora, diez minutos de Diabelli, a ver si aprendes de una vez a leer las notas. ¡Y pobre de ti como te equivoques!»

Yo asentí dócilmente y me enjugué las lágrimas con las mangas. Diabelli era un compositor amigo, no un verdugo como el temible Hässler. Era tan fácil que rayaba en lo simple, y, no obstante, sonaba estupendamente. A mí me gustaba Diabelli, por más que mi hermana dijera: «Aunque no sepas piano, puedes tocar a Diabelli.»

De manera que tocamos un estudio de Diabelli a cuatro manos, la señorita Funkel, a la izquierda, los graves; y yo, a la derecha, con las dos manos al unísono, los agudos. Durante un rato, todo fue como una seda. Yo me sentía cada vez más seguro y daba gracias a Dios por haber creado al compositor Antón Diabelli, pero, con la euforia, olvidé que la pequeña sonatina en sol mayor tenía notación y marcaba al principio un fa sostenido; esto significaba que, a la larga, no podías pasearte tranquilamente sólo por las blancas sino que, en determinados pasajes, sin más aviso, tenías que pulsar una negra, precisamente el fa sostenido que estaba justo debajo del sol. La primera vez que en mi parte apareció el fa sostenido, no lo reconocí, pulsé la tecla de al lado y di un fa, desafinando lamentablemente, como todo aficionado a la música puede imaginar.

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