La hora del ángel (3 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

Cuatro santos ocupaban sus nichos correspondientes en el retablo: san José con su inevitable lirio, el gran san Francisco de Asís, el beato Junípero Serra sosteniendo en la mano derecha una pequeña maqueta de la misión, y un desconocido en lo que a mí respecta, el beato Kateri Tekakwitha, un santo indio.

Pero era la parte central del retablo lo que me absorbía por completo durante la misa. Allí estaba el crucificado envuelto en luz, con las manos y los pies ensangrentados, y sobre él una figura barbada de Dios Padre, situado bajo los rayos dorados que brotaban de una paloma blanca. Era la Trinidad, aunque tal vez un protestante no la reconocería en las tres personas reproducidas de una forma tan literal.

Cuando piensas en que Jesús se hizo hombre para salvarnos, bueno, las figuras de Dios Padre y del Espíritu Santo en forma de paloma llegan a parecerte enigmáticas, y conmovedoras. El Hijo de Dios, después de todo, sí tenía un cuerpo.

Sea como fuere, la imagen me maravillaba, y disfrutaba de ella. No me preocupaba que fuera literal o sofisticada, mística o terrenal. Era hermosa, brillante, e incluso cuando hervía de rabia me consolaba verla. Me confortaba que a mi alrededor otras personas la adoraran, me vivificaba encontrarme en un lugar sagrado o al que venía la gente para entrar en contacto con lo sublime. No lo sé. Expulsaba los remordimientos de mi mente y me limitaba a mirar lo que tenía delante, del mismo modo que cuando estoy trabajando y me dispongo a acabar con una vida.

Tal vez miraba desde mi banco aquel crucifijo como se hace con un amigo con el que te has enfadado y al que dices: «Bueno, aquí estás otra vez, y sigo estando furioso contigo.»

Debajo del Señor en agonía estaba su Santa Madre en la forma de Nuestra Señora de Guadalupe, a la que siempre he admirado.

En esa última visita, pasé horas mirando la pared dorada.

No era fe. Era arte. El arte de una fe olvidada, el arte de una fe negada. Era excesivo, era sublime y de alguna forma consolador, por más que yo dijera: «No creo en ti, nunca te perdonaré que no seas real.»

Después de la misa, aquella última vez, saqué el rosario que llevaba conmigo desde niño, y lo recité, pero sin meditar en los antiguos misterios que no significaban nada para mí. Me limité a sumergirme en el mantra de aquel sonsonete. «Ave María, llena eres de gracia, como si creyera que existes, ahora y en la hora de nuestra muerte amén, al infierno con ellos, ¿todavía estás ahí?»

Ya veis, desde luego yo no era el único hombre abatido de este planeta que oía misa. Pero era uno de la minoría muy reducida que prestaba atención, murmuraba las respuestas y a veces incluso cantaba los himnos. A veces incluso iba a comulgar, desafiante y consciente de que estaba en pecado mortal. Después me arrodillaba con la cabeza inclinada y pensaba: «Esto es el infierno. Esto es el infierno. Y el infierno será peor que esto.»

Siempre ha habido grandes y pequeños criminales que asistían con sus familias a misa y a las ceremonias relacionadas con los sacramentos. No hace falta mencionar al mafioso italiano de la leyenda cinematográfica que asiste a la primera comunión de su hija. ¿No es lo que hacen todos?

Yo no tenía familia. No tenía a nadie. No era nadie. Iba a la misa por mí mismo, que no era nadie. En mis dossiers en la Interpol y el FBI, eso era lo que pone: «No es nadie. Nadie sabe qué aspecto tiene, ni de dónde ha venido, ni dónde aparecerá la próxima vez.» Ni siquiera saben si trabajo para algún hombre.

Como he dicho antes, para ellos yo era un modus operandi, y les llevó años determinarlo, enumerar con vaguedad los disfraces mal observados por los vídeos de vigilancia, sin utilizar palabras demasiado precisas. Con frecuencia describían los golpes con errores sustanciales respecto de lo que en realidad había ocurrido. Pero casi acertaban en una cosa: yo no era nadie. Era un muerto que rondaba por ahí en el interior de un cuerpo vivo.

Y trabajaba sólo para un hombre, mi jefe, al que en el fondo de mi corazón llamaba el Hombre Justo. Sencillamente nunca se me ocurrió trabajar para alguien más. Y nadie más podría haber recurrido a mí para un trabajo, y nunca nadie lo hizo.

El Hombre Justo podría haber sido el Dios Padre barbudo del retablo, y yo su hijo ensangrentado. El Espíritu Santo sería el acuerdo que nos ataba, porque estábamos atados, eso es seguro, y nunca dejé que mis pensamientos fueran más allá de las órdenes del Hombre Justo.

Eso es una blasfemia. ¿Y qué?

¿Cómo sabía yo todas esas cosas sobre los dossiers de la policía y los archivos de las agencias? Mi querido jefe tenía sus contactos, y se reía mientras me contaba por teléfono toda la información que le llegaba por esa vía.

Él sabía cuál era mi aspecto. La noche en que nos conocimos, diez años atrás, y con él yo fui yo mismo. El hecho de no haberme vuelto a ver durante todos esos años le inquietaba.

Pero yo siempre estaba ahí cuando me llamaba, y en cada ocasión en que me deshacía de un teléfono móvil, lo llamaba para darle el nuevo número. Al principio me ayudó a conseguir los papeles falsos, los pasaportes, los permisos de conducir y esas cosas. Pero hacía mucho tiempo que yo había aprendido a adquirir ese tipo de material por mí mismo, y a confundir a las personas que me lo proporcionaban.

El Hombre Justo sabía que yo era leal. No pasaba una semana sin que lo llamara, tanto si él se había puesto en contacto conmigo como si no. A veces se me cortaba de pronto la respiración al oír su voz, sólo porque seguía allí, porque el destino no lo había apartado de mí. Después de todo, si un hombre es tu vida entera, tu vocación, tu búsqueda, has de temer perderlo.

—Lucky, quiero sentarme contigo —me decía a veces—. Ya sabes, igual como solíamos estar aquel primer par de años. Tengo ganas de saber qué es de ti.

Yo reía lo más suavemente que podía.

—Me gusta el sonido de tu voz, jefe —decía.

—Lucky —me dijo una vez—, ¿sabes tú mismo qué es de ti?

Aquello hizo que me echara a reír, pero no de él, sino de todo.

—¿Sabes, jefe? —le dije en más de una ocasión—, hay cosas que me gustaría preguntarte, como quién eres en realidad, y para quién trabajas. Pero no te lo pregunto, ¿verdad?

—Las respuestas te sorprenderían —dijo—. Ya te dije una vez, muchacho, que trabajas para los Chicos Buenos.

Y así quedó la cosa.

«Los Chicos Buenos.» ¿La pandilla buena, la buena organización? ¿Cómo podía yo saber cuál era? Y qué importancia tenía, puesto que yo hacía exactamente lo que él me pedía que hiciera, de modo que ¿cómo podía ser bueno?

Pero yo soñaba de vez en cuando que él estaba del lado bueno de las cosas, que el gobierno lo apoyaba, lo limpiaba, y me convertía a mí en un soldado de infantería, en una persona válida. Por eso podía llamarlo el Hombre Justo, y decirme a mí mismo: «Bueno, puede que sea del FBI después de todo, o quizá de la rama de la Interpol que trabaja en el interior del país. Puede que estemos haciendo algo razonable.» Pero la verdad es que no lo creía. Yo mataba. Lo hacía para ganarme la vida. No lo hacía por otra razón que para seguir viviendo. Mataba a gente. Los asesinaba sin previo aviso y sin explicaciones de por qué lo hacía. El Hombre Justo podía ser uno de los Chicos Buenos, pero ciertamente yo no lo era.

—¿No tendrás miedo de mí, verdad, jefe? —le pregunté una vez—. De que yo esté un poco fuera de mis cabales y algún día me rebele o te persiga. Porque no has de tener miedo de mí, jefe. Soy la última persona que tocaría ni siquiera un pelo de tu cabeza.

—No tengo miedo de ti, hijo —contestó—. Pero me preocupa que estés ahí fuera. Me preocupa porque eras un crío cuando te enrolé. Me preocupa... saber cómo pasas las noches. Eres el mejor que he tenido, y a veces me parece demasiado fácil llamarte y que estés siempre ahí, y que las cosas vayan a la perfección, y yo tenga que gastar tan poca saliva.

—Te gusta hablar, jefe, es una de tus características. A mí no. Pero voy a decirte algo. No es fácil. Es excitante, pero nunca es fácil. Y a veces me deja sin respiración.

No recuerdo qué me contestó cuando le hice esa pequeña confesión, pero sí que habló mucho rato y que dijo, entre otras cosas, que chequeaba cada cierto tiempo a todas las personas que trabajaban para él. Las veía, las conocía, las visitaba.

—Eso no va conmigo, jefe —le aseguré—. Lo que oyes es lo que vas a tener.

Y ahora tenía que hacer un trabajo en la Posada de la Misión.

La llamada llegó la noche pasada y me despertó en mi apartamento de Beverly Hills. Y la aborrecí.

___2___

Del amor y la lealtad

Como dije antes, en el hotel de Riverside llamado la Posada de la Misión nunca hubo una misión de verdad, como la de San Juan Capistrano.

Era una fantasía, un hotel gigantesco lleno de patios, glorietas y claustros como los de una misión, con una capilla para las bodas y multitud de encantadores detalles decorativos góticos, incluidas pesadas puertas ojivales de madera, estatuas de san Francisco en nichos, incluso campanarios y la campana más antigua que se conoce de la cristiandad. Era un conglomerado de elementos que sugerían el mundo de las misiones desde un extremo de California al otro. Era un homenaje que la gente encontraba más vertiginoso y a veces más hermoso que las misiones de verdad, que sólo eran residuos de sí mismas. La Posada de la Misión era también algo indefectiblemente vivo, cálido e invitador, que vibraba con los ecos de voces alegres, alborotos y risas.

Supongo que desde el principio fue un lugar laberíntico, pero en las manos de los nuevos propietarios se había desarrollado de tal modo que ahora disponía de todas las comodidades de un hotel de la gama más alta.

Pero fácilmente podías perderte en él al pasear por sus muchas galerías, seguir sus innumerables escaleras, vagar de patio en patio, o sencillamente intentar encontrar tu habitación.

La gente crea esos ambientes extravagantes porque tiene visión, amor a la belleza, esperanzas y sueños.

Muchas mañanas, desde temprano la Posada de la Misión rebosaba de gente feliz, de novias fotografiadas en las escalinatas, familias que paseaban alegres por las terrazas, fiestas animadas en los numerosos restaurantes iluminados, pianos que sonaban, voces que cantaban, incluso tal vez un concierto en la sala de música. El ambiente era siempre festivo, y me envolvía y me apaciguaba siquiera por un corto rato.

Yo compartía el amor a la belleza que impulsaba a los propietarios del lugar, y también el amor a lo excesivo, el amor a una visión llevada hasta extremos casi divinos.

Pero yo no tenía planes ni sueños. Era estrictamente un mensajero, un propósito personificado, un «ve y haz esto» en lugar de un hombre.

Pero, una y otra vez el sin hogar, el sin nombre, el sin sueños, volvía a la Posada de la Misión.

Podéis decir que me gustaba el hecho de que fuera un lugar sobrecargado y absurdo. No sólo era un homenaje a todas las misiones de California, además daba el tono arquitectónico a una parte de la ciudad. Había campanas en las farolas de las calles vecinas. Había edificios públicos construidos en el mismo «estilo Misión». Me gustaba el hecho de que de forma consciente se hubiese creado esa continuidad. Todo era prefabricado, del mismo modo que yo era prefabricado. Era una invención, como yo mismo era una invención a la que había puesto por accidente la etiqueta de Lucky el Zorro.

Siempre me sentía bien al cruzar el arco de la entrada conocida como el campanario, por sus múltiples campanas. Me gustaban los helechos gigantes y las altísimas palmeras con sus esbeltos troncos envueltos en luces titilantes. Me gustaban los arriates de petunias de colores vivos que flanqueaban la entrada.

En cada una de mis peregrinaciones, pasaba buena parte de mi tiempo en los espacios públicos. Con frecuencia me dirigía al lobby inmenso y oscuro para contemplar la estatua de mármol blanco del niño que se arranca la espina del pie. Aquel interior en penumbra me relajaba. Me gustaban las risas y la alegría de las familias. Tomaba asiento en uno de los grandes y cómodos sillones, respiraba el polvo y observaba a la gente. Me gustaba el sentimiento amistoso que parecía fluir de aquel lugar.

Nunca dejaba de entrar a almorzar en el restaurante de la Posada de la Misión. La piazza era hermosa, con sus muros de varios pisos de altura, sus ventanas redondas y sus terrazas arqueadas, y yo tomaba prestado el New York Times para leerlo mientras comía bajo la protección de docenas de sombrillas rojas que se solapaban.

Pero el interior del restaurante no era menos atractivo, con sus paredes bajas de azulejos brillantes, y las arcadas de color beige con guirnaldas de enredaderas verdes hábilmente pintadas. El techo envigado estaba pintado como un cielo azul con nubes e incluso pequeños pájaros. Las puertas interiores, rematadas en arcos y ajimezadas, eran acristaladas, y otras puertas similares que se abrían a la piazza iluminaban el interior con la luz solar. El agradable parloteo de otras personas era como el murmullo del agua que brotara de una fuente. Encantador.

Vagaba por los oscuros pasillos y las distintas áreas cubiertas por alfombras decorativas y polvorientas.

Me detuve en el atrio delante de la capilla de San Francisco, y mis ojos recorrieron el dintel de la puerta, profusamente decorado, copia en cemento de una obra maestra de estilo churrigueresco. Me enternecía echar una ojeada a los inevitablemente lujosos y aparentemente eternos preparativos de boda, con la comida dispuesta en bandejas de plata sobre los manteles de las mesas, y la gente impaciente moviéndose alrededor.

Subí a la galería superior y, apoyado en la barandilla verde de hierro, miré abajo a la piazza del restaurante y, del otro lado, al inmenso reloj de Núremberg. Solía esperar el momento de las campanadas, cada cuarto de hora, para ver las lentas evoluciones de las figuras que salen del interior de la caja.

Todos los relojes me imponen respeto. Cuando mataba a alguien, paraba su reloj. ¿Y qué hacen los relojes sino medir el tiempo de que disponemos para hacer algo, para descubrir algo en nuestro interior que no sabíamos que estaba allí?

A menudo pensaba en el Fantasma de Hamlet cuando mataba a alguien. Recordaba su trágica lamentación ante su hijo: «Segado en plena flor de mis pecados..., con mis cuentas por hacer y enviado a juicio con todas mis imperfecciones sobre mi cabeza.»*

Pensaba en cosas así cada vez que meditaba sobre la vida y la muerte, o sobre los relojes. No había nada en la Posada de la Misión (ni la sala de música, ni la sala china, ni el último rincón o la menor grieta), que no amara con un amor total.

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