La hora del ángel (2 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

Me demoré en los claustros recoletos porque me gustan los suelos antiguos, de losas irregulares. Me divertí mirando el mundo exterior desde debajo de los arcos. Los arcos de medio punto siempre me han infundido una sensación de paz. Los arcos de medio punto definían la misión, y también la Posada de la Misión.

Me proporcionaba un placer especial en Capistrano el hecho de que la disposición de la misión fuera un antiguo diseño monástico repetido en monasterios de todo el mundo, y que Tomás de Aquino, mi héroe santo de cuando era niño, posiblemente pasó horas paseando por un claustro así, con sus soportales y sus senderos bien definidos en el exterior, y sus inevitables flores.

A lo largo de la historia, los monjes repitieron ese diseño una y otra vez como si los ladrillos y el mortero pudieran de alguna manera mantener a distancia un mundo malvado, y salvaguardarlos para siempre a ellos y a los libros que escribían.

Me quedaba mucho tiempo entre los gruesos muros en ruinas de la gran iglesia de Capistrano.

Un terremoto había destruido el lugar en 1812, y todo lo que quedó era un gran hueco, un santuario sin techo con nichos vacíos y de unas dimensiones estremecedoras. Yo miraba los cascotes de ladrillo y cemento esparcidos al azar aquí y allá, como si tuvieran algún significado para mí, algún sentido como el de la música de Laconsagración de la primavera, alguna relación con el hundimiento y la ruina de mi propia vida.

Era yo un hombre sacudido por un terremoto, un hombre paralizado por una disonancia. Lo sabía muy bien. Pensaba en ello todo el tiempo, aunque intentaba no hacerlo de forma continuada. Intentaba aceptar lo que parecía ser mi destino. Pero si no crees en el destino, bueno, pues no te resulta fácil.

En mi visita más reciente estuve hablándole a Dios en la capilla Serra y diciéndole cuánto aborrecía que Él no existiese. Le dije que la ilusión de que Él existía era perversa, lo injusto que era hacerles eso a los hombres mortales, y en especial a los niños, y cuánto lo detestaba por esa razón.

Lo sé, lo sé, no tiene sentido. Yo hacía un montón de cosas que no tenían sentido. Ser un asesino y nada más no tenía sentido. Y, probablemente, era la razón de que cada vez con más frecuencia diera vueltas y más vueltas por los mismos lugares, libre de mis muchos disfraces.

Leía libros de historia a todas horas como si creyera que Dios había actuado en más de una ocasión en la historia para salvarnos de nosotros mismos, pero no lo creía en absoluto, y mi mente estaba abarrotada de datos aleatorios sobre una edad o un personaje famoso. ¿Por qué había de hacer algo así un asesino?

Uno no puede ser un asesino en todos los momentos de su vida. Algo de humanidad tiene que aflorar en algún momento, algún deseo de comportarte de forma normal, a pesar de lo que hagas.

Por eso yo tenía mis libros de historia, y las visitas a aquellos lugares que me recordaban los tiempos en los que leía con un entusiasmo nebuloso, ocupando mi mente con narraciones para no dejar que, despejada, se volviera hacia sí misma.

Y tenía que agitar mi puño delante de Dios por lo absurdo de todo aquello. Y me hacía bien, sólo a mí. Él no existía en realidad, pero yo podía tenerlo de aquella manera, con mi rabia, y me gustaban esos momentos de conversación con las ilusiones que tanto habían significado para mí en otros tiempos, y ahora sólo me inspiraban rabia.

Tal vez cuando te educas en el catolicismo conviertes en un ritual toda tu vida. Vives en un teatro de la mente porque eres incapaz de salirte de ahí. Te quedas enganchado de por vida a un período de dos mil años porque has crecido con la conciencia de pertenecer a ese período.

Muchos norteamericanos creen que el mundo fue creado el día en que ellos nacieron, pero los católicos retrotraen el comienzo del mundo a Belén e incluso más allá, y lo mismo hacen los judíos, incluso los más laicos, al recordar el Éxodo y las promesas anteriores de Abraham. Yo nunca he contemplado las estrellas de la noche o las arenas de una playa sin recordar las promesas de Dios a Abraham sobre su descendencia; y sin importar lo que yo creyera o dejara de creer además de eso, Abraham era el patriarca de la tribu a la que pertenecía, sin culpa ni virtud por mi parte.

«Acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa.»

Así es como representamos dramas en nuestro teatro mental, incluso cuando ya no creemos en el público ni en el director de la obra.

Reí al pensar en eso mientras meditaba en la capilla Serra, reí en voz alta como un loco, arrodillado allí, mientras murmuraba en la dulce y deliciosa penumbra y sacudía la cabeza.

Lo que me enloqueció en esa última visita fue que precisamente ese día se cumplían diez años desde que empecé a trabajar para el Hombre Justo.

El Hombre Justo se acordó del aniversario, habló de aniversarios por primera vez y me anunció un regalo consistente en una cantidad importante de dinero remitida ya a la cuenta bancaria suiza a través de la cual recibo por lo común mis honorarios.

La noche antes me dijo por teléfono:

—Si supiera algo de ti, Lucky, te regalaría algo más que frío dinero. Todo lo que sé de ti es que tocas el laúd, y que cuando eras niño lo llevabas siempre contigo. Me lo contaron..., eso de la música. Si no te hubiera gustado tanto tocar el laúd, tal vez nunca nos habríamos conocido. ¿Te das cuenta del tiempo que ha pasado desde que te vi? Y siempre espero que te dejes caer por aquí y traigas contigo tu precioso laúd. Cuando lo hagas, te pediré que toques para mí, Lucky. Diablos, Lucky, ni siquiera sé dónde vives en realidad.

Ahora era algo que mencionaba continuamente, que no sabía dónde vivo, porque creo que tenía miedo, en el fondo de su corazón, de que yo no confiara en él, de que mi trabajo hubiera desgastado poco a poco el amor que yo sentía por él.

Pero sí que confiaba en él. Y lo quería. No quería a nadie más que a él en el mundo. Sólo que deseaba que nadie supiera dónde vivía.

Ninguno de los lugares donde yo vivía era mi hogar, y cambiaba con frecuencia de residencia. Nada me llevaba de un sitio a otro, a excepción de mi laúd y todos mis libros. Y, por supuesto, mis pocas ropas.

En esta era de teléfonos móviles y de Internet, era muy fácil no dejar rastro. Y también muy fácil escuchar una voz íntima en un silencio teletrónico perfecto.

—Mira, puedes llamarme en cualquier momento, de día o de noche —le recordé—. Dónde viva no tiene importancia. A mí no me importa, de modo que ¿por qué había de importarte a ti? Y algún día puede que te mande una grabación de mí tocando el laúd. Te sorprenderá. Todavía lo hago bien.

Rio sin ruido. Se sentía feliz, como siempre que yo le contestaba al teléfono.

—¿Te he fallado alguna vez? —le pregunté.

—No, y yo tampoco te fallaré nunca —contestó—. Es sólo que me gustaría verte con más frecuencia. Diablos, podrías estar en París ahora mismo, o en Ámsterdam.

—No lo estoy —respondí—. Lo sabes. Los controles policiales son demasiado peligrosos. Estoy en Estados Unidos, y aquí he permanecido desde el 11-S. Más cerca de lo que piensas, y te haré una visita uno de estos días, aunque no ahora mismo, y puede que te invite a cenar. Nos sentaremos en un restaurante como seres humanos. Pero en estos momentos no estoy preparado para una reunión. Me gusta estar solo.

No hubo ningún encargo en ese aniversario, de modo que pude quedarme en la Posada de la Misión y acercarme en coche a San Juan Capistrano la mañana siguiente.

No había ninguna necesidad de decirle que en ese momento tenía un apartamento en Beverly Hills, en un rincón tranquilo y arbolado, y que al año siguiente tal vez estaría en Palm Springs o en el desierto. No había necesidad de contarle que no tenía que molestarme en disfrazarme en ese apartamento ni tampoco en sus alrededores, ni que la Posada de la Misión quedaba a tan sólo una hora de viaje.

En el pasado, nunca había salido sin alguna clase de disfraz, y advertí ese cambio en mí mismo con una fría ecuanimidad. A veces me preguntaba que si alguna vez iba a parar a la cárcel me dejarían tener mis libros.

La Posada de la Misión en Riverside, California, era mi única constante. Habría cruzado en avión todo el país para ir a Riverside. La Posada era el lugar donde prefería estar, entre todos.

El Hombre Justo había seguido hablando aquella noche.

—Hace años, te compré todas las grabaciones que había en el mundo de música de laúd, y el mejor instrumento que se podía adquirir con dinero. Y compré todos esos libros que querías. Diablos, vacié los estantes de las librerías. ¿Sigues leyendo todo el tiempo, Lucky? Sabes que deberías aprovechar las oportunidades para mejorar tu educación, Lucky. Tal vez tendría que haberme preocupado por ti un poco más de lo que lo he hecho.

—Jefe, te estás preocupando por nada. Tengo más libros ahora de los que puedo desear. Dos veces al mes, dejo una caja llena en alguna biblioteca. Estoy perfectamente.

—¿Qué me dices de un ático en alguna parte, Lucky? ¿O de unos libros raros? Tiene que haber algo que pueda regalarte, además de dinero. Un ático sería bonito, y seguro. Siempre estás más seguro cuanto más arriba estás.

—¿Seguro en el cielo? —pregunté. El hecho es que mi apartamento de Beverly Hills era un ático, pero el edificio sólo tenía cinco plantas—. A los áticos se llega normalmente de dos maneras, jefe —dije—, y a mí no me gusta verme rodeado. No, gracias.

Pero sí me sentía seguro en mi ático de Beverly Hills, que tenía las paredes forradas con libros sobre todas las épocas anteriores al siglo xx.

Durante mucho tiempo supe por qué me gustaba la historia. Era porque los historiadores hacen que todo suene coherente, intencionado, completo. Toman un siglo entero y le imponen un significado, una personalidad, un destino. Y eso, por supuesto, es falso.

Pero me aliviaba mi soledad leer esa clase de escritos, pensar que el siglo xiv era un «espejo lejano», para parafrasear un título famoso, y creer que podemos saber de épocas enteras como si hubieran existido con una continuidad maravillosa únicamente para nosotros.

Era bueno leer en mi apartamento. Era bueno leer en la Posada de la Misión.

Me gustaba mi apartamento por más de una razón. Como yo mismo sin disfraz, me gustaba pasear por el barrio suave y tranquilo y detenerme en el Hotel Four Seasons para desayunar o almorzar.

A veces me registraba en el Four Seasons sólo para estar en un lugar completamente distinto, y tenía una suite favorita con una larga mesa de comedor de granito y un gran piano negro. Tocaba el piano en esa suite, e incluso a veces cantaba con los restos de la voz que tuve en otros tiempos.

Hace años, llegué a creer que cantaría toda mi vida. Fue la música lo que me disuadió de querer ser un monje dominico..., eso y el crecer, supongo, y querer salir con chicas y anhelar ser un hombre de mundo. Pero fue sobre todo la música lo que arrasó mi alma de niño de doce años, y el encanto total del laúd. Creo que cuando tocaba aquel laúd tan hermoso me sentía superior a los chicos de la banda del garaje.

Todo aquello desapareció, y siguió desaparecido durante diez años —el laúd era ahora una reliquia—, y llegó el aniversario y no iba a darle mi dirección al Hombre Justo.

—¿Qué puedo regalarte? —siguió insistiendo—. ¿Sabes? Entré en esa tienda de libros raros el otro día, sólo por casualidad. Estaba paseando por Manhattan. Ya me conoces, yo con mis paseos. Y vi ese hermoso libro viejo sobre la Edad Media.

—Jefe, la respuesta es no —dije. Y colgué.

El día después de esa llamada telefónica charlé sobre el asunto con el Dios inexistente de la capilla Serra, al parpadeo de la luz roja del tabernáculo, y le dije que me estaba convirtiendo en un monstruo, un soldado sin guerra y un francotirador sin causa, un cantor que nunca cantaba de verdad. Como si a Él le importara.

Y luego encendí una vela a la «Nada» en que se había convertido mi vida. «Ahí va esa vela..., por mí.» Me parece que dije eso. No estoy seguro. Sé que en ese momento hablé en voz demasiado alta porque hubo personas que se dieron cuenta. Y me sorprendió, porque la gente apenas se daba cuenta nunca de mi presencia.

Incluso mis disfraces eran borrosos y pálidos.

Había ciertos puntos comunes, sin embargo, aunque dudo que nadie los advirtiera. El cabello negro peinado hacia atrás con fijador, las gruesas gafas oscuras, la gorra de visera, la cazadora de cuero, el habitual cojeo de un pie, aunque nunca el mismo pie.

Era suficiente para hacer de mí el hombre a quien nadie veía. Antes de presentarme allí como yo mismo, probé tres o cuatro disfraces en la recepción de la Posada de la Misión, y tres o cuatro nombres distintos a juego. Funcionó a la perfección. Cuando el auténtico Lucky el Zorro entraba con el alias de Tommy Crane, nadie daba la más ligera muestra de haberlo reconocido. Era demasiado bueno con los disfraces. Para los agentes que me perseguían, yo era un modus operandi, no un hombre con una cara.

En esa última ocasión salí de la capilla Serra furioso, y confuso, y desdichado, y sólo me consolé yendo a pasar el día a la pintoresca pequeña ciudad de San Juan Capistrano, y comprando una estatua de la Virgen en la tienda de regalos de la misión antes de que cerrara.

No era tan sólo una Virgen corriente, pequeña. Era una figura con el Niño Jesús, no sólo modelada en yeso sino con la ropa también enyesada. Parecía que la ropa debía de ser suave al tacto, pero no lo era. Era dura y rígida. Y dulce. El pequeño Niño Jesús tenía mucho encanto, con su cabecita inclinada a un lado, y la Virgen tenía lágrimas en la cara y dos manos que asomaban bajo el bonito manto blanco y oro. Dejé la caja en el asiento del coche y no volví a acordarme de ella.

Pero como siempre que iba a Capistrano —y esa última vez no fue una excepción—, oí misa en la nueva basílica, una gran reproducción de la iglesia derrumbada en 1812.

Me sentía muy impresionado y relajado en la Gran Basílica. Era amplia, lujosa, de estilo románico y, como tantas iglesias de ese género, luminosa. De nuevo, arcos de medio punto por todas partes. Muros exquisitamente pintados.

Detrás del altar había otro retablo dorado, uno que empequeñecía al de la capilla Serra. También éste era antiguo, traído en barco del Viejo Continente igual que el otro, y cubría todo el muro trasero del santuario hasta una altura crítica. Era abrumador, centelleante de oro.

Nadie lo sabía, pero yo enviaba dinero de vez en cuando a la basílica, casi nunca bajo el mismo nombre. Remitía giros postales con nombres inventados y ridículos. El dinero llegaba, eso era lo importante.

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