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Authors: Maurice Maeterlinck

La inteligencia de las flores (15 page)

Y cada vez que el silencio, ángel de las verdades supremas y mensajero de la incógnita especial de cada amor, descendía entre nosotros, nuestras almas parecían pedir gracia de hinojos e implorar algunas horas más de mentiras inocentes, algunas horas de ignorancia o algunas horas de infancia. .. Y sin embargo, es preciso que llegue su hora. Es el sol del amor y hace madurar los frutos del alma, como el otro sol los frutos de la tierra.

Pero no sin razón los hombres le temen, pues nunca se sabe cuál será la
calidad
del silencio que va a nacer. Si todas las palabras se parecen, todos los silencios difieren, y casi siempre todo un destino depende de la
calidad
de ese primer silencio que dos almas van a formar. Se efectúan mezclas, no se sabe dónde, porque los depósitos del silencio están situados muy por cima de los depósitos del pensamiento; y el brebaje imprevisto se vuelve siniestramente amargo o profundamente dulce. Dos almas admirables y de igual fuerza pueden crear un silencio hostil, y se harán en las tinieblas una guerra sin tregua, mientras que el alma de un presidiario
vendrá a callar
divinamente con el alma de una virgen.

No se sabe nada de antemano, y todo eso pasa en un cielo que nunca previene; por esto los seres que más se aman difieren con frecuencia el mayor tiempo posible la solemne entrada del gran revelador de las profundidades del alma...

Es que saben también —porque el amor verdadero conduce a los más frívolos al centro de la vida— es que saben también que todo lo demás eran juegos de niños en torno del recinto, y que ahora es cuando las murallas caen y la existencia se abre. Su silencio valdrá lo que valen los dioses que encierran, y si no entienden en ese primer silencio, sus almas no podrán amarse, porque el silencio no se transforma. Puede subir o bajar entre dos almas; pero
su naturaleza
no cambiará jamás, y, hasta la muerte de los seres que se quieren, tendrá la actitud, la forma y la fuerza que tenía en el momento en que, por primera vez, entró en su estancia.

A medida que se avanza en la vida, se observa que todo acontece según no sé qué inteligencia previa de que no se habla una palabra, en la cual ni siquiera se piensa, pero de la cual se sabe sin embargo que existe en alguna parte, por cima de nuestras cabezas. El más ineficaz de los hombres sonríe, a los primeros encuentros, como si fuera el antiguo cómplice del destino de sus hermanos. Y en el dominio en que nos hallamos, los mismos que más profundamente saben hablar, sienten mejor que las palabras no expresan jamás las relaciones reales y especiales que hay entre dos seres. Si os hablo en este momento de las cosas más graves, del amor, de la muerte o del destino, no alcanzo a la muerte, al amor o al destino, y, a pesar de mis esfuerzos, subsistirá siempre entre nosotros una verdad que no se ha dicho, que no se tiene siquiera la idea de decir, y sin embargo esa verdad que no ha tenido voz será la única que habrá vivido un instante entre nosotros, y no hemos podido pensar en otra cosa. Esa verdad es nuestra verdad sobre la muerte, el destino o el amor; y no hemos podido entreverla sino en silencio. Y nada, a excepción del silencio, habrá tenido importancia. «Hermanas mías, dice un niño en un cuento de hadas, cada una de vosotras tiene su pensamiento secreto y yo quiero conocerlo.»

Nosotros también tenemos algo que todo el mundo quisiera conocer, pero se oculta mucho más alto que el pensamiento secreto; es nuestro silencio secreto. Mas las preguntas son inútiles. Toda agitación de un espíritu en guardia se convierte en un obstáculo para la segunda vida que vive en ese secreto; y para saber lo que existe realmente, hay que cultivar el silencio entre sí, pues sólo en él se entreabren un instante las flores inesperadas y eternas, que cambian de forma y de color según el alma al lado de la cual uno se encuentra. Las almas se posan en el silencio, como el oro y la plata se posan en el agua pura, y las palabras que pronunciamos no tienen sentido sino gracias al silencio en que se bañan. Si digo a una persona que la amo, no comprenderá lo que quizá he dicho a otras mil; pero el silencio que siga, si la amo en efecto, mostrará hasta dónde penetraron hoy las raíces de esta palabra, y hará nacer una certidumbre silenciosa a su vez, y ese silencio y esa certidumbre no serán dos veces los mismos en una vida...

¿No es el silencio el que determina y fija la sensación del amor? Privado del silencio, el amor no tendría sabor ni perfumes eternos. No hay silencio más dócil que el del amor y es verdaderamente el único que nos pertenece.

Todos los demás grandes silencios, los de la muerte, del dolor o del destino no están a nuestra disposición; a la hora por ellos elegida, salen del fondo de los acontecimientos y avanzan hacia nosotros, y las personas a quienes no encuentran no tienen ningún reproche que hacerse. Pero podemos salir al encuentro de los silencios del amor. Gracias a éstos, los que casi no han llorado pueden vivir con las almas tan íntimamente como los que fueron muy desgraciados; por esto los que amaron mucho saben secretos que otros ignoran; pues hay, en lo que callan los labios de la amistad y del amor profundos y verdaderos, millares y millares de cosas que otros labios nunca podrán callar...

DE LAS MUJERES

En estos dominios, las leyes son también desconocidas. Sobre nuestras cabezas brilla, en el centro del cielo, la estrella del amor que nos está destinado; y todos nuestros amores nacerán, hasta el fin, en los rayos y la atmósfera de esta estrella. En vano elegiremos a derecha o a izquierda, en las alturas o en las capas inferiores; en vano, para salir de ese círculo encantado que sentimos en torno de todos los actos de nuestra vida, violaremos nuestro instinto e intentaremos elegir contra la elección de nuestra estrella; elegiremos siempre la mujer bajada del astro invariable. Y si, como don Juan, abrazamos a mil y tres, cuando llegue la noche en que los brazos se desprenden y los labios se separan, reconoceremos que la mujer que tenemos delante, la buena o la mala, la tierna o la cruel, la amante o la infiel, siempre es la misma...

A la verdad, nunca salimos del pequeño círculo de claridad que nuestro destino traza en torno de nuestros pasos, y diríase que los hombres más distantes conocen el matiz y la extensión de ese círculo infranqueable. Desde luego perciben el color de esos rayos espirituales, y esto hace que nos tiendan la mano sonriendo o que la retiren con temor. Nos conocemos todos en una atmósfera superior, y la idea que me hago de un desconocido participa inmediatamente de una verdad misteriosa y más profunda que la verdad material. ¿Quién no ha experimentado esas cosas que pasan en las regiones impenetrables de la humanidad casi astral? Si recibís una carta procedente del fondo de una isla perdida en el gran corazón de los océanos, y escrita por una mano cuya existencia ignoráis, ¿estáis bien seguro de que quien os escribe es un desconocido, y no experimentáis, en el momento de la lectura, sobre el alma que así os encuentra —sólo los dioses saben en qué esferas— certezas más infalibles y más graves que todas las certezas ordinarias? Y, por otro lado, ¿creéis que esa alma, que pensaba en la vuestra, al azar del espacio y del tiempo, no tenía también certezas análogas? Hay extraños reconocimientos por todas partes, y no podemos ocultar nuestra existencia. Al parecer, nada arroja sobre los lazos sutiles que deben existir entre todas las almas una luz más especial que esos pequeños misterios que acompañan al cambio de algunas cartas entre dos desconocidos. Es quizá una de las estrechas rendijas —miserable sin duda, pero hay tan pocas que debemos contentarnos con los resplandores más pálidos—, es quizá una de las estrechas rendijas que existen en la puerta de las tinieblas por donde podamos adivinar un instante lo que debe pasar en la gruta de los tesoros que nunca fueron descubiertos. Examinad la correspondencia pasiva de un hombre y en ella encontraréis no sé qué unidad singular. No conozco a ninguno de los que me interrogan esta mañana, y sin embargo ya sé que no podré contestar al primero de la misma manera que voy a contestar al segundo. He visto algo invisible. Y, a mi vez, si me escribe alguno a quien nunca vi, estoy seguro de que su carta no es exactamente la misma que hubiera escrito el amigo que me mira en este momento. Habrá siempre una diferencia espiritual imperceptible. Es la señal del alma que saluda invisiblemente a otra alma. Es de creer que nos conocemos en regiones que ignoramos y que poseemos una patria común adonde vamos, en que nos encontramos y de donde volvemos sin trabajo.

En esa patria común es también donde elegimos a nuestras amantes, y por esto es por lo que no nos equivocamos y por lo que nuestras amantes tampoco se equivocan. El reino del amor es ante todo el reino de las certezas, porque allí es donde las almas tienen más ocios. Allí, no tienen verdaderamente nada que hacer más que reconocerse, admirarse profundamente e interrogarse, con lágrimas en los ojos, como jóvenes hermanas que vuelven a encontrarse después de una separación, mientras que los brazos se entrelazan y los labios se entrecruzan tan lejos de ellas... Tienen en fin el tiempo de sonreírse y de vivir un instante para sí mismas en la tregua de la vida dura y cotidiana, y es quizá de las alturas de esa sonrisa y de esas miradas indecibles de donde se disemina, sobre los minutos más sosos el amor, la sal misteriosa que conserva para siempre el recuerdo del encuentro de dos bocas...

Pero no hablo aquí más que del amor predestinado y verdadero. Cuando encontramos una de las que la suerte nos ha reservado y ha hecho salir del fondo de las grandes ciudades espirituales en que vivimos sin saberlo, para enviarla a la encrucijada del camino por donde debemos pasar a la hora convenida, somos advertidos desde la primera mirada. Algunos intentan entonces violar la suerte. Es posible que pongamos furiosamente las manos sobre los párpados para no seguir viendo lo que hemos tenido que ver y que luchando con todas nuestras pequeñas fuerzas contra fuerzas eternas lleguemos a cruzar la ruta para ir hacia otra enviada que no está allí para nosotros. Pero por más que hagamos, no conseguiremos «agitar el agua muerta en las grandes cubas del porvenir.» No sucederá nada; la fuerza pura de las alturas no querrá descender y esos besos y esas horas inútiles se negarán a las horas y a los besos reales de nuestra vida...

El destino cierra a veces los ojos, pero sabe muy bien que volveremos a él antes del nuevo día, y que a él hemos de rendirnos al fin. Puede cerrar los ojos, pero el tiempo que los cierra es tiempo perdido.

La mujer parece más sujeta que nosotros a los destinos, y los sufre con una sencillez mucho más grande. No lucha nunca sinceramente contra ellos. Está más cerca de Dios y se entrega con menos reserva a la acción pura del misterio. Y por eso, sin duda, todos los acontecimientos de nuestra vida en que ella interviene parecen conducirnos hacia algo que semeja las fuentes mismas del Destino. Es a su lado, sobre todo, donde tenemos a veces, de paso, «un claro presentimiento» de una vida que no siempre parece paralela a la vida aparente. Ella nos acerca a las puertas de nuestro ser. ¿Quién sabe si no fue en uno de esos instantes profundos en que durmieron sobre su seno cuando los héroes conocieron la fuerza y la fidelidad de su estrella, y si el hombre que nunca descansó sobre el corazón de una mujer tendrá jamás el sentimiento exacto del porvenir?

Entramos una vez más en los turbados círculos de la conciencia superior. ¡Ah! ¡Cuan cierto es que en esto también «la supuesta psicología es una de esas larvas que han usurpado, en el santuario, el puesto reservado a las verdaderas imágenes de los dioses!» Porque no siempre se trata de la superficie; no se trata siquiera de las intenciones ocultas más graves. ¿Creéis por ventura que en el amor no hay más que pensamientos, actos y palabras, y que las almas no salen de esas prisiones? ¿Necesito yo saber si la que hoy abrazo es celosa y fiel, risueña o triste, sincera o pérfida? ¿Os imagináis que esas míseras palabras van a subir hasta las cúspides en que nuestras almas están sentadas y en que nuestro destino se cumple en silencio? ¿Qué me importa que me hable de lluvia o de joyas, de plumas o de alfileres, y que parezca no comprenderme? ¿Creéis que yo tenga sed de una palabra sublime, cuando siento que un alma me mira en el alma, y que no sepa que los pensamientos más admirables no tienen derecho a levantar la cabeza en presencia de los misterios? Me hallo siempre al borde del océano; y si yo fuese Platón, Pascal o Miguel Angel, y mi amada me hablase de sus pendientes, todo lo que dijera, todo lo que ella me dijese, flotaría con el mismo aspecto sobre las profundidades del mar interior que contemplamos uno en otro. Mi pensamiento más elevado no pesará en la balanza de la vida o del amor más que las tres palabritas que la criatura que me amaba me había dicho sobre sus sortijas de plata, sobre su collar de perlas o de pedazos de vidrio.

Somos nosotros los que no comprendemos, porque nos hallamos siempre en lo más bajo de nuestra inteligencia. Basta subir hasta las primeras nieves de la montaña, para que todas las desigualdades se allanen bajo la mano purificadora del horizonte que se abre. ¿Qué diferencia hay, entonces, entre una palabra de Marco Aurelio y la frase de un niño que dice que hace frío? Seamos humildes y sepamos distinguir el accidente de la esencia. Es preciso que «los palos flotantes» no nos hagan olvidar los prodigios del abismo. Los pensamientos más bellos y las ideas más bajas no alteran el aspecto eterno de nuestra alma, como los Himalayas o los abismos no modifican, en medio de las estrellas del cielo, el aspecto de nuestra tierra. Una mirada, un beso y la certeza de una presencia invisible y poderosa, está dicho todo; y sé que estoy al lado de una igual...

Pero la igual es verdaderamente admirable y extraño; y desde el momento que ama, la última de las mujeres posee algo que nosotros nunca tenemos, porque, en su idea, el amor es siempre eterno. ¿Es por eso por lo que todas tienen, con los poderes primitivos, relaciones que nos están vedadas? Los mejores de entre nosotros se encuentran siempre a grandes distancias de sus tesoros del segundo recinto; y, cuando un momento solemne de la vida exige uno de los joyeles de ese tesoro, no se acuerdan ya de los caminos que a él conducen, y ofrecen en vano joyas falsas de su inteligencia a la circunstancia imperiosa, que no se equivoca. Pero la mujer no olvida el camino de su centro, y, tanto si la sorprendo en la opulencia como en la miseria, en la ignorancia como en la ciencia, en el oprobio como en la gloria; si le digo una palabra que salga realmente de los abismos vírgenes de mi alma, ella sabrá encontrar de nuevo las sendas misteriosas que nunca perdió de vista, y, sin vacilaciones, me traerá simplemente, del fondo de las inagotables reservas del amor, una palabra, una mirada o un gesto que será tan puro como el mío. Diríase que su alma está siempre al alcance de su mano; está pronta, día y noche, a responder a las más altas exigencias de otra alma; y el tributo de la más pobre no se distingue del tributo de las reinas...

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