En la misma época se llevó a cabo un seguimiento similar sobre cuatrocientos cincuenta adolescentes —hijos, en su mayor parte, de emigrantes, dos tercios de los cuales procedían de familias que vivían de la asistencia social— que habían crecido en Somerville, Massachussetts, un barrio que por aquella época era un «suburbio ruinoso» enclavado a pocas manzanas de la Universidad de Harvard. Y, aunque un tercio de ellos no superase el coeficiente intelectual de 90, también resultó evidente que el CI tiene poco que ver con el grado de satisfacción que una persona alcanza tanto en su trabajo como en las demás facetas de su vida. Por ejemplo, el 7% de los varones que habían obtenido un Ci inferior a 80 permanecieron en el paro durante más de diez años, lo mismo que ocurrió con el 7% de quienes habían logrado un CI superior a 100. A decir verdad, el estudio también parecía mostrar (como ocurre siempre) una relación general entre el CI y el nivel socioeconómico alcanzado a la edad de cuarenta y siete años, pero lo cierto es que la diferencia existente radica en las habilidades adquiridas en la infancia (como la capacidad de afrontar las frustraciones, controlar las emociones o saber llevarse bien con los demás).
Veamos, a continuación, los resultados —todavía provisionales— de un estudio realizado sobre ochenta y un valedictorians y salutatorians (Los valedictorians son los alumnos que pronuncian los discursos de despedida en la ceremonia de entrega de diplomas, mientras que los salututorians son aquéllos que pronuncian los discursos de salutación en las ceremonias de apertura del curso universitario.) del curso de 1981 de los institutos de enseñanza media de Illinois. Todos ellos habían obtenido las puntuaciones medias más elevadas de su clase pero, a pesar de que siguieron teniendo éxito en la universidad y alcanzaron excelentes calificaciones, a la edad de treinta años no podía decirse que hubieran obtenido un éxito social comparativamente relevante. Diez años después de haber finalizado la enseñanza secundaria, sólo uno de cada cuatro de estos jóvenes había logrado un nivel profesional más elevado que la media de su edad, y a muchos de ellos, por cierto, les iba bastante peor.
Karen Amold, profesora de pedagogía de la Universidad de Boston y una de las investigadoras que llevó a cabo el seguimiento recién descrito afirma: «creo que hemos descubierto a la gente “cumplidora", a las personas que saben lo que hay que hacer para tener éxito en el sistema, pero el hecho es que los valedietorians tienen que esforzarse tanto como los demás. Saber que una persona ha logrado graduarse con unas notas excelentes equivale a saber que es sumamente buena o bueno en las pruebas de evaluación académicas, pero no nos dice absolutamente nada en cuanto al modo en que reaccionará ante las vicisitudes que le presente la vidas» . Y éste es precisamente el problema, porque la inteligencia académica no ofrece la menor preparación para la multitud de dificultades —o de oportunidades— a la que deberemos enfrentamos a lo largo de nuestra vida. No obstante, aunque un elevado CI no constituya la menor garantía de prosperidad, prestigio ni felicidad, nuestras escuelas y nuestra cultura, en general, siguen insistiendo en el desarrollo de las habilidades académicas en detrimento de la inteligencia emocional, de ese conjunto de rasgos —que algunos llaman carácter— que tan decisivo resulta para nuestro destino personal.
Al igual que ocurre con la lectura o con las matemáticas, por ejemplo, la Vida emocional constituye un ámbito —que incluye un determinado conjunto de habilidades— que puede dominarse con mayor o menor pericia. Y el grado de dominio que alcance una persona sobre estas habilidades resulta decisivo para determinar el motivo por el cual ciertos individuos prosperan en la vida mientras que otros, con un nivel intelectual similar, acaban en un callejón sin salida. La competencia emocional constituye, en suma, una meta-habilidad que determina el grado de destreza que alcanzaremos en el dominio de todas nuestras otras facultades (entre las cuales se incluye el intelecto puro).
Existen, por supuesto, multitud de caminos que conducen al éxito en la vida, y muchos dominios en los que las aptitudes emocionales son extraordinariamente importantes. En una sociedad como la nuestra, que atribuye una importancia cada vez mayor al conocimiento, la habilidad técnica es indudablemente esencial.
Hay un chiste infantil a este respecto que dice que no deberíamos extrañamos si dentro de unos años tenemos que trabajar para quien hoy en día consideramos «tonto». En cualquiera de los casos, en la tercera parte veremos que hasta los «tontos» pueden beneficiarse de la inteligencia emocional para alcanzar una posición laboral privilegiada. Existe una clara evidencia de que las personas emocionalmente desarrolladas, es decir, las personas que gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y asimismo saben interpretar y relacionarse efectivamente con los sentimientos de los demás, disfrutan de una situación ventajosa en todos los dominios de la vida, desde el noviazgo y las relaciones íntimas hasta la comprensión de las reglas tácitas que gobiernan el éxito en el seno de una organización. Las personas que han desarrollado adecuadamente las habilidades emocionales suelen sentirse más satisfechas, son más eficaces y más capaces de dominar los hábitos mentales que determinan la productividad. Quienes, por el contrario, no pueden controlar su vida emocional, se debaten en constantes luchas internas que socavan su capacidad de trabajo y les impiden pensar con la suficiente claridad.
UN TIPO DE INTELIGENCIA DIFERENTE
Desde la perspectiva de un observador ocasional, Judy —una niña de cuatro años— pudiera parecer la fea del baile entre sus compañeros, la chica que no participa. la que nunca ocupa el centro sino que se mueve en la periferia. Pero el hecho es que, en realidad, Judy es una observadora muy perspicaz de la política social del patio del parvulario, posiblemente quien manifieste mayor sutilidad en la comprensión de los sentimientos de sus compañeros.
Esta sutilidad no se hizo patente hasta el día en que su maestra reuniera en torno a sí a todos los niños de cuatro años para jugar un juego al que denominan «el juego de la clase», un test, en realidad, de sensibilidad social, en el que se utiliza una especie de casa de muñecas que reproduce el aula y en cuyo interior se dispone una serie de figurillas que llevan en sus cabezas las fotografías del rostro de sus maestros y de sus compañeros.
Cuando la maestra le pidió a Judy que situara a cada compañero en la zona del aula en la que preferiría jugar, Judy lo hizo con una precisión absoluta y, cuando se le pidió que situara a cada niña y a cada niño junto a los compañeros con los que más les gustaba jugar. Judy demostró una capacidad ciertamente extraordinaria.
La minuciosidad de Judy reveló que poseía un mapa social exacto de la clase, una sensibilidad ciertamente excepcional para una niña de su edad. Y son precisamente estas habilidades las que posiblemente permitan que Judy termine alcanzando una posición destacada en cualquiera de los campos en los que tengan importancia las «habilidades personales» (como las ventas, la gestión empresarial o la diplomacia).
La brillantez social de Judy —por no decir nada de su precocidad— se ha podido descubrir gracias a que era alumna de la Escuela Infantil Eliot-Pearson —una escuela sita en el campus de la Universidad de Tufts— en la que se lleva a cabo el Proyecto Spectrum, un programa de estudios que se dedica deliberadamente al cultivo de los diferentes tipos de inteligencia. El Proyecto Spectrum reconoce que el repertorio de habilidades del ser humano va mucho más allá de «las tres erres» (Expresión que se refiere a la triple habilidad de lectura —read—, escritura —write— y cálculo, —(a)rithmetic—, que constituyen el fundamento tradicional de la educación primaria.) que delimitan la estrecha franja de habilidades verbales y aritméticas en la que se centra la educación tradicional. El programa en cuestión reconoce también que una habilidad tal como la sensibilidad social de Judy constituye un tipo de talento que la educación debiera promover en lugar de limitarse a ignorarlo e incluso a reprimirlo. Para que la escuela proporcione una educación en las habilidades de la vida es necesario alentar a los niños a desarrollar todo su amplio abanico de potencialidades y animarles a sentirse satisfechos con lo que hacen.
La figura inspiradora del Proyecto Spectrum es Howard Gardner, psicólogo de la Facultad de Pedagogía de Harvard que, en cierta ocasión, me dijo: «ha llegado ya el momento de ampliar nuestra noción de talento. La contribución más evidente que el sistema educativo puede hacer al desarrollo del niño consiste en ayudarle a encontrar una parcela en la que sus facultades personales puedan aprovecharse plenamente y en la que se sientan satisfechos y preparados. Sin embargo, hemos perdido completamente de vista este objetivo y, en su lugar, constreñimos por igual a todas las personas a un estilo educativo que, en el mejor de los casos, les proporcionará una excelente preparación para convertirse en profesores universitarios. Y nos dedicamos a evaluar la trayectoria vital de una persona en función del grado de ajuste a un modelo de éxito estrecho y preconcebido. Deberíamos invertir menos tiempo en clasificar a los niños y ayudarles más a identificar y a cultivar sus habilidades y sus dones naturales. Existen miles de formas de alcanzar el éxito y multitud de habilidades diferentes que pueden ayudamos a conseguirlo»: Si hay una persona que comprende las limitaciones inherentes al antiguo modo de concebir la inteligencia, ése es Gardner, que no deja de insistir en que los días de gloria del CI han llegado a su fin. El creador del test de papel y lápiz para la determinación del CI fue un psicólogo de Stanford, llamado Lewis Terman, durante la 1
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Guerra Mundial, cuando dos millones de varones norteamericanos fueron clasificados mediante la primera aplicación masiva de este test. Esto condujo a varias décadas de lo que Gardner denomina «el pensamiento CI», un tipo de pensamiento según el cual «la gente es inteligente o no lo es, la inteligencia es un dato innato (y no hay mucho que podamos hacer, a este respecto, por cambiar las cosas) y existen pruebas psicológicas para discriminar entre ambos grupos. Por su parte, el test SAT que se realiza para entrar en la universidad se basa en el mismo principio de que una prueba de aptitud sirve para determinar el futuro. Esa forma de pensar impregna a toda nuestra sociedad».
El influyente libro de Gardner Frames of Mmd constituye un auténtico manifiesto que refuta «el pensamiento Cl». En este libro, Gardner afirma que no sólo no existe un único y monolítico tipo de inteligencia que resulte esencial para el éxito en la vida sino que, en realidad, existe un amplio abanico de no menos de siete variedades distintas de inteligencia. Entre ellas, Gardner enumera los dos tipos de inteligencia académica (es decir, la capacidad verbal y la aptitud lógico-matemática); la capacidad espacial propia de los arquitectos o de los artistas en general; el talento kinestésico manifiesto en la fluidez y la gracia corporal de Martha Graham o de Magic Johnson; las dotes musicales de Mozart o de YoYo Ma, y dos cualidades más a las que coloca bajo el epígrafe de «inteligencias personales»: la inteligencia interpersonal (propia de un gran terapeuta como Carl Rogers o de un líder de fama mundial como Martin Luther King jr.) y la inteligencia «intrapsiquica» que demuestran las brillantes intuiciones de Sigmund Freud o, más modestamente, la satisfacción interna que experimenta cualquiera de nosotros cuando nuestra vida se halla en armonía con nuestros sentimientos.
El concepto operativo de esta visión plural de la inteligencia es el de multiplicidad. Así, el modelo de Gardner abre un camino que trasciende con mucho el modelo aceptado del Cl como un factor único e inalterable. Gardner reconoce que los tests que nos esclavizaron cuando íbamos a la escuela —desde las pruebas de selección utilizadas para discriminar entre los estudiantes que pueden acceder a la universidad y aquéllos otros que son orientados hacia las escuelas de formación profesional, hasta el SAT (que sirve para determinar a qué universidad puede acceder un determinado alumno, si es que puede acceder a alguna)— se basan en una noción restringida de la inteligencia que no tiene en cuenta el amplio abanico de habilidades y destrezas que son mucho más decisivas para la vida que el CI.
Gardner es perfectamente consciente de que el número siete es un número completamente arbitrario y de que no existe, por tanto, un número mágico concreto que pueda dar cuenta de la amplia diversidad de inteligencias de que goza el ser humano. A la vista de ello, Gardner y sus colegas ampliaron esta lista inicial hasta llegar a incluir veinte clases diferentes de inteligencia. La inteligencia interpersonal, por ejemplo, fue subdividida en cuatro habilidades diferentes, el liderazgo, la aptitud de establecer relaciones y mantener las amistades, la capacidad de solucionar conflictos y la habilidad para el análisis social (tan admirablemente representada por Judy. la niña de cuatro años de la que hemos hablado antes).
Esta visión multidimensional de la inteligencia nos brinda una imagen mucho más rica de la capacidad y del potencial de éxito de un niño que la que nos ofrece el CI. Cuando los alumnos de Spectrum fueron evaluados en función de la escala de inteligencia de Stanford-Binet (uno de los test más utilizados para la determinación del CI) y en función de otro conjunto de pruebas específicamente diseñadas para valorar el amplio espectro de inteligencias de Gardner, no apareció ninguna relación significativa entre ambos resultados. Los cinco niños que obtuvieron las puntuaciones más elevadas del CI (entre 125 y 1 33) evidenciaron una amplia diversidad de perfiles en las diez áreas cuantificadas por el test de Spectrum. En este sentido, por ejemplo, uno de los cinco niños «más inteligentes» —según los parámetros del CI— mostraba una habilidad especial en tres de las áreas (medidas por la prueba de Spectrum), otros tres tenían aptitudes especiales vinculadas con dos de ellas y el último de los niños más «inteligentes» sólo destacaba en una de las habilidades consideradas por la clasificación de Spectrum. Además, estas áreas se hallaban dispersas: cuatro de las habilidades de estos niños tenían que ver con la música, dos con las artes visuales, otra con la comprensión social, una con la lógica y dos con el lenguaje. Ninguno de los cinco muchachos «inteligentes» mencionados demostró la menor habilidad especial en el movimiento, la aritmética o la mecánica. En realidad, dos de ellos presentaban serias deficiencias en las áreas de movimiento y aritmética.