La inteligencia emocional (40 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

La mezquindad y la falta de empatía de Martin es típica de aquellos niños que, como él, han sido víctimas a esa tierna edad, de los malos tratos físicos y emocionales. Martin fue uno de los nueve niños de uno a tres años maltratados que fueron comparados con otros nueve niños de la guardería procedentes de hogares igualmente empobrecidos y tensos, pero que no habían sufrido malos tratos físicos. Las diferencias que mostraron ambos grupos en respuesta al daño o al malestar de otro fueron muy notables.

Cinco de los nueve niños que no fueron maltratados respondieron a veintitrés incidentes de este tipo con preocupación, tristeza o empatía, pero en los veintisiete casos en los que los niños maltratados podrían haberlo hecho así, ninguno mostró la menor preocupación y, en lugar de ello, respondieron con manifestaciones de miedo, enojo o, como ocurrió en el caso de Martin, con una agresión física directa.

Por ejemplo, una de las niñas maltratadas, hizo un gesto francamente amenazante a otra que estaba comenzando a llorar. Thomas, de un año de edad, otro de los niños maltratados, quedó paralizado por el terror en cuanto escuchó el llanto de otro niño y se sentó completamente inmóvil, con el rostro contraído por el miedo y la tensión, como si temiera que fueran a atacarle en cualquier momento. La respuesta de Kate, otra de las niñas maltratadas de veintiocho meses de edad, fue casi sádica: comenzó a meterse con Joey, un niño más pequeño, le derribó a patadas y, cuando éste se encontraba tumbado y mirándola tiernamente, comenzó a darle palmaditas en la espalda que fueron transformándose en golpes más y más fuertes sin tener en cuenta sus protestas. Luego le dio seis o siete puñetazos más hasta que éste, arrastrándose, logró alejarse.

Estos niños, obviamente, tratan a los demás tal y como ellos mismos han sido tratados. Y la crueldad de los niños maltratados es simplemente una versión extrema de lo que hemos entrevisto en los hijos de padres críticos, amenazantes y violentos (niños que también suelen permanecer indiferentes cuando un compañero llora o se encuentra herido), de modo que se diría que los niños maltratados representan el punto culminante de un continuo de crueldad. Como grupo, estos niños suelen presentar problemas cognitivos en el aprendizaje, ser agresivos e impopulares entre sus compañeros (poco debe sorprendernos, pues, que la dureza con la que la familia trata al niño antes de que éste ingrese en el mundo escolar sea un predictor adecuado de cuál será su futuro), más proclives a la depresión y, cuando adultos, más proclives a tener problemas con la ley y a cometer más delitos violentos. A veces—por no decir casi siempre— esta falta de empatía se transmite de generación en generación, de modo tal que los hijos que fueron maltratados en su infancia por sus propios padres terminan convirtiéndose en padres que maltratan a sus hijos. Esto contrasta drásticamente con la empatía que suelen presentar los hijos de aquellos padres que han sido nutricios, padres que han alentado la preocupación de sus hijos por los demás y que les han hecho comprender lo mal que se puede encontrar otro niño. Y si los niños no reciben este tipo de adiestramiento de la empatía en el seno de la familia, parece que no pueden aprenderlo de otro modo.

Lo que tal vez resulte más inquietante en este sentido es lo pronto que los niños maltratados parecen aprender a comportarse como si fueran versiones en miniatura de su propios padres.

Pero esto no debería sorprendemos si tenemos en cuenta que estos niños recibieron una dosis diaria de esta amarga medicina.

Recordemos que es precisamente en los momentos en que las pasiones se disparan o en medio de una crisis cuando las tendencias mas primitivas de los centros del cerebro límbico desempeñan un papel más preponderante. En tales momentos, los hábitos que haya aprendido el cerebro emocional serán, para mejor o para peor, los que predominarán.

Si nos damos cuenta de la forma en que la crueldad —o el amor— modela el funcionamiento mismo del cerebro, comprenderemos que la infancia constituye una ocasión que no debiéramos desaprovechar para impartir las lecciones emocionales fundamentales. Los niños maltratados han tenido que recibir una lección constante y muy temprana de traumas. Tal vez debiéramos admitir ya que este tipo de traumas constituye un terrible aprendizaje emocional que deja una impronta muy profunda en el cerebro de los niños maltratados, y buscar la forma más adecuada de resolver este problema.

13. TRAUMA Y REEDUCACIÓN EMOCIONAL

Som Chit, un refugiado camboyano, se quedó estupefacto cuando sus tres hijos, de seis, nueve y once años de edad, le pidieron que les comprara unas armas de juguete —imitación de los subfusiles de asalto AK-47— para emplearlas en el juego que algunos de sus compañeros de escuela llamaban Purdy. En este juego, Purdy, el villano, masacra con un arma de este tipo a un grupo de niños y seguidamente se quita la vida. A veces, sin embargo, el juego concluye de modo diferente y son los niños quienes acaban con Purdy.

El juego era, en realidad, una macabra representación de los trágicos acontecimientos que asolaron la Escuela Primaria de Cleveland el 17 de febrero de 1989. Durante el recreo matinal de primero, segundo y tercer curso, Patrick Purdy —antiguo alumno de la escuela veinte años atrás— comenzó a disparar indiscriminadamente desde un extremo del patio de recreo sobre los cientos de niños que estaban jugando en aquel momento. Durante siete interminables minutos, Purdy sembró el patio de balas del calibre 7,22 y, finalmente, se suicidó de un tiro en la sien. Cuando la policía llegó al lugar de los hechos, había cinco niños muertos y veintinueve heridos.

En los meses siguientes, los niños comenzaron a jugar espontáneamente al llamado «juego de Purdy», uno de los muchos síntomas que indicaban la profundidad con la que quedaron grabados aquellos dantescos siete minutos en la memoria de los pequeños. Cuando visité la escuela, situada a un paseo en bicicleta de un barrio aledaño a la Universidad del Pacífico en el que había pasado parte de mi infancia, habían transcurrido ya cinco meses desde que Purdy convirtiera un inocente recreo en una verdadera pesadilla. No obstante, aunque ya no quedaba el menor indicio del espantoso incidente —porque los agujeros de bala, las manchas de sangre y los rastros de carne, piel y cráneo habían sido limpiados en seguida e incluso las paredes habían sido repintadas al día siguiente— su presencia, sin embargo, seguía siendo todavía muy palpable.

Pero las huellas más profundas del tiroteo ya no estaban en los muros del edificio de la escuela primaria sino en las mentes de los niños y del personal que, como podían, trataban de reanudar su vida cotidiana. Tal vez lo más sorprendente fuera la forma en que se revivía una y otra vez, hasta en sus más pequeños detalles, el recuerdo de aquellos pocos minutos. Un maestro me confesó, por ejemplo, que una oleada de pánico había recorrido la escuela el día que se comunicó la proximidad de la festividad de San Patricio, porque muchos niños creyeron que se trataba de un día especialmente dedicado a Patrick Purdy, el asesino.

«Cada vez que oímos el sonido de la sirena de una ambulancia —me confesó otro maestro— todo parece quedar en suspenso mientras los niños se paran a comprobar si se detiene aquí o sigue su camino hasta la residencia de ancianos situada calle abajo.» Durante muchas semanas los niños tenían miedo de mirarse en los espejos de los lavabos porque se había extendido el rumor de que la Sangrienta Virgen María —una especie de monstruo imaginario— les espiaba desde ellos. Muchas semanas después del tiroteo, una muchacha aterrada entró en el despacho de Pat Busher, el director, gritando: «¡Oigo disparos! ¡Oigo disparos!» pero el ruido, como pronto se descubrió, procedía del extremo de una cadena que el viento hacía chocar contra un poste metálico.

Muchos niños se sumieron en un estado de continua alerta, como si se mantuvieran constantemente en guardia ante la posibilidad de que se repitiera la ordalía de terror. Algunos de ellos se arremolinaban en tomo a la puerta sin atreverse a salir al patio en el que había tenido lugar el incidente; otros adoptaron la costumbre de jugar en pequeños grupos, mientras uno de ellos montaba guardia; muchos, por último, siguieron evitando durante meses las zonas «malditas», las zonas en las que habían muerto los cinco niños.

Los recuerdos persistían también en forma de pesadillas que asaltaban a los pequeños mientras dormían. Algunas de éstas revivían directamente el incidente mientras que en otras ocasiones los niños se despertaban angustiados en medio de la noche, sobresaltados por todo tipo de imágenes aterradoras que les hacían creer que ellos tampoco tardarían en morir. Hubo niños que, para evitar soñar, trataron incluso de dormir con los ojos abiertos.

Como saben los psiquiatras, todas estas reacciones forman parte de los síntomas que acompañan al trastorno de estrés postraumático (TEPT). Según el doctor Spencer Eth, psiquiatra infantil especializado en TEPT, en el núcleo de este tipo de trauma se halla «el recuerdo obsesivo de la acción violenta (un puñetazo, una cuchillada o la detonación de un arma de fuego). Estos recuerdos se agrupan en tomo a intensas experiencias perceptibles (ya sean visuales, auditivas, olfativas, etcétera), como el olor a pólvora, los gritos, el silencio súbito de la víctima, las manchas de sangre o las sirenas de los coches de la policía».

En opinión de los neurocientíficos, estos momentos aterrad ora mente vívidos se convierten en recuerdos que quedan profundamente grabados en los circuitos emocionales de los afectados.

Todos estos síntomas son, de hecho, indicadores de una hiperexcitación de la amígdala que impele a los recuerdos del acontecimiento traumático a irrumpir de manera obsesiva en la conciencia. En este sentido, los recuerdos traumáticos se convierten en una especie de detonante dispuesto a hacer saltar la alarma al menor indicio de que el acontecimiento temido pueda volver a repetirse. Esta exacerbada susceptibilidad es la cualidad distintiva de todo trauma emocional, incluyendo la violencia física reiterada experimentada durante la infancia.

Cualquier acontecimiento traumático —un incendio, un accidente de automóvil, una catástrofe natural como, por ejemplo un terremoto o un huracán, una violación o un asalto— puede implantar estos recuerdos en la amígdala. Son muchas las personas que cada año sufren este tipo de calamidades, calamidades que, en la mayor parte de los casos, dejan una huella indeleble en su cerebro.

Los actos violentos son más perjudiciales que las catástrofes naturales, como los huracanes, por ejemplo, porque las víctimas de la violencia gratuita sienten que han sido elegidas deliberadamente y esa creencia mina la confianza en los demás y en la seguridad del mundo interpersonal. En cuestión de un instante, el mundo interpersonal se convierte en un lugar peligroso en el que los otros constituyen una amenaza potencial.

La crueldad deja en la memoria de la víctima una impronta que la lleva a responder con miedo ante todo aquello que pueda recordar vagamente la agresión. Por ejemplo, un hombre que fue atacado por la espalda y que no pudo ver a su agresor, quedó tan afectado después del incidente, que siempre trataba de caminar delante de una anciana para sentirse seguro de que no le iban a agredir de nuevo. Otra mujer que fue asaltada en un ascensor por un hombre que la condujo a punta de cuchillo hasta un piso vacío, permaneció horrorizada durante semanas por la idea de tener que entrar en un ascensor, en el metro o en cualquier otro espacio cerrado en el que pudiera sentirse atrapada, y en cuanto veía que un hombre se metía la mano en el bolsillo de la chaqueta —como había hecho su agresor— se levantaba en seguida de su asiento.

Como ha demostrado un reciente estudio realizado con supervivientes del holocausto nazi, la impronta del terror —y el pertinaz estado de hiperalerta resultante— pueden perdurar toda la vida. Cincuenta años después de haber perecido casi de inanición, de haber presenciado el asesinato de sus seres más queridos y de haber sobrevivido al terror constante de los campos de exterminio nazi, los recuerdos obsesivos seguían siendo particularmente vívidos. Un tercio de los sujetos entrevistados en esta investigación admitió que aún experimentaba una sensación generalizada de miedo, y cerca de tres cuartas partes respondieron que se sentían ansiosos ante cualquier recordatorio de la persecución nazi (como un uniforme, una llamada inesperada a la puerta, el ladrido de un perro o una chimenea humeante). Medio siglo más tarde, el 60% de los entrevistados reconoció que pensaba a diario en el holocausto y ocho de cada diez manifestaron sufrir frecuentes pesadillas. Como dijo un superviviente: «no seria normal si después de haber sobrevivido a Auschwitz no tuviera pesadillas».

EL TERROR CONGELADO EN LA MEMORIA

Escuchemos ahora las palabras de un veterano de Vietnam de cuarenta y ocho años, veinticuatro años después de vivir un espantoso episodio en aquellas remotas tierras:

«¡No puedo librarme de los recuerdos! Las imágenes me asaltan con todo lujo de detalles, provocadas por las cosas más insignificantes, como el ruido de una puerta que se cierra de golpe, los rasgos de una mujer oriental, la textura de una estera de bambú o el olor a cerdo frito. Anoche no tuve problemas para conciliar el sueño pero esta madrugada un trueno me ha despertado de nuevo paralizado por el miedo y me ha transportado a mi puesto de guardia en plena estación monzónica. Estoy seguro de que voy a morir en el próximo combate. Mis manos están congeladas y, sin embargo, tengo el cuerpo bañado en sudor; siento todos los pelos de la nuca erizados y mi corazón y mi respiración se hallan visiblemente agitados. Percibo un olor ligeramente azufrado y de repente descubro cerca de mi el cuerpo de mi compañero Troy sobre una plataforma de bambú que el Vietcong ha depositado en las proximidades de nuestro campamento… El próximo relámpago y el trueno que lo acompaña me producen tal sobresalto que caigo al suelo.»

Este terrible recuerdo, todavía vívidamente presente a pesar de los veinte años transcurridos, sigue teniendo el poder de evocar en este excombatiente el miedo de aquel aciago día. El TEPT desciende peligrosamente el umbral de alarma del sistema nervioso, provocando una respuesta ante las situaciones más cotidianas como si se tratara de auténticos peligros. El circuito implicado en el secuestro emocional —que hemos descrito en el capitulo 2— desempeña un papel esencial en la grabación de este tipo de recuerdos. Y cuanto más brutal, estremecedor y horrendo sea el acontecimiento que desencadena el secuestro de la amígdala, más indeleble será la huella que deje. El fundamento neurológico de este tipo de recuerdos parece asentarse en una alteración drástica de la química cerebral desencadenada por un suceso aislado especialmente impresionante. Pero, aunque los descubrimientos realizados sobre el TEPT se basan en el impacto de un episodio único, los episodios de crueldad repetidos a lo largo de los años — como ocurre, por ejemplo, en el caso de los niños que han sufrido reiterados abusos sexuales, físicos o emocionales— provoca un resultado similar.

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