La inteligencia emocional (42 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Una de las formas espontáneas de curación emocional —al menos en lo que se refiere a los niños— es mediante juegos como el de Purdy. En ellos, la repetición permite que los niños revivan el trauma sin peligro y abre dos posibles vías de curación. Por un lado, el recuerdo se actualiza en un contexto de baja ansiedad, desensibilizándolo y permitiendo el afloramiento de otro tipo de respuestas no traumáticas, mientras que, por el otro, permite el logro de un desenlace imaginario más positivo. El juego de Purdy solía terminar con la muerte de éste, un hecho que contrarresta la sensación de impotencia experimentada durante el acontecimiento traumático.

Este tipo de juegos es previsible en niños pequeños que han sido testigos de una violencia desmedida. La primera persona que advirtió la presencia de estos juegos macabros en los niños traumatizados fue la doctora Lenore Terr, psiquiatra infantil de San Francisco. Terr descubrió este tipo de juegos entre los niños de Chowchilla, California —una población de Central Valley, a una hora aproximada de distancia de Stockton, la ciudad en la que tuvo lugar la masacre de Purdy—, quienes, en el verano de 1973, fueron objeto de un secuestro cuando regresaban a casa en autobús después de pasar un día en el campo. En este caso, los secuestradores llegaron a enterrar el autobús, y con él a los niños, sometiéndoles a un suplicio que se prolongó durante veintisiete horas.

Cinco años después del incidente, Terr descubrió que los recuerdos del secuestro todavía perduraban en los juegos de sus víctimas. Las niñas, por ejemplo, simulaban secuestros simbólicos cuando jugaban con sus muñecas. Una niña que había desarrollado una extrema repugnancia al contacto con los excrementos durante el incidente, se pasaba el tiempo lavando a su muñeca. Una segunda jugaba con su muñeca a un juego que consistía en realizar un viaje —sin importar adónde— y regresar a salvo; el juego favorito de otra niña, por último, consistía en meter a la muñeca en un agujero en el que se suponía que terminaba asfixiándose.

Los adultos que han sufrido un trauma de estas características suelen experimentar una insensibilidad psicológica que bloquea todo recuerdo o sentimiento relativo al hecho, pero la mente de los niños tiende a reaccionar de manera diferente En opinión de Terr, esto ocurre porque los niños utilizan la fantasía, el juego y la ensoñación cotidiana para rememorar y reconstruir el acontecimiento. Esta evocación deliberada del trauma parece impedir el bloqueo de los recuerdos intensos que luego irrumpen violentamente en forma de flashbacks. En el caso de que el trauma no sea demasiado grave —como ocurre, por ejemplo, en una visita al dentista— tal vez baste con una o dos veces, pero si, por el contrario, se trata de un trauma grave, el niño necesitará reproducir la situación traumática una y otra vez en una suerte de ceremonial monótono y macabro hasta que pueda desembarazarse de él.

El arte —uno de los vehículos a través de los que se expresa el inconsciente— constituye una forma de movilizar los recuerdos estancados en la amígdala. El cerebro emocional está estrechamente ligado a los contenidos simbólicos y a lo que Freud denominaba «proceso primarios», el tipo de pensamiento propio de la metáfora, el cuento, el mito y el arte, una modalidad, por cierto, utilizada con frecuencia en el tratamiento de los niños traumatizados. En ocasiones, la expresión artística puede despejar el camino para que los niños hablen de los terribles momentos vividos de un modo que sería imposible por otros medios.

Spencer Eth, psiquiatra infantil de Los Angeles especializado en el tratamiento de niños traumatizados, cuenta el caso de un niño de cinco años que fue secuestrado junto a su madre por el examante de ésta. El hombre los condujo a la habitación de un motel en donde obligó al niño a esconderse bajo una manta mientras golpeaba a su madre hasta matarla. Comprensiblemente, el chico se mostraba muy reacio a hablar de todo lo que había vivido durante aquella terrible experiencia, así que Eth le pidió que hiciera un dibujo sobre un tema libre.

Eth recuerda que el dibujo representaba a un piloto de coches de carreras cuyos ojos estaban desmesuradamente abiertos, un hecho que Eth interpretó como una referencia a su propia mirada furtiva hacia el asesino. La técnica que utiliza Eth para emprender la terapia con este tipo de niños consiste en pedirles que hagan un dibujo, porque en casi todos ellos aparecen referencias tangenciales a la escena traumática. Además, el hecho de dibujar es, en sí mismo, terapéutico, y pone en marcha un proceso que puede terminar conduciendo a la superación del trauma.

EL REAPRENDIZAJE EMOCIONAL Y LA SUPERACIÓN DEL TRAUMA

Irene había acudido a una cita que acabó en un intento de violación. Aunque había podido librarse de su atacante, éste continuó amenazándola, molestándola en mitad de la noche con llamadas telefónicas obscenas y siguiendo cada uno de sus pasos.

En cierta ocasión, cuando denunció el hecho a la policía, ésta le quitó importancia aduciendo que «en realidad no había pasado nada». Pero cuando Irene acudió a la terapia mostraba claros síntomas de TEPT, se negaba a mantener ninguna clase de relaciones sociales y se hallaba prisionera en su propia casa.

El caso de Irene lo cita la doctora Judith Lewis Herman, psiquiatra de Harvard que ha desarrollado un método innovador para el tratamiento de los sujetos afectados por un trauma. Este proceso, en opinión de Herman, pasa por tres fases diferentes: en primer lugar, el paciente debe recuperar cierta sensación de seguridad; seguidamente debe recordar los detalles del trauma y, finalmente, debe atravesar el duelo por lo que pueda haber perdido. Sólo entonces podrá restablecer su vida normal. No es difícil advertir la lógica que subyace a estos tres pasos, porque esta secuencia parece reflejar la forma en que el cerebro emocional reaprende que no hay por qué considerar la vida como una situación de alarma constante.

El primer paso —recuperar la sensación de seguridad— consiste en disminuir el grado de sobreexcitación emocional —el principal obstáculo para el reaprendizaje— y permitir que el sujeto pueda tranquilizarse— Normalmente, este paso se da ayudando a que el paciente comprenda que sus pesadillas, su permanente sobresalto, su hipervigilancia y su pánico, forman parte del cuadro de síntomas propio del TEPT, un tipo de comprensión que, por si solo, proporciona cierto alivio. Esta primera fase también apunta a que el paciente recupere cierta sensación de control sobre lo que le está ocurriendo, una especie de desaprendizaje de la lección de impotencia que supuso el trauma. En el caso de Irene, por ejemplo, esta sensación de seguridad pasaba por movilizar a sus amigos y a su familia para formar un cordón protector entre ella y su perseguidor que le permitió acudir a la policía.

La «inseguridad» que presenta un paciente aquejado de TEPT va más allá del miedo que pueda suscitar una amenaza externa y tiene un origen más profundo basado en la sensación de que carece de todo control sobre lo que le ocurre, tanto corporal como emocionalmente. Esto es algo muy comprensible, dado que el TEPT hipersensibiliza la amígdala y rebaja el umbral de activación del secuestro emocional.

La medicación también contribuye a que el sujeto recupere la sensación de que no se halla a merced de la alarma emocional que le embarga en forma de ansiedad, insomnio o pesadillas. Los especialistas aguardan el día en que se descubra una medicación específica que normalice los efectos del TEPT sobre la amígdala y los neurotransmisores implicados. Por el momento, sin embargo, sólo contamos con algunos fármacos que compensan parcialmente estos desequilibrios, y que suelen ser sustancias que actúan sobre la serotonina y los fi-inhibidores (como, por ejemplo el propranolol), que bloquean la activación del sistema nervioso simpático. Los pacientes también pueden recibir un adiestramiento especial en algún tipo de relajación que les permita aliviar su irritabilidad y su nerviosismo. La calma fisiológica constituye la clave para que los circuitos emocionales implicados descubran de nuevo que la vida no supone una amenaza constante y restituyan así al paciente la sensación de seguridad de que gozaba antes de experimentar el trauma.

El segundo paso del camino que conduce a la curación tiene que ver con la narración y reconstrucción de la historia traumática al abrigo de la seguridad recientemente recobrada, una sensación que permite que el circuito emocional reencuadre los recuerdos traumáticos y sus posibles detonantes y reaccione de un modo más realista ante ellos. Cuando el paciente ya es capaz de relatar los terribles pormenores del incidente se produce una auténtica transformación, tanto en lo que atañe al contenido emocional de los recuerdos como a sus efectos sobre el cerebro emocional. El ritmo de esta rememoración verbal es un factor sumamente delicado y parece reflejar el ritmo natural de recuperación del trauma de quienes no llegan a experimentar el TEPT.

En estos casos parece existir una especie de reloj interno que «alterna» —a lo largo de días o incluso de meses— períodos de recuerdo del incidente con otros en los que el sujeto no parece recordar nada, permitiendo así una dosificación que favorece la asimilación gradual del incidente perturbador. Esta alternancia entre el recuerdo y el olvido parece fomentar tanto la integración espontánea del trauma como el reaprendizaje de una nueva respuesta emocional. No obstante, según Herman, en aquellas personas cuyo TEPT se muestra más refractario al tratamiento, el mismo hecho de narrar su historia puede suscitar la aparición de temores incontrolables, en cuyo caso el terapeuta debería disminuir el ritmo, tratando de mantener las reacciones del paciente dentro de unos límites soportables que no interrumpieran el proceso de reaprendizaje.

El terapeuta debe alentar al paciente a relatar los sucesos traumáticos tan minuciosamente como le sea posible, como si estuviera contando una película de terror, deteniéndose en cada detalle sórdido, lo cual no sólo incluye todos los pormenores visuales, auditivos, olfativos y táctiles, sino también las reacciones —miedo, rechazo, náusea— que le produjeron estas sensaciones. El objetivo que se persigue en esta fase consiste en llegar a traducir verbalmente todas sus vivencias del acontecimiento, lo cual contribuye a la reintegración de recuerdos que pudieran estar disociados y desgajados de la memoria consciente para poder recomponer así la escena con todo lujo de detalles. Esta tentativa verbalizadora cumple con la función de poner a todos los recuerdos bajo el control del neocórtex para que así las reacciones suscitadas puedan comprenderse y dirigirse mejor. En este punto del proceso de recuperación, el reaprendizaje emocional se logra en buena medida gracias a la vivida rememoración de los sucesos traumáticos y de las emociones que éstos suscitaron pero, en esta ocasión, en el contexto seguro de la consulta de un terapeuta responsable. Este abordaje terapéutico permite que el sujeto experimente directamente que el recuerdo del incidente traumático no tiene por qué ir acompañado de un pánico incontrolable, sino que puede ser revivido con total seguridad.

En el caso del niño de cinco años que fue testigo del espeluznante asesinato de su madre, el dibujo del personaje con los ojos desorbitadamente abiertos realizado en la consulta de Spencer Eth, fue el último que hizo. A partir de entonces, él y su terapeuta se implicaron en diferentes juegos que les permitieron establecer un vínculo profundo y armónico. Poco a poco, el niño comenzó a relatar la historia del asesinato, primero de un modo muy estereotipado, repitiendo una y otra vez los mismos detalles pero, con el paso del tiempo, sus palabras fueron haciéndose cada vez más flexibles y fluidas, su cuerpo se fue relajando y, paralelamente, las pesadillas también fueron desapareciendo, indicadores, todos ellos, en opinión de Eth, de un cierto «control del trauma».

Paulatinamente, el tema de las entrevistas fue cambiando y centrándose cada vez menos en los miedos relacionados con el trauma y enfocándose en lo que ocurría en los acontecimientos cotidianos del niño, quien estaba tratando de recuperar paulatinamente el ritmo normal de su vida en su nuevo hogar con su padre. Una vez liberado del trauma, el niño fue finalmente capaz de centrarse en su vida cotidiana.

Herman sostiene, asimismo, que los pacientes deben atravesar un período de duelo por las pérdidas que el trauma haya podido ocasionarles, ya se trate de una herida, de la muerte de un ser amado, de la ruptura de una relación, del arrepentimiento que les ocasiona algún paso que no debieran haber dado o simplemente de la crisis que suscita la pérdida de confianza en el prójimo. En este sentido, las quejas que acompañan a la rememoración verbal de los acontecimientos traumáticos constituyen un claro indicador de la capacidad del paciente para superar el trauma, porque ello significa que, en vez de estar continuamente asediado por los acontecimientos del pasado, puede comenzar a mirar hacia el futuro y albergar cierta esperanza de que es posible reconstruir su vida libre del yugo del trauma. Es, pues, como sí por fin se pudiera erradicar la reactivación del terror traumático por parte del circuito emocional. El sonido de una sirena no tiene por qué desencadenar un ataque de pánico y los ruidos nocturnos no deben ir necesariamente acompañados de una reacción de terror.

Ciertamente, los efectos posteriores y las recurrencias ocasionales de los síntomas persisten —dice Herman— pero hay signos inequívocos de que el trauma ya ha sido notoriamente superado.

Entre éstos cabe destacar la reducción de los síntomas fisiológicos hasta un nivel soportable y la capacidad de afrontar los sentimientos asociados al recuerdo del trauma. Especialmente significativo resulta el hecho de que los recuerdos traumáticos dejan de irrumpir de manera descontrolada, que el sujeto es capaz de recordarlos a voluntad, como si se tratara de recuerdos normales y, lo que es quizá más importante, que puede dejar de pensar en ellos. Todo esto implica, finalmente, la reanudación de una nueva vida en la que puedan establecerse profundas relaciones basadas en la confianza y en un sistema de creencias que encuentre sentido incluso a un mundo en el que caben este tipo de injusticias. Todos éstos son, a fin de cuentas, indicadores del éxito de cualquier proceso de reeducación del cerebro emocional.

LA PSICOTERAPIA COMO REAPRENDIZAJE EMOCIONAL

Afortunadamente, las tragedias que quedan grabadas a fuego son relativamente escasas en la vida de la mayoría de la gente. Sin embargo, a pesar de ello, el mismo circuito emocional que tan profundamente inscribe los recuerdos traumáticos, también permanece activo en los momentos menos dramáticos. Los problemas más comunes de la infancia —como, por ejemplo, sentirse crónicamente ignorado y falto de atención o afecto, el abandono, la pérdida o el rechazo social— tal vez no lleguen a alcanzar dimensiones tan traumáticas, pero también dejan su impronta en el cerebro emocional, ocasionando distorsiones —y también lágrimas y arrebatos de cólera— en las relaciones que el sujeto establecerá durante el resto de su vida. Pero si el TEPT puede curarse, también pueden serlo las cicatrices emocionales que muchos de nosotros llevamos profundamente grabadas. Esa es, precisamente, la tarea de la psicoterapia y, en términos generales, puede afirmarse que una de las principales contribuciones de la inteligencia emocional consiste en aprender a relacionamos de manera más inteligente con nuestro lastre emocional.

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