Otro elemento fundamental del carácter es la capacidad de motivarse y guiarse uno mismo, ya sea para hacer los deberes, terminar un trabajo o levantarse cada mañana. Y, como ya hemos visto antes, la capacidad de demorar la gratificación y de controlar y canalizar los impulsos constituye otra habilidad emocional fundamental a la que antiguamente se llamó voluntad. «Para actuar correctamente con los demás debemos comenzar dominándonos a nosotros mismos (a nuestros apetitos y a nuestras pasiones) —señala Thomas Lickona, a propósito de la educación del carácter, «quien luego prosigue diciendo—. Así, la emoción permanecerá bajo el control de la razón.» La capacidad para dejar de tener en cuenta exclusivamente nuestros propios intereses e impulsos tiene considerables beneficios sociales, puesto que abre el camino a la empatía, a la auténtica escucha y a asumir el punto de vista de los demás. Y la empatía, como ya hemos visto, conduce al respeto, al altruismo y a la compasión. Ver las cosas desde el punto de vista de los demás nos permite trascender los estereotipos sesgados y alienta la aceptación de las diferencias y de la tolerancia, aptitudes más necesarias hoy que nunca en una sociedad cada vez más plural, permitiéndonos vivir así en una comunidad basada en el respeto mutuo que propicia la existencia de un discurso público constructivo.
Éstas, precisamente, son las artes fundamentales de la democracia.
Las escuelas, señala Etzioni, desempeñan un papel esencial en el cultivo del carácter, enseñando la autodisciplina y la empatía, lo cual, a su vez, hace posible el auténtico compromiso con los valores cívicos y morales. Pero para ello no basta con adoctrinar a los niños sobre los valores sino que es absolutamente necesario practicarlos, algo que sólo se da en la medida en que el niño va consolidando las habilidades emocionales y sociales fundamentales. En este sentido, la alfabetización emocional discurre pareja a la educación del carácter, el desarrollo moral y el civismo.
UNA ÚLTIMA PALABRA
Cuando finalicé este libro leí algunos artículos impresionantes del periódico que llamaron poderosamente mi atención. Uno de ellos señalaba que las armas se habían convertido en la principal causa de muerte en los Estados Unidos, desplazando al número de víctimas mortales por accidente de automóvil. La segunda afirmaba que, en el último año, la tasa de asesinatos creció un 39%. Especialmente inquietante me resultó la predicción realizada -en el segundo artículo— por un criminólogo, de que nos hallamos en una especie de calma previa a la «tormenta de crímenes» que nos aguarda en la próxima década. La razón que aduce para justificar tan espantoso pronóstico descansa en el hecho de que está creciendo el índice de asesinatos cometidos por jóvenes de catorce y quince años, lo cual constituye una especie de un bomba de relojería. En la próxima década, este grupo tendrá entre dieciocho y veinticuatro años de edad, la edad clave de los crímenes más violentos de una carrera delictiva. Estos augurios comienzan ya a vislumbrarse en nuestro horizonte porque, según dice un tercer artículo, entre los años y 1992, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos registró un aumento del 68% en el número de jóvenes acusados de asesinato, robo, asalto con premeditación (un apartado que, por sí sólo, aumentó un 80%) y violación. Estos adolescentes constituyen la primera generación que no sólo tiene acceso a pistolas sino también a todo tipo de armas automáticas, del mismo modo que la generación de sus padres fue la primera en poder acceder a las drogas. Esta difusión de las armas entre los adolescentes supone que los desacuerdos que antiguamente se hubieran resuelto a puñetazos, ahora pueden terminar fácilmente en un tiroteo. Y, como concluye otro experto, estos adolescentes «no son precisamente especialistas en evitar disputas».
Es evidente que una de las razones que explica la carencia de esta habilidad vital fundamental es que hasta el momento la sociedad no se ha preocupado de que cada niño sepa canalizar su cólera ni de que conozca los fundamentos de la resolución positiva de los conflictos, como tampoco nos hemos molestado en enseñarles la empatía, el dominio de los impulsos ni ninguno de los otros elementos fundamentales de la inteligencia emocional.
Pero, al dejar que los niños aprendan por su cuenta estas lecciones emocionales, corremos el riesgo de perder la crucial oportunidad que supone acomodar estas enseñanzas a cada uno de los pasos de la lenta maduración del cerebro y ayudar así a que los niños desarrollen un repertorio emocional más saludable.
A pesar del extraordinario interés demostrado por algunos educadores hacia la alfabetización emocional, estos cursos son todavía excepcionales y la mayoría de los maestros, directores de escuela y padres simplemente ignoran su existencia. Los principales modelos al respecto tienen lugar fuera de la corriente principal de la educación en un puñado de escuelas privadas y en unos pocos cientos de escuelas públicas. Obviamente, ningún programa —incluidos éstos— constituye una respuesta a todos los problemas. Pero dada la crisis en la que nos encontramos, la problemática situación que atraviesan nuestros niños y la ventana a la esperanza que parecen suponer los cursos de alfabetización emocional, tal vez deberíamos preguntarnos si no sería necesario, ahora más que nunca, enseñar a todos los niños las habilidades que resultan más esenciales para la vida.
¿A qué estamos esperando para comenzar?
Veamos, antes que nada, unas palabras sobre lo que yo entiendo por el término emoción, un vocablo cuyo significado concreto han estado eludiendo durante más de un siglo los psicólogos y los filósofos. En el sentido más literal, el Oxford English Dictionary define la emoción como «agitación o perturbación de la mente; sentimiento; pasión; cualquier estado mental vehemente o agitado». En mi opinión, el término emoción se refiere a un sentimiento y a los pensamientos, los estados biológicos, los estados psicológicos y el tipo de tendencias a la acción que lo caracterizan. Existen centenares de emociones y muchísimas más mezclas, variaciones, mutaciones y matices diferentes entre todas ellas. En realidad, existen más sutilezas en la emoción que palabras para describirías.
Los investigadores todavía están en desacuerdo con respecto a cuáles son las emociones que pueden considerarse primarias -el azul, el rojo y el amarillo de los sentimientos de los que se derivan todos los demás— y, de hecho, ni siquiera coinciden en la existencia real de emociones primarias—. Veamos ahora —aunque no todos los teóricos estén de acuerdo con esta visión— algunas de esas emociones propuestas para ese lugar primordial y algunos de los miembros de sus respectivas familias.
Ira: rabia, enojo, resentimiento, furia, exasperación, indignación, acritud, animosidad, irritabilidad, hostilidad y, en caso extremo, odio y violencia.
Tristeza: aflicción, pena, desconsuelo, pesimismo, melancolía, autocompasión, soledad, desaliento, desesperación y. en caso patológico, depresión grave.
Miedo: ansiedad, aprensión, temor, preocupación, consternación, inquietud, desasosiego, incertidumbre, nerviosismo, angustia, susto, terror y. en el caso de que sea psicopatológico, fobia y pánico.
Alegría: felicidad, gozo, tranquilidad, contento, beatitud, deleite, diversión, dignidad, placer sensual, estremecimiento, rapto, gratificación, satisfacción, euforia, capricho, éxtasis y. en caso extremo, manía.
Amor: aceptación, cordialidad, confianza, amabilidad, afinidad, devoción, adoración, enamoramiento y ágape.
Sorpresa: sobresalto, asombro, desconcierto, admiración.
Aversión: desprecio, desdén, displicencia, asco, antipatía, disgusto y repugnancia.
Vergüenza: culpa, perplejidad, desazón, remordimiento, humillación, pesar y aflicción.
No cabe duda de que esta lista no resuelve todos los problemas que conlleva el intento de categorizar las emociones. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con los celos, una variante de la ira que también combina tristeza y miedo'? ¿Y qué sucede con las virtudes ,cuando la esperanza, la fe, el valor, el perdón, la certeza y la ecuanimidad, o con alguno de los vicios clásicos (sentimientos como la duda, la autocomplacencia, la pereza, la apatía o el aburrimiento)? La verdad es que en este terreno no hay respuestas claras y el debate científico sobre la clasificación de las emociones aún se halla sobre el tapete.
La tesis que afirma la existencia de un puñado de emociones centrales gira, en cierto modo, en torno al descubrimiento realizado por Paul Ekman (de la Universidad de California en San Francisco) de cuatro expresiones faciales concretas (el miedo, la ira, la tristeza y la alegría) que son reconocidas por personas de culturas diversas procedentes de todo el mundo (incluyendo a los pueblos preletrados supuestamente no contaminados por el cine y la televisión), un hecho que parece sugerir su universalidad.
Ekman mostró fotografías de rostros que reflejaban expresiones técnicamente perfectas a personas de culturas tan alejadas como los fore (una tribu aislada en las remotas regiones montañosas de Nueva Guinea cuyo grado de desarrollo se corresponde con el de la Edad de Piedra) y descubrió que todos reconocían las mismas emociones básicas. El primero, tal vez, en advertir la universalidad de la expresión facial de las emociones fue Charles Darwin, quien la consideró como una evidencia troquelada por las fuerzas de la evolución en nuestro sistema nervioso central.
En la búsqueda de estos principios básicos, yo opino, como Ekman y tantos otros, en que conviene pensar en las emociones en términos de familias o dimensiones, y en considerar a las principales familias —la ira, la tristeza, el miedo, la alegría, el amor, la vergüenza, etcétera— como casos especialmente relevantes de los infinitos matices de nuestra vida emocional. Cada una de estas familias se agrupa en torno a un núcleo fundamental, a partir del cual dimanan —a modo de olas— todas las otras emociones derivadas de ella. En la primera de las olas se encuentran los estados de ánimo que, técnicamente hablando, son más variables y perduran más tiempo que las emociones (es muy extraño, por ejemplo, que uno esté airado durante todo un día, pero no lo es tanto permanecer en un estado de ánimo malhumorado e irritable desde el que fácilmente se activen cortos arrebatos de ira). Después de los estados de ánimo se hallan los temperamentos, la tendencia a evocar una determinada emoción o estado de ánimo que vuelve a la gente especialmente melancólica, tímida o jovial. Y, más allá todavía de esta predisposición emocional, están los francos desórdenes emocionales —como, por ejemplo, la depresión clínica o la ansiedad irremisible— en los que alguien se encuentra atrapado de continuo en un estado negativo.
Sólo en los últimos años ha aparecido un modelo científico de la mente emocional que explica la forma en la que muchas de nuestras actividades pueden estar controladas emocionalmente —cómo podemos ser tan racionales en un determinado momento y tan irracionales al momento siguiente— y también da cuenta de las razones y la lógica particular de nuestras emociones. Tal vez las dos mejores estimaciones llevadas a cabo sobre la mente emocional sean las que han presentado independientemente Paul Ekman, jefe del Human Interaction Laboratory de la Universidad de California, San Francisco, y Seymour Epstein, un psicólogo clínico de la Universidad de Massachusetts. Es cierto que cada uno de ellos nos ofrece una evidencia científica distinta, pero juntos nos proporcionan una enumeración básica de las cualidades que distinguen a las emociones de los otros aspectos de nuestra vida mental.
Una respuesta rápida pero tosca
La mente emocional es mucho más veloz que la mente racional y se pone en funcionamiento sin detenerse ni un instante a considerar lo que está haciendo. Su rapidez hace imposible la reflexión analítica deliberada que constituye el rasgo característico de la mente pensante. Desde el punto de vista evolutivo, los organismos que se detienen demasiado a reflexionar tienen menos probabilidades de transmitir sus genes a su progenie y es muy posible que esta velocidad estuviera ligada a las decisiones más fundamentales como a qué prestar atención o. por ejemplo, al enfrentarse a un animal a decisiones secundarias como: «¿me lo comeré o él me comerá a mí?».
Las acciones que brotan de la mente emocional conllevan una fuerte sensación de certeza, un subproducto de la forma simplificada de ver las cosas que deja absolutamente perpleja a la mente racional. Cuando las cosas vuelven después a su lugar —o incluso, a veces, a media respuesta— nos descubrimos pensando «¿por qué he hecho esto?», señal de que la mente racional está comenzando a activarse con una velocidad mucho más lenta que la de la mente emocional.
Dado que el tiempo transcurrido entre el estimulo que despierta una emoción y la erupción de la misma puede ser casi instantáneo, el mecanismo que valora la percepción debe ser, aun hablando en términos de tiempo cerebral —un tiempo que se mide en milisegundos—, sumamente veloz. Esta valoración de la necesidad de actuar debe ser automática y tan rápida que ni siquiera entre en la conciencia vigía. Esta versión rápida y tosca de respuesta emocional tiene lugar antes incluso de que sepamos claramente qué está ocurriendo.
Esta modalidad rápida de percepción sacrifica la exactitud a la velocidad, confiando en las primeras impresiones y reaccionando a la imagen global o a sus aspectos más sobresalientes.
Capta las cosas de una vez, como una totalidad, y reacciona sin tomarse el tiempo necesario para llevar a cabo un análisis completo. Los elementos vívidos pueden determinar esa impresión, dejando de lado la evaluación cuidadosa de los detalles. La gran ventaja es que la mente emocional puede captar una realidad emocional (él está enfadado conmigo, ella está mintiendo, eso le entristece) en un instante, haciendo juicios intuitivos inmediatos que nos dicen de quién debemos cuidarnos, en quién debemos confiar o quién está tenso. En este sentido, la mente emocional funciona como una especie de radar que nos alerta de la proximidad de un peligro. Si nosotros (o, mejor dicho, nuestros antepasados evolutivos) hubiéramos esperado a que la mente racional llevara a cabo algunos de estos juicios, no sólo nos habríamos equivocado sino que podríamos estar muertos. El inconveniente es que estas impresiones y juicios intuitivos hechos en un abrir y cerrar de ojos pueden estar equivocados o desencaminados.