Leslie Brody y Judith Hall, que han sintetizado los resultados de varias investigaciones sobre las diferencias emocionales existentes entre ambos sexos, afirman que la mayor prontitud con que las niñas desarrollan las habilidades verbales las hace más diestras en la articulación de sus sentimientos y más expertas en el empleo de las palabras, lo cual les permite disponer de un elenco de recursos verbales mucho más rico que puede sustituir a reacciones emocionales tales como, por ejemplo, las peleas físicas. Según estas investigadoras: «los chicos, que no suelen recibir ninguna educación que les ayude a verbalizar sus afectos, suelen mostrar una total inconsciencia con respecto a los estados emocionales, tanto propios como ajenos»: A la edad de diez años, el porcentaje de chicas y chicos que se muestran francamente agresivos y predispuestos a la confrontación abierta cuando se enfadan es aproximadamente el mismo.
Sin embargo, a los trece años comienza a aparecer una marcada diferenciación entre ambos sexos y las muchachas muestran entonces una mayor habilidad que los chicos en el uso de tácticas agresivas de carácter más sutil, como el rechazo, el chismorreo y la venganza indirecta. A esta edad, la gran mayoría de los muchachos se limita a seguir tratando de resolver sus discrepancias mediante las peleas, ignorando otro tipo de estrategias más sutiles. Este es sencillamente uno de los muchos motivos por los que los muchachos —y más tarde los hombres— son menos diestros y que las muchachas para moverse por los vericuetos de la vida emocional.
Las chicas suelen organizar sus juegos en grupos reducidos y cohesionados, poniendo un marcado interés en minimizar las discrepancias y maximizar la cooperación, mientras que los chicos, por su parte, tienden a organizarse en grupos más numerosos y a incidir en los aspectos más competitivos. Veamos, por ejemplo, la distinta respuesta que suelen tener unos y otras cuando el juego se ve interrumpido porque alguno de los participantes se ha hecho daño. Lo que se espera de un niño que se haya lesionado es que se aleje momentáneamente del juego hasta que deje de llorar y se halle nuevamente en condiciones de reintegrarse a él. Pero cuando tal cosa ocurre en un grupo de chicas, en cambio, el juego se paraliza mientras todas se congregan en torno a la afectada tratando de consolarla. En opinión de la investigadora de Harvard Carol Gilligan, este marcado contraste entre los juegos de las niñas y los de los niños constituye un ejemplo de una de las diferencias clave existentes entre ambos sexos: los muchachos se sienten orgullosos de su solitaria y tenaz independencia y autonomía, y las chicas, por su parte, se sienten integrantes de una red interrelacionada. Es por ello por lo que los chicos se sienten amenazados cuando algo parece poner en peligro su independencia, algo que, en el caso de las chicas, ocurre cuando se rompe una de sus relaciones. Como destaca Deborah Tannen en su libro You Just Don‘t Understand, esta diferencia de perspectiva entre ambos géneros les lleva a esperar cosas muy distintas de una simple conversación, ya que el hombre suele sentirse satisfecho con hablar sobre «algo» mientras que la mujer busca una conexión emocional más profunda.
esta disparidad en la educación emocional termina desarrollando aptitudes muy diferentes, puesto que las chicas «se aficionan a la lectura de los indicadores emocionales —tanto verbales como no- verbales— y a la expresión y comunicación de sus sentimientos». Los chicos, en cambio, se especializan en «minimizar las emociones relacionadas con la vulnerabilidad, la culpa, el miedo y el dolor»,' una conclusión corroborada por abundante documentación científica. Por ejemplo, existen cientos de estudios que han puesto de manifiesto que las mujeres suelen ser más empáticas que los hombres, al menos en lo que se refiere a su capacidad para captar los sentimientos que se reflejan en el rostro, el tono de voz y Otro tipo de mensajes no verbales. De modo parecido, también resulta bastante más fácil descifrar los sentimientos en el rostro de una mujer que en el de un hombre. Aunque, en realidad, no existe, de entrada, ninguna diferencia manifiesta en la expresividad facial de las niñas y la de los niños, a lo largo de su desarrollo en la escuela primaria los chicos se van volviendo menos expresivos, todo lo contrario de lo que ocurre en el caso de las chicas, lo cual, a su vez, puede reflejar otra diferencia clave entre ambos géneros, es decir, que las mujeres suelen ser capaces de experimentar con mayor intensidad y variabilidad que los hombres un amplio espectro de emociones. Por ello, en términos generales, cabe afirmar que las mujeres son más «emocionales» que los hombres. Todo esto supone que las mujeres tienden a llegar al matrimonio con un mayor dominio de sus emociones, mientras que los hombres lo hacen con una escasa comprensión de lo que esto significa para la estabilidad de la relación. De hecho, un estudio efectuado sobre 264 parejas ha revelado que, para las mujeres, el principal motivo de satisfacción de una relación viene dado por la sensación de que existe una «buena comunicación» en la pareja. Ted Huston, psicólogo de la Universidad de Texas que se ha dedicado a estudiar en profundidad las relaciones de pareja, observa que: «desde el punto de vista de la esposa, la intimidad conlleva, entre otras muchas cosas, la capacidad de abordar cuestiones muy diferentes y, en especial, de hablar sobre la relación misma. La inmensa mayoría de los hombres, por el contrario, no aciertan a comprender esta demanda y suelen responder diciendo algo así como: “yo quiero hacer cosas con mi mujer pero ella sólo quiere hablar”». Huston descubrió asimismo que, durante el noviazgo, los hombres se hallan más predispuestos a entablar este tipo de diálogo capaz de colmar el deseo de intimidad de su futura esposa pero que, pasado este periodo, los hombres — especialmente en las parejas más tradicionales— van invirtiendo cada vez menos tiempo en conversar con sus esposas y satisfacen su necesidad de intimidad dedicándose a actividades tales como cuidar juntos del jardín en lugar de tener una buena conversación sobre cualquier tema.
Esta lenta escalada del silencio masculino puede originarse, en parte, en el hecho de que, según parece, los hombres suelen ser muy optimistas sobre la situación real de su matrimonio mientras que las mujeres son más sensibles a los aspectos problemáticos de la relación. Un estudio realizado sobre el matrimonio pone en evidencia que los hombres muestran un punto de vista más ingenuo que sus esposas en todo lo concerniente a la relación (hacer el amor, estado de las finanzas, vínculos familiares, comprensión mutua o importancia de los defectos personales). Las esposas, por su parte, suelen mostrarse más exigentes a la hora de plantear sus demandas, especialmente en los matrimonios infelices. Si al cándido punto de vista de los maridos sobre el matrimonio sumamos su poca predisposición a afrontar los conflictos emocionales, nos haremos una idea más precisa del motivo de las frecuentes quejas de las mujeres sobre la evasiva actitud de sus maridos para hacer frente a los problemas que aquejan a cualquier relación. (Estamos hablando, claro está, de la generalización de una diferencia que no es aplicable a todos los casos particulares. Un amigo psiquiatra, por ejemplo, se lamentaba de que, en su matrimonio, él fuera el único en sacar a relucir este tipo de cuestiones y de que su esposa se mostrara sumamente remisa a hacer frente a los problemas emocionales.)
No cabe duda de que la torpeza de los hombres para percatarse de los problemas de la relación se debe a su relativa falta de capacidad para descifrar el contenido emocional de las expresiones faciales. Las mujeres suelen ser mucho más sensibles que los hombres para captar un gesto de tristeza. Es por esto por lo que las mujeres suelen verse obligadas a aparentar una desolación absoluta para que un hombre pueda llegar a darse cuenta de cuáles son sus verdaderos sentimientos y darle luego también el tiempo suficiente para que se plantee cuál puede ser la causa de su malestar.
Consideremos ahora las implicaciones de esta brecha emocional entre géneros en el modo en que los miembros de la pareja abordan las exigencias y discrepancias que inevitablemente comporta toda relación íntima. De hecho, las cuestiones puntuales como la frecuencia de las relaciones sexuales, la educación de los hijos, el ahorro y las deudas que el matrimonio puede afrontar, no suelen ser el motivo principal de cohesión o de separación de la pareja. El factor determinante, por el contrario, suele centrarse en el modo en que la pareja aborda las cuestiones más o menos candentes. Y, por así decirlo, llegar a un acuerdo sobre como estar en desacuerdo suele ser la clave para la supervivencia del matrimonio.
Para sortear los escollos de las emociones tortuosas, las mujeres y los hombres deben tratar de ir más allá de las diferencias genéricas innatas porque, en caso de no lograrlo, la relación se verá abocada al naufragio. Como veremos a continuación, el riesgo de zozobrar ante estos escollos aumenta considerablemente en el caso de que uno o ambos cónyuges presenten carencias manifiestas en el desarrollo de la inteligencia emocional.
EL FRACASO MATRIMONIAL
Fred: ¿Has recogido mi ropa limpia?
Ingrid: (En tono burlesco) «Has recogido mi ropa limpia». Recógela tú. ¿Crees que soy tu criada'?
Fred: Eso difícilmente podría ser. Si fueras mi criada, al menos sabrías limpiar la ropa.
Si este diálogo caústico e hiriente hubiera sido extraído de una obra de teatro podría resultar hasta cómico, pero el hecho es que tuvo lugar entre un matrimonio que —y esto no resulta sorprendente— acabó divorciándose a los pocos años. El intercambio tuvo lugar en un laboratorio dirigido por John Gottman, psicólogo de la Universidad de Washington, quien posiblemente haya llevado a cabo el análisis más exhaustivo sobre el aglutinante emocional que mantiene unida a la pareja y sobre los sentimientos corrosivos que contribuyen a destruirla. En el curso de esta investigación se grababan en video las conversaciones que mantenían las parejas y posteriormente eran microanalizadas para tratar de descubrir los más mínimos indicios de las corrientes emocionales subyacentes. Este proceso de cartografiado de las discrepancias que terminan abocando al divorcio constituye un argumento sumamente convincente en favor del papel decisivo que desempeña la inteligencia emocional en la supervivencia de la pareja.
En las dos últimas décadas. Gottman ha rastreado los altibajos de más de doscientas parejas, algunas de ellas recién casadas y otras que llevaban unidas mucho tiempo. La precisión del análisis realizado por Gottman sobre el ecosistema matrimonial ha sido tal que, en uno de sus estudios, le permitió predecir con una exactitud del 94% (¡una precisión ciertamente inaudita en este tipo de estudios!) qué parejas, de entre todas las que pasaron por su laboratorio, terminarían separándose en los próximos tres años (como ocurrió en el caso de Ingrid y Fred, cuya cáustica discusión poníamos como ejemplo al comienzo de esta sección). La precisión del análisis de Gottman se deriva de su escrupulosa metodología y de la minuciosidad con que recoge sus datos.
Mientras los miembros de la pareja, por ejemplo, conversan entre si, unos sensores se encargan de registrar los más mínimos cambios fisiológicos; asimismo, Gottman realiza también un análisis secuencial de todas las expresiones faciales (utilizando un sistema de lectura de las emociones desarrollado por Paul Ekman) que le permite detectar los matices más sutiles y fugaces de los sentimientos. Después de finalizar la sesión, cada participante se dirige a un laboratorio separado para mirar la cinta de video y hablar de los sentimientos que experimentó durante los momentos más álgidos de la conversación. El resultado de este tipo de estudios constituye el equivalente a una radiografía emocional del matrimonio.
Según Gottman, las críticas destructivas son una incipiente señal de alarma que indica que el matrimonio se halla en peligro. En un matrimonio emocional mente sano, tanto la esposa como el marido se sienten lo suficientemente libres como para formular abiertamente sus quejas. Pero suele ocurrir que, en medio del fragor del enfado, las quejas se formulen de un modo destructivo, bajo la foma de un ataque en toda regla contra el carácter del cónyuge. Pamela y Tom, por ejemplo, quedaron a una hora concreta frente a la estafeta de correos para ir al cine y, seguidamente, Pamela se dirigió con su hija a una zapatería mientras su marido iba a echar un vistazo a la librería. Pero a la hora convenida Tom todavía no había aparecido. «¿Dónde se habrá metido? La película empieza dentro de diez minutos —se quejó Pamela a su hija—. Si alguien sabe cómo estropear algo, ése es tu padre.» y cuando Tom apareció diez minutos después, contento por haberse encontrado con un viejo amigo y excusándose por el retraso, Pamela le espetó sarcásticamente: «muy bien; ya tendremos ocasión de discutir tu sorprendente habilidad para echar al traste todos los planes. Eres un egoísta y un desconsiderado».
Pero este tipo de quejas es algo más que una simple protesta, es un verdadero atentado contra la personalidad del otro, una crítica dirigida al individuo y no a sus actos. Ante el intento de disculpa de Tom, Pamela le estigmatizó con los calificativos de «egoísta y desconsiderado». No es infrecuente que las parejas atraviesen por momentos similares, momentos en los que una queja sobre algo que el otro ha hecho se convierte en un ataque en toda regla contra la persona y no contra el hecho en cuestión.
Estas feroces críticas personales tienen un impacto emocional mucho más corrosivo que una queja razonada y tienden a producirse —quizá comprensiblemente— con mayor frecuencia cuando la esposa o el marido siente que sus quejas no son escuchadas ni tenidas en consideración.
La diferencia existente entre una queja y una crítica personal es evidente. En la queja, uno señala específicamente aquello que le molesta del otro miembro de la pareja y critica sus acciones —no su persona— expresándole cómo se siente. Por ejemplo, la frase «cuando olvidaste meter mi ropa en la lavadora sentí que te preocupabas muy poco de mi» no es beligerante ni pasiva sino una expresión asertiva que ilustra un grado de inteligencia emocional. Lo que ocurre en el caso de la crítica personal, en cambio, es que un miembro de la pareja se sirve de una demanda concreta para arremeter contra el otro («Siempre eres igual de egoísta e insensible. Esto me demuestra que no puedo confiar en que hagas nada bien»).
Este tipo de crítica deja a quien la recibe avergonzado, disgustado, ultrajado y humillado, y es muy probable que termine abocando a una reacción defensiva que no contribuya en nada a mejorar la situación.