La inteligencia emocional (23 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

La notable falta de empatía que presentan estas personas cuando agreden a sus víctimas suele formar parte de un ciclo emocional que termina precipitando su crueldad. Veamos, por ejemplo, la secuencia emocional típica que conduce a un delito como el abuso sexual de un niño. El ciclo se inicia cuando la persona comienza a sentirse alterada: inquieta, deprimida o aislada. Estos sentimientos pueden ser activados por la contemplación de una pareja feliz en la televisión, lo que le lleva a sentirse inmediatamente deprimido por su propia soledad. Es entonces cuando busca consuelo en su fantasía favorita, que suele ser la afectuosa amistad con un niño, una fantasía que paulatinamente va adquiriendo un cariz cada vez más sexual y suele terminar en la masturbación. Tal vez entonces el agresor experimente un alivio momentáneo pero la tregua es muy breve y la depresión y la sensación de soledad retornan con más virulencia que antes. Entonces es cuando el agresor comienza a pensar en la posibilidad de llevar a la práctica su fantasía repitiéndose justificaciones del tipo «si el niño no sufre ninguna violencia física, no le estoy haciendo ningún daño» o «si no quisiera hacer el amor conmigo tratara de evitarlo».

A estas alturas, el agresor ve al niño a través de la lente de sus perversas fantasías, sin la menor muestra de empatía por sus sentimientos. Esta indiferencia emocional es la que determina la escalada de los hechos subsiguientes, desde la elaboración del plan para encontrar a un niño solo, pasando por la minuciosa consideración de los pasos a seguir, hasta llegar a la ejecución del plan.

todo esto se realiza como si la víctima careciera de sentimientos; muy al contrario, el agresor no percibe sus verdaderos sentimientos (asco, miedo y rechazo) porque, en caso de hacerlo, podría llegar a arruinar sus planes y, en cambio, proyecta la actitud cooperante de la víctima.

La falta de empatía es precisamente uno de los focos principales en los que se centran los nuevos tratamientos diseñados para la rehabilitación de esta clase de delincuentes. En uno de los programas más prometedores los agresores deben leer los desgarradores relatos de este tipo de delitos contados desde la perspectiva de la víctima y contemplar videos en los que las víctimas narran desconsoladamente lo que experimentaron cuando sufrieron la agresión. Luego, el agresor tiene que escribir acerca de su propio delito pero poniéndose, esta vez, en el lugar de la víctima y, por último, debe representar el episodio en cuestión desempeñando ahora el papel de víctima.

En opinión de William Pithers, psicólogo de la prisión de Vermont que ha desarrollado esta terapia de cambio de perspectiva: «la empatía hacia la víctima transforma la percepción hasta el punto de impedir la negación del sufrimiento, incluso a nivel de las propias fantasías», fortaleciendo así la motivación de los hombres para combatir sus perversas urgencias sexuales. La proporción de agresores sexuales que, después de pasar por este programa en prisión, reincidían, era la mitad que la de quienes no se sometieron al programa. Si falta esta motivación empática, las otras fases del tratamiento no funcionarán adecuadamente.

Pero si son pocas las esperanzas de infundir una mínima sensación de empatía en los agresores sexuales de los niños, menos todavía lo son en el caso de otro tipo de criminales, como los psicópatas (a los que los recientes diagnósticos psiquiátricos denominan sociópatas). El psicópata no sólo es una persona aparentemente encantadora sino que también carece de todo remordimiento ante los actos más crueles y despiadados. La psicopatía, la incapacidad de experimentar empatía o cualquier tipo de compasión o, cuanto menos, remordimientos de conciencia, es una de las deficiencias emocionales más desconcertantes. La explicación de la frialdad del psicópata parece residir en su completa incapacidad para establecer una conexión emocional profunda. Los criminales más despiadados, los asesinos sádicos múltiples que se deleitan con el sufrimiento de sus victimas antes de quitarles la vida, constituyen el epitome de la psicopatía. Los psicópatas también suelen ser mentirosos impenitentes dispuestos a manipular cínicamente las emociones de sus victimas y a decir lo que sea necesario con tal de conseguir sus objetivos. Consideremos el caso de Faro, un adolescente de diecisiete años, integrante de una banda de Los Ángeles, que causó la muerte de una mujer y de su hijo en un atropello que él mismo describía con más orgullo que pesar. Mientras se hallaba conduciendo un coche junto a Leon Bing, quien estaba escribiendo un libro sobre las pandillas de los Crips y los Bloods de la ciudad de Los Ángeles, Faro quiso hacer una demostración para Bing. Según relata éste, Faro «pareció enloquecer» cuando vio al «par de tipos» que conducían el automóvil que iba detrás del suyo. Esto es lo que dice Bing acerca del incidente:

«El conductor, al percatarse de que alguien estaba mirándole, echó entonces una mirada a nuestro coche y, cuando sus ojos tropezaron con los de Faro, se abrieron completamente durante un instante. Entonces rompió el contacto visual y bajó los ojos hacia un lado. No cabía duda de que su mirada reflejaba miedo.

Entonces Faro hizo una demostración a Bing de la fiera mirada que había lanzado a los ocupantes del otro coche:

Me miró directamente y toda su cara se transformó, como si algún truco fotográfico lo hubiera convertido en un aterrador fantasma que te aconseja que no aguantes la mirada desafiante de este chico, una mirada que dice que nada le preocupa, ni tu vida ni la suya.»

Es evidente que hay muchas explicaciones plausibles de una conducta tan compleja como ésta. Una de ellas podría ser que la capacidad de intimidar a los demás tiene cierto valor de supervivencia cuando uno debe vivir en entornos violentos en los que la delincuencia es algo habitual. En tales casos, el exceso de empatía podría ser contraproducente. Así pues, en ciertos aspectos de la vida, una oportuna falta de empatía puede ser una «virtud» (desde el «policía malo» de los interrogatorios hasta el soldado entrenado para matar). En este mismo sentido, las personas que han practicado torturas en estados totalitarios refieren cómo aprendían a disociarse de los sentimientos de sus victimas para poder llevar a cabo mejor su «trabajo».

Una de las formas más detestables de falta de empatía ha sido puesta de manifiesto accidentalmente por una investigación que reveló que los maridos que agreden físicamente o incluso llegan a amenazar con cuchillos o pistolas a sus esposas, se hallan aquejados de una grave anomalía psicológica, ya que, en contra de lo que pudiera suponerse, estos hombres no actúan cegados por un arrebato de ira sino en un estado frío y calculado. Y, lo que es más, esta anomalía era más patente a medida que su cólera aumentaba y la frecuencia de sus latidos cardíacos disminuía en lugar de aumentar (como suele ocurrir en los accesos de furia), lo cual significa que cuanto más beligerantes y agresivos se sienten, mayor es su tranquilidad fisiológica. Su violencia, pues, parece ser un acto de terror calculado, una forma de controlar a sus esposas sometiéndolas a un régimen de terror.

Los maridos que muestran una crueldad brutal constituyen un caso aparte entre los hombres que maltratan a sus esposas. Como norma general, también suelen mostrarse muy violentos fuera del matrimonio, suelen buscar pelea en los bares o están continuamente discutiendo con sus compañeros de trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor parte de los hombres que maltratan a sus esposas actúan de manera impulsiva —bien sea movidos por el enfado que les produce sentirse rechazados o celosos, o debido al miedo a ser abandonados— los agresores fríos y calculadores golpean a sus esposas sin ninguna razón aparente y. una vez que han empezado, no hay nada que éstas puedan hacer —ni siquiera el intento de abandonarles— para aplacar su violencia.

Algunos estudiosos de los psicópatas criminales sospechan que esta capacidad de manipular fríamente a los demás, esta total ausencia de empatía y de afecto, puede originarse en un defecto neurológico.
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En opinión de Robert Hare, el psicólogo de la Universidad de la Columbia Británica que ha llevado a cabo esta investigación, los psicópatas tienen una comprensión muy superficial del contenido emocional de las palabras, un reflejo de la falta de profundidad de su mundo afectivo. Según Hare, la indiferencia de los psicópatas se asienta en una pauta fisiológica ligada a ciertas irregularidades funcionales de la amígdala y de los circuitos neurológicos relacionados con ella. En este sentido, los psicópatas que reciben una descarga eléctrica no muestran los síntomas de miedo que son normales en las personas cuando sufren dolor. Es precisamente el hecho de que la expectativa del dolor no suscita en ellos ninguna reacción de ansiedad lo que, en opinión de Hare, justifica que los psicópatas no se preocupen por las posibles consecuencias de sus actos. Y su incapacidad de experimentar el miedo es la queda cuenta de su ausencia de toda empatía —o compasión— hacia el dolor y el miedo de sus victimas.

8. LAS ARTES SOCIALES

Como sucede con tanta frecuencia entre hermanos, Len, de cinco años de edad, perdió la paciencia con Jay, de dos años y medio, porque había desordenado las piezas del Lego con las que estaban jugando y en un ataque de rabia le mordió. Su madre, al escuchar los gritos de dolor de Jay, se apresuró entonces a regañar a Len, ordenándole que recogiera en seguida el objeto de la disputa. Y ante aquello, que debió de parecerle una gran injusticia, Len rompió a llorar, pero su madre, enojada, se negó a consolarle.

Fue entonces cuando el agraviado Jay, preocupado con las lágrimas de su hermano mayor, se aprestó a consolarle. Y esto fue, más o menos, lo que ocurrió:

—¡No llores más, Len! —imploró Jay— ¡Deja de llorar, hermano, deja de llorar!

Pero, a pesar de sus súplicas, Len continuaba llorando. Entonces Jay se dirigió a su madre diciéndole:

—¡Len está llorando, mamá! ¡Len está llorando! ¡Mira, mira. Len está llorando!

Luego, dirigiéndose al desconsolado Len, Jay adoptó un tono materno, susurrándole:

—¡No llores, Len!

No obstante, Len seguía llorando. Así que Jay intentó otra táctica, ayudándole a guardar en su bolsa las piezas del Lego con un amistoso.

—¡Mira! ¡Yo las meto en la bolsa para Lenny!

Pero como aquello tampoco funcionó, el ingenioso Jay ensayó una nueva estrategia, la distracción. Entonces cogió un coche de juguete y trató de llamar con él la atención de Len:

—Mira quién está dentro del coche, Len. ¿Quién es?

Pero Len seguía sin mostrar el menor interés. Estaba realmente consternado y sus lágrimas parecían no tener fin. Entonces su madre, perdiendo la paciencia, recurrió a una clásica amenaza:

—¿Quieres que te pegue?

—¡No! —balbució entonces Len.

—¡Pues deja ya de llorar! —concluyó la madre, exasperada, con firmeza.

—¡Lo estoy intentando! —farfulló Len, en un tono patético y jadeante, a través de sus lágrimas. Eso fue lo que despertó la estrategia final de Jay que, imitando el tono autoritario y amenazante de su madre, ordenó:

—¡Deja de llorar, Len! ¡Acaba ya de una vez!

Este pequeño drama doméstico evidencia muy claramente la sutileza emocional que puede desplegar un mocoso de poco más de dos años para influir sobre las emociones de otra persona. En su apremiante intento de consolar a su hermano, Jay desplegó un amplio abanico de tácticas que iban desde la súplica hasta la ayuda, pasando por la distracción, la exigencia e incluso la amenaza, un auténtico repertorio que había aprendido de lo que otros habían intentado con él. Pero, en cualquiera de los casos, lo que ahora nos importa es subrayar que, incluso a una edad tan temprana, los niños disponen de un auténtico arsenal de tácticas dispuestas para ser utilizadas.

Como sabe cualquier padre, el despliegue de empatía y compasión demostrado por Jay no es, en modo alguno, universal. Es igual de probable que un niño de esta edad considere la angustia de su hermano como una oportunidad para vengarse de él y hostigarle más aún. Las mismas habilidades mostradas por Jay podrían haber sido utilizadas para fastidiar o atormentar a su hermano. No obstante, ello no haría sino confirmar la presencia de una aptitud emocional fundamental, la capacidad de conocer los sentimientos de los demás y de hacer algo para transformarlos, una capacidad que constituye el fundamento mismo del sutil arte de manejar las relaciones.

Pero para llegar a dominar esta capacidad, los niños deben poder dominarse previamente a si mismos, deben poder manejar sus angustias y sus tensiones, sus impulsos y su excitación, aunque sea de un modo vacilante, puesto que para poder conectar con los demás es necesario un mínimo de sosiego interno. Es precisamente en este período cuando, en lugar de recurrir a la fuerza bruta, aparecen los primeros rasgos distintivos de la capacidad de controlar las propias emociones, de esperar sin gimotear, de razonar o de persuadir (aunque no siempre elijan estas opciones).

La paciencia constituye una alternativa a las rabietas —al menos de vez en cuando— y los primeros signos de la empatía comienzan a aparecer alrededor de los dos años de edad (fue precisamente la empatía —la raíz de la compasión— la que impulsó a Jay a intentar algo tan difícil como tranquilizar a su desconsolado hermano).

Así pues, el requisito para llegar a controlar las emociones de los demás —para llegar a dominar el arte de las relaciones— consiste en el desarrollo de dos habilidades emocionales fundamentales: el autocontrol y la empatía.

Es precisamente sobre la base del autocontrol y la empatía sobre la que se desarrollan las «habilidades interpersonales». Estas son las aptitudes sociales que garantizan la eficacia en el trato con los demás y cuya falta conduce a la ineptitud social o al fracaso interpersonal reiterado. Y también es precisamente la carencia de estas habilidades la causante de que hasta las personas intelectualmente más brillantes fracasen en sus relaciones y resulten arrogantes, insensibles y hasta odiosas. Estas habilidades sociales son las que nos permiten relacionarnos con los demás, movilizarles, inspirarles, persuadirles, influirles y tranquilizarles profundizar, en suma, en el mundo de las relaciones.

LA EXPRESIÓN DE LAS EMOCIONES

La capacidad de expresar los propios sentimientos constituye una habilidad social fundamental. Paul Ekman utiliza el término despliegue de roles para referirse al consenso social en el que resulta adecuado expresar los sentimientos, un dominio en el que existe una enorme variabilidad intercultural. Ekman y sus colegas estudiaron las reacciones faciales de los estudiantes japoneses ante una película que mostraba escenas de una circuncisión ritual de los adolescentes aborígenes descubriendo que, cuando los estudiantes contemplaban la película en presencia de alguna figura de autoridad, sus rostros apenas si reaccionaban, pero cuando creían que estaban solos (aunque, en realidad, estaban siendo filmados por tina cámara oculta), sus rostros mostraban un amplio abanico de emociones que iban desde la tensión hasta el miedo y la repugnancia.

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