Hay varias formas de entrar en el estado de «flujo». Una de ellas consiste en enfocar intencionalmente la atención en la tarea que se esté llevando a cabo; no hay que olvidar que la esencia del «flujo» es la concentración. En la entrada en estos dominios parece haber un bucle de retroalimentación puesto que, si bien el primer paso necesario para calmarse y centrarse en la tarea requiere un considerable esfuerzo y cierta disciplina, una vez dado ese paso funciona por si sólo, liberando al sujeto de la inquietud emocional y permitiéndole afrontar la tarea sin el menor esfuerzo.
Otra forma posible de entrar en este estado también puede darse cuando la persona emprende una tarea para la que está capacitado y se compromete con ella en un nivel que exige de todas sus facultades. Como me dijo en cierta ocasión el mismo Csikszentmihalyi. «Las personas parecen concentrarse mejor cuando se les pide algo más que lo corriente, en cuyo caso son capaces de ir más allá de lo normal. Si la demanda es muy inferior a su capacidad, la persona se aburre y si, por el contrario, es excesiva, termina angustiándose. El estado de «flujo» tiene lugar en esa delicada franja que separa el aburrimiento de la ansiedad». El placer, la gracia y la eficacia espontánea que caracterizan el estado de «flujo» es incompatible con el secuestro emocional en el que los impulsos límbicos capturan la totalidad del cerebro. La cualidad de la atención del «flujo» es relajada aunque muy concentrada; es una concentración muy distinta de la atención tensa propia de los momentos en los que estamos fatigados o aburridos, o en los que nuestra atención se ve asediada por sentimientos intrusivos como la ansiedad o el enojo.
Si exceptuamos la presencia de un sentimiento intensamente motivador de apacible éxtasis, el «flujo» es un estado carente de todo ruido emocional. Este éxtasis parece ser un subproducto del mismo enfoque de la atención que constituye uno de los requisitos del «flujo». De hecho, la literatura clásica de las grandes tradiciones contemplativas describe estos estados de absorción que se viven como pura beatitud como un «flujo» solamente inducido por una intensa concentración.
Si observamos a alguien que se halle en este estado tendremos la impresión de que las dificultades se desvanecen y el rendimiento cumbre parece algo natural y cotidiano, una impresión que corre pareja a lo que está sucediendo en el cerebro, en donde las tareas más complejas se realizan con un gasto mínimo de energía mental. En el «flujo», el cerebro se halla en un estado «frío», y la activación e inhibición de todos los circuitos neuronales parece ajustarse perfectamente a las demandas de la situación. Cuando las personas están comprometidas con actividades que capturan su atención y la mantienen sin realizar esfuerzo alguno, su cerebro «se sosiega», en el sentido de que hay una disminución de la estimulación cortical. Este descubrimiento es notable, puesto que el «flujo» permite abordar las tareas más complejas de un determinado dominio, ya sea jugar una partida contra un maestro de ajedrez o resolver un complejo problema matemático. Al parecer, en este caso se esperaría precisamente lo contrario, es decir que esta clase de tarea requeriría más actividad cortical, no menos, pero una de las claves del «flujo» es que tiene lugar sin alcanzar el límite de la capacidad, un estado en el que las habilidades se realizan más adecuadamente y los circuitos neurales funcionan más eficazmente.
La concentración tensa —en la que la preocupación alimenta la atención— aumenta la actividad cortical. Pero la zona de flujo y de rendimiento óptimo parece ser una especie de oasis de eficacia cortical en el que el gasto de energía cortical es mínimo. Tal vez la destreza práctica que permite a la gente entrar en el estado de «flujo» tenga lugar después de dominar los movimientos básicos de una determinada actividad (ya sea física, como, por ejemplo, ascender una montaña) o mental (como elaborar un complejo programa informático). Un movimiento bien practicado requiere mucho menos esfuerzo mental que aquél otro que esté siendo aprendido o los que todavía resultan muy difíciles. Por otra parte, cuando el cerebro trabaja menos eficazmente a causa de la fatiga o el nerviosismo —como ocurre, por ejemplo, al final de una larga y agotadora jornada de trabajo—, disminuye la precisión del esfuerzo cortical y se activan muchas áreas superfluas, un estado mental que se experimenta como sumamente distraído, y lo mismo ocurre en el caso del aburrimiento. Pero cuando el cerebro está trabajando en la zona cúspide de su eficacia, como ocurre en el caso del estado de «flujo», existe una relación muy precisa entre la actividad cerebral y los requerimientos de la tarea. En ese estado hasta el trabajo más duro puede resultar renovador y pleno en lugar de extenuante.
APRENDIZAJE Y «FLUJO»: UN NUEVO MODELO EDUCATIVO
El «flujo» aparece en esa zona en la que una actividad exige a la persona el uso de todas sus capacidades y es por ello por lo que, en la medida en que aumenta la destreza, también lo hace la dificultad de entrar en el estado de «flujo». Si una tarea es demasiado sencilla resulta aburrida y si, por el contrario, es más compleja de la cuenta, el resultado es la ansiedad. Podría objetarse que la maestría en un determinado arte o habilidad se ve espoleada por la experiencia del «flujo», que la motivación a hacerlo cada vez mejor —ya se trate de tocar el violín, de bailar o del más especializado trabajo de laboratorio— consiste en permanecer en «flujo» mientras se lleva a cabo. En realidad, en un estudio efectuado sobre doscientos artistas dieciocho años después de que terminaran sus estudios, Csikszentmihalyi descubrió que aquéllos que en sus días de estudiante habían saboreado el puro gozo de pintar eran los que se habían convertido en auténticos pintores, mientras que la mayor parte de quienes habían sido motivados por ensueños de fama y riqueza abandonaron el arte poco después de graduarse.
La conclusión de Csikszentmihalyi es clara: «por encima de cualquier otra cosa, lo que los pintores quieren es pintar. Si el artista que se halla frente al lienzo comienza a preguntarse a cuánto venderá la obra o lo que los críticos pensarán de ella, será incapaz de abrir nuevos caminos. La obra creativa exige una entrega sin condiciones»
Del mismo modo que el estado de «flujo» es un requisito para el dominio de un oficio, una profesión o un arte, lo mismo ocurre con el aprendizaje. Al margen de lo que digan los tests de resultados, el rendimiento de los estudiantes que entran en «flujo» al estudiar es mayor que el de quienes no lo hacen así. Los estudiantes de una escuela especial de ciencias de Chicago —todos los cuales se hallaban entre el 5% de los que habían alcanzado una puntuación más elevada en un test de destreza matemática— fueron clasificados por sus profesores de matemáticas en dos grupos: más aventajados y menos aventajados. Luego se vigiló la forma en que invertían el tiempo utilizando un avisador que sonaba al azar varias veces al día y el estudiante debía anotar lo que estaba haciendo y cuál era su estado de ánimo. No es sorprendente que los que habían sido clasificados como menos aventajados invirtieran sólo unas quince horas semanales de estudio en casa, un promedio claramente inferior a las veintisiete horas que dedicaban quienes habían sido clasificados en el grupo de los más aventajados. Aquéllos, por otra parte, invertían la mayor parte del tiempo en que no estaban estudiando en actividades sociales, pasear con los amigos y estar con la familia.
El análisis de su estado de ánimo reveló un importante descubrimiento, porque tanto unos como otros pasaban mucho tiempo aburriéndose con actividades tales como ver la televisión, que no ponían a prueba sus habilidades. Así es, a fin de cuentas, el mundo de los adolescentes. Pero la diferencia fundamental estribaba en su experiencia del estudio, una experiencia de la que los que formaban parte del grupo de aventajados entraban en «flujo» el 40% del tiempo invertido, algo que, en el caso de quienes formaban parte del grupo inferior sólo ocurría el 16% del tiempo, a causa, posiblemente, de la ansiedad que generaba una demanda que excedía sus capacidades. Estos últimos, por su parte, encontraban placer y «flujo» en la socialización y no en el estudio. En resumen, los estudiantes más aventajados tienden a estudiar porque ello les pone en «flujo», pero, por desgracia, los menos aventajados no entran en «flujo» con el estudio, lo cual limita el alcance de las tareas intelectuales de las que disfrutarán en el futuro. Howard Gardner, el psicólogo de Harvard que desarrolló la teoría de la inteligencia múltiple, considera el «flujo» y los estados positivos que lo caracterizan, como parte de una forma más saludable de enseñar a los niños, motivándolos desde el interior en lugar de recurrir a las amenazas o a las promesas de recompensa. «Deberíamos utilizar los mismos estados positivos de los niños para atraerles hacia el estudio de aquellos dominios en los que demuestren ser más diestros —propone Gardner—. El “flujo" es un estado interno que significa que el niño está comprometido en una tarea adecuada. Todo lo que tiene que hacer es encontrar algo que le guste y perseverar en ello. Cuando los niños se aburren en la escuela y se sienten desbordados por sus deberes es cuando se pelean y se portan mal. Uno aprende mejor cuando hace algo que le gusta y disfruta comprometiéndose con ello».
La estrategia utilizada en la mayor parte de las escuelas que están poniendo en práctica el modelo de la inteligencia múltiple de Gardner gira en torno a identificar y fortalecer el perfil de competencias naturales de un niño al tiempo que trata también de despojarle de sus debilidades. Por ejemplo, un niño con un talento natural para la música o el movimiento entrará en «flujo» más fácilmente en ese dominio que en aquéllos otros en los que es menos diestro. De este modo, conocer el perfil de un niño puede ayudar al maestro a adaptar la forma de presentarle un determinado tema y ajustar también el nivel —desde terapéutico hasta muy avanzado— que suponga para él un reto óptimo. Hacer esto significa fomentar un aprendizaje más placentero, un aprendizaje que no resulte angustioso ni tampoco aburrido. «La esperanza es que cuando los niños aprendan a aprender "fluyendo”, se animaran a asumir el riesgo de enfrentarse a nuevas áreas», dice Gardner, agregando que esto es precisamente lo que parece demostrar la experiencia.
Hablando en términos más generales, el modelo del «flujo» sugiere que el logro del dominio en cualquier habilidad o cuerpo de conocimientos debe tener lugar de manera natural en la medida en que el niño se ocupa de las áreas en las que espontáneamente se siente más comprometido, es decir, que más le gustan.
Esta pasión inicial puede ser la semilla de niveles superiores de éxito en la medida en que comience a comprender que seguir en ello —ya sea la danza, las matemáticas o la música— constituye una fuente del gozo del «flujo». Y puesto que ello pone en juego los límites de su propia capacidad de sostener el estado de «flujo», se convierte en una motivación para hacerlo cada vez mejor, lo cual hace feliz al niño. Este, evidentemente, es un modelo más positivo de aprendizaje y educación que el que solemos encontrar en la mayor parte de las escuelas. ¿Quién no recuerda la escuela, al menos en parte, como un interminable desfile de horas de aburrimiento puntuadas por momentos de gran ansiedad? Tratar de que el aprendizaje se realice a través del «flujo» constituye una forma más humana, más natural y probablemente más eficaz de poner las emociones al servicio de la educación.
En un sentido amplio, canalizar las emociones hacia un fin más productivo constituye una verdadera aptitud maestra. Ya se trate de controlar los impulsos, de demorar la gratificación, de regular nuestros estados de ánimo para facilitar —y no dificultar— el pensamiento, de motivarnos a nosotros mismos a perseverar y hacer frente a los contratiempos o de encontrar formas de entrar en «flujo» y así actuar más eficazmente, todo ello parece demostrar el gran poder que poseen las emociones para guiar más eficazmente nuestros esfuerzos.
Volvamos ahora a Gary, el brillante cirujano alexitímico que tanto sufrimiento causara a su prometida Ellen haciendo gala de una ignorancia absoluta con respecto al mundo de los sentimientos. Como ocurre con la mayoría de los alexitímicos, Gary carecía de empatía y de intuición. Si ella le comentaba que se sentía abatida, Gary no acertaba a comprenderla, y si le dirigía palabras cariñosas, él cambiaba de tema. Gary no cesaba de formular críticas «útiles» sobre las cosas que hacia Ellen, sin percatarse de que tales críticas no la ayudaban en lo más mínimo sino que sólo la hacían sentirse atacada.
La conciencia de uno mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía, puesto que, cuanto más abiertos nos hallemos a nuestras propias emociones, mayor será nuestra destreza en la comprensión de los sentimientos de los demás. Los alexitimicos como Gary no tienen la menor idea de lo que sienten y por lo mismo también se encuentran completamente desorientados con respecto a los sentimientos de quienes les rodean. Son, por así decirlo, sordos a las emociones y carecen de la sensibilidad necesaria para percatarse de las notas y los acordes emocionales que transmiten las palabras y las acciones de sus semejantes. En este sentido, los tonos, los temblores de voz, los cambios de postura y los elocuentes silencios les pasan totalmente inadvertidos.
Confundidos, pues, acerca de sus propios sentimientos, los alexitímicos son igualmente incapaces de percibir los sentimientos ajenos. Y esta incapacidad no sólo supone una importante carencia en el ámbito de la inteligencia emocional sino que también implica un grave menoscabo de su humanidad, porque la raíz del afecto sobre el que se asienta toda relación dimana de la empatía, de la capacidad para sintonizar emocionalmente con los demás.
Esa capacidad, que nos permite saber lo que sienten los demás, afecta a un amplio espectro de actividades (desde las ventas hasta la dirección de empresas, pasando por la compasión, la política, las relaciones amorosas y la educación de nuestros hijos) y su ausencia, que resulta sumamente reveladora, podemos encontrarla en los psicópatas, los violadores y los pederastas.
No es frecuente que las personas formulen verbalmente sus emociones y éstas, en consecuencia, suelen expresarse a través de otros medios. La clave, pues, que nos permite acceder a las emociones de los demás radica en la capacidad para captar los mensajes no verbales (el tono de voz, los gestos, la expresión facial, etcétera). Es muy probable que la investigación más exhaustiva llevada a cabo sobre la facultad de interpretar los mensajes no verbales sea la efectuada por Robert Rosenthal, psicólogo de la Universidad de Harvard, y sus alumnos. Rosenthal elaboró un test para determinar el grado de empatía al que denominó PSNV (perfil de sensibilidad no verbal). Este test consiste en una serie de videos en los que una mujer joven expresa una amplia gama de sentimientos que van desde el odio hasta el amor maternal, pasando por los celos, el perdón, la gratitud y la seducción. El vídeo ha sido editado de modo que oculta sistemáticamente uno o varios canales de comunicación no verbal. Así, en algunas de las escenas no sólo se ha silenciado el mensaje verbal sino que también se ha ocultado toda clave —excepto la expresión facial— que pueda ofrecer pistas acerca del estado emocional; en otras secuencias, en cambio, sólo se muestran los movimientos corporales, recorriendo así, sucesivamente, los principales canales de comunicación no verbal. El objetivo, en cualquier caso, consiste en que las personas que miran los vídeos detecten las emociones implicadas recurriendo a pistas específicamente no verbales.