Borkovec también menciona otra ventaja adicional de la preocupación, ya que, mientras la persona se halla inmersa en sus pensamientos obsesivos, no parece reparar en las sensaciones subjetivas de ansiedad (el aumento del ritmo cardíaco, la sudoración, los temblores, etcétera) suscitadas por esos mismos pensamientos. Así pues, la persistencia de la preocupación parece silenciar esa ansiedad, al menos en lo que respecta al ritmo cardíaco. Al parecer, la secuencia de la preocupación es la siguiente: la persona comienza adviniendo algo que suscita la idea de alguna amenaza o un peligro potencial, una catástrofe imaginaria que, a su vez, desencadena un ataque moderado de ansiedad: luego el aprensivo se sumerge en una serie de pensamientos de angustia, cada uno de los cuales desata nuevas preocupaciones. Mientras la atención permanezca circunscrita a este ámbito obsesivo y se mantenga focalizada en este tipo de pensamientos, conseguirá apartar de su mente la imagen original catastrófica que disparó la ansiedad. Como descubrió Borkovec, las imágenes son más poderosas que los pensamientos a la hora de activar la ansiedad fisiológica. Es por esto por lo que la inmersión en los pensamientos y la exclusión de las imágenes catastróficas es capaz de aliviar parcialmente la angustia. Y. en ese sentido, la preocupación se ve reforzada porque constituye una suerte de antídoto parcial de la angustia.
Pero la preocupación crónica también resulta frustrante porque se constituye una secuencia de ideas obsesivas y estereotipadas que no aportan ninguna solución creativa que contribuya realmente a resolver el problema. Esta rigidez no sólo se manifiesta en el contenido mismo del pensamiento obsesivo —que simplemente se limita a repetir la misma idea una y otra vez— sino también a nivel neurológico, en donde parece presentarse una cierta inflexibilidad cortical y una incapacidad del cerebro emocional para adaptarse a las circunstancias cambiantes. En resumen, pues, aunque la preocupación crónica funcione en ciertos sentidos, no lo hace en otros aspectos mucho más importantes. Tal vez pueda disipar parcialmente la ansiedad, pero jamás contribuirá a aportar la solución a un determinado problema.
En cualquier caso, no hay nada más difícil para un aprensivo crónico que seguir el consejo que más frecuentemente se le brinda: «deja de preocuparte» (o peor todavía: «no te preocupes; se feliz»). No olvidemos el papel que desempeña la amígdala en el desarrollo de las preocupaciones crónicas, un papel que justifica su irrupción inesperada y su persistencia una vez que han hecho su aparición en escena. Sin embargo, la investigación realizada por Borkovec le ha permitido elaborar un método sencillo que puede ayudar a los aprensivos crónicos a controlar su hábito.
El primer paso consiste en tomar conciencia de uno mismo y registrar el primer acceso de preocupación tan pronto como sea posible. En circunstancias ideales, este registro debería tener lugar inmediatamente, en el mismo instante en que una fugaz imagen catastrófica pone en marcha el ciclo de la preocupación y la ansiedad. En este sentido, el adiestramiento propuesto por Borkovec consiste en comenzar enseñándoles a darse cuenta de los signos de la ansiedad y, en especial, adiestrándoles a identificar las situaciones, las imágenes y los pensamientos ocasionales que desencadenan el ciclo de la preocupación y las sensaciones corporales de ansiedad que las acompañan. Con el debido entrenamiento, la persona puede llegar a captar el surgimiento de la preocupación en un momento cada vez más cercano al inicio de la espiral de la ansiedad. También es posible recurrir al aprendizaje de alguna técnica de relajación que la persona pueda aplicar apenas advierta el inicio del ciclo y ejercitarse en ella hasta ser capaz de utilizarla adecuadamente en el momento preciso.
Sin embargo, la relajación no basta por sí sola. Las personas aprensivas también deben afrontar más activamente los pensamientos perturbadores porque, de lo contrario, la espiral de la preocupación volverá a iniciarse una y otra vez. El siguiente paso consiste en adoptar una postura crítica ante las creencias que sustentan la preocupación. ¿Cabe ciertamente la posibilidad de que ocurra el acontecimiento temido? ¿Es algo absolutamente necesario y no existe más alternativa que aceptarlo? ¿Hay algo positivo que pueda hacerse al respecto? ¿Realmente me sirve de algo dar vueltas y más vueltas a los mismos pensamientos?
Esta combinación de atención y sano escepticismo puede servir para frenar la activación neurológica que subyace a la ansiedad moderada. La inducción activa de este tipo de pensamientos puede terminar inhibiendo el impulso límbico que alimenta la preocupación. Paralelamente, la inducción activa de un estado de relajación contrarresta las señales de ansiedad que el cerebro emocional envía a todo el cuerpo.
De hecho, como señala Borkovec, estas estrategias determinan un curso de actividad mental que es incompatible con la preocupación. La reiterada persistencia de un determinado pensamiento obsesivo aumenta su poder persuasivo pero, en el caso de que logremos desviar la atención hacia un abanico de alternativas igualmente plausibles, evitaremos tomar ingenuamente como verdaderos los pensamientos que nos obsesionan. Este método se ha mostrado eficaz para aliviar este contumaz hábito hasta con aquellas personas cuyas preocupaciones son tan serias como para merecer un diagnóstico psiquiátrico.
Por otra parte, sería también recomendable —e incluso diríamos que sería una señal de autoconciencia— que las personas cuyas preocupaciones son tan graves como para desembocar en fobias, trastornos obsesivo—compulsivos o ataques de pánico, recurrieran a la medicación para tratar de interrumpir este círculo vicioso. No obstante, una reeducación emocional a través de la terapia sigue siendo imprescindible para disminuir la probabilidad de que los trastornos de ansiedad vuelvan a presentarse una vez que se haya dejado la medicación.
EL CONTROL DE LA TRISTEZA
La tristeza es el estado de ánimo del que la gente más quiere despojarse y Diane Tice descubrió que las estrategias para conseguirlo son muy variadas. Sin embargo, no debería evitarse toda tristeza porque, al igual que ocurre con cualquier otro estado de ánimo, tiene sus facetas positivas. La tristeza que provoca una pérdida irreparable, por ejemplo, suele ir acompañada de ciertas consecuencias: disminuye el interés por los placeres y diversiones, fija la atención en aquello que se ha perdido e impone una pausa momentánea que renueva nuestra energía para permitirnos acometer nuevas empresas. La tristeza, en suma, proporciona una especie de refugio reflexivo frente a los afanes y ocupaciones de la vida cotidiana, que nos sume en un periodo de retiro y de duelo necesario para asimilar nuestra pérdida, un período en el que podemos ponderar su significado, llevar a cabo los ajustes psicológicos pertinentes y, por último, establecer nuevos planes que permitan que nuestra vida siga adelante.
Pero, si bien la tristeza es útil, la depresión, en cambio, no lo es. William Styron nos brinda una elocuente descripción de «las múltiples manifestaciones de la postración», entre las que se cuentan el «odio hacia uno mismo», «la falta de autoestima», «la pesadumbre enfermiza» que va acompañada de una «sombría constricción, cierta sensación de sobrecogimiento y alienación y, por encima de todo, de una ansiedad abrumadora». También podemos enumerar las secuelas intelectuales que acompañan a ese estado: «confusión, imposibilidad de concentrarse y pérdida de memoria» y, en un nivel más intenso, la mente se ve «caóticamente distorsionada» y «los procesos mentales se ven arrastrados por una marea tóxica y abyecta que impide cualquier posible respuesta satisfactoria al mundo en que uno vive». Además, este estado también tiene sus correlatos físicos: el insomnio, la apatía, «una sensación de embotamiento, nerviosismo y, más concretamente, una extraña fragilidad» que van acompañados de «un inquietante desasosiego». A todo ello debemos añadir también la disminución de la capacidad de gozar de las situaciones: «todas las facetas de la sensibilidad se vuelven difusas y hasta la comida parece completamente insípida». Señalemos, por último, que toda esperanza se disipa dejando el residuo de una «gris llovizna de congoja» que genera una desesperación tan palpable como el dolor físico, un dolor tan insoportable que la única solución posible parece ser el suicidio.
En el caso de una depresión mayor como la descrita, la vida se paraliza y parece que no exista la menor alternativa para salir de la situación. Los mismos síntomas de la depresión indican que el flujo de la vida ha quedado estancado. En el caso de Styron, la medicación y la terapia no sirvieron de gran cosa sino que fue el paso del tiempo y el internamiento en un hospital lo que finalmente despejó su abatimiento. Pero, en lo que se refiere a la mayoría de las personas, especialmente a aquéllas aquejadas de depresiones más benignas, la psicoterapia y la medicación pueden ser de gran ayuda. El Prozac es el tratamiento de moda, pero existe más de una docena de fármacos que pueden ser útiles para tratar la depresión.
Sin embargo, mi principal centro de interés es la tristeza común, o la simple melancolía que, en sus manifestaciones más extremas, puede llegar a convertirse, técnicamente hablando, en una «depresión subclínica». Las personas con suficientes recursos internos pueden manejar por sí solas este tipo de melancolía pero, por desgracia, algunas de las estrategias más frecuentemente empleadas resultan francamente perjudiciales y no hacen más que empeorar la situación. Una de estas estrategias consiste en aislarse, lo cual, si bien puede resultar atractivo cuando nos sentimos abatidos, también contribuye a aumentar nuestra sensación de soledad y desamparo. Esto puede explicar, en parte, por qué Tice constató que la táctica más extendida para combatir la depresión son las actividades sociales, es decir, salir a comer, ir a ver un acontecimiento deportivo o al cine; en resumen, compartir algún tipo de actividad con los amigos o con la familia. Este tipo de actividades puede ser muy eficaz siempre que quede claro que el objetivo que se pretende lograr es que la mente se olvide de su tristeza porque, en caso contrario, sólo conseguirá perpetuar su estado de ánimo.
En realidad, uno de los principales determinantes de la duración y la intensidad de un estado depresivo es el grado de obsesión de la persona. Preocuparse por aquello que nos deprime sólo contribuye a que la depresión se agudice y se prolongue más todavía. En la depresión, la preocupación puede adoptar diferentes formas, aunque, sin embargo, todas ellas se focalizan en algún aspecto de la depresión misma como, por ejemplo, el agotamiento, la escasa motivación, la faltade energía o el poco rendimiento.
Pero, por regla general, ninguno de estos pensamientos va acompañado de una acción decidida a subsanar el problema. Según la psicóloga de Stanford Susan Nolen—Hoeksma, que se ha ocupado de estudiar a fondo el pensamiento obsesivo en las personas deprimidas, otras estrategias habituales son las de «aislarse, dar vueltas a lo mal que nos sentimos, temer que nuestra pareja se aburra de nosotros y pueda llegar a abandonarnos o no dejar de preguntarnos si vamos a padecer otra noche de insomnio». La persona deprimida puede tratar de justificar este tipo de comportamiento aduciendo que «sólo intenta conocerse mejor a sí misma». Pero el hecho es que, en la mayoría de los casos, el deprimido sólo se dedica a alimentar el sentimiento de tristeza sin ocuparse de hacer nada que pueda sacarle realmente de su estado de ánimo. La terapia puede resultar muy útil a la hora de reflexionar sobre las causas profundas de la depresión, siempre que no se trate de una mera inmersión pasiva —que sólo contribuye a empeorar la situación y nos permita acceder a visiones o a acciones tendentes a cambiar las condiciones que la motivaron—.
Asimismo, el pensamiento obsesivo puede agudizar la depresión en cuanto que establece condiciones más depresivas, si cabe. Nolen-Hoeksma nos habla, por ejemplo, del caso de una vendedora aquejada de depresión que estaba tan preocupada que no realizaba las llamadas telefónicas tan necesarias para su trabajo. Entonces las ventas disminuyeron, lo cual reforzó su sensación de fracaso y consolidó su depresión. La distracción, por el contrario, le habría permitido acopiar la energía necesaria para hacer aquellas llamadas y también le habría servido para escapar de las atenazadoras garras de la tristeza. Con ello, las ventas se habrían incrementado y habría fortalecido la confianza en si misma, contribuyendo así, en consecuencia, a reducir su depresión.
Según Nolen-Hoeksma, las mujeres son más proclives que los hombres a obsesionarse cuando están deprimidas, lo cual podría explicar el hecho de que la cifra de mujeres diagnosticadas de depresión duplique a la de hombres. Obviamente, éste no es el único factor que tener en cuenta, porque las mujeres también son más proclives a expresar abiertamente su angustia y tienen más motivos para deprimirse. Los hombres, por su parte, como muestran las estadísticas, doblan a las mujeres en su predisposición a ahogar sus penas en alcohol.
Ciertas investigaciones han puesto de manifiesto que la terapia cognitiva orientada a modificar estas pautas de pensamiento resulta tan eficaz como la medicación a la hora de tratar la depresión leve, y es superior a ella en cuanto a prevenir su retorno. Dos estrategias, en concreto, se han mostrado especialmente eficaces en esta lucha: una de ellas consiste en aprender a afrontar los pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de la obsesión, cuestionar su validez y considerar alternativas más positivas. La otra consiste en establecer deliberadamente un programa de actividades agradables que procure alguna clase de distracción.
Una de las razones por las cuales la distracción puede ser un remedio eficaz es que los pensamientos depresivos tienen un carácter automático y se introducen de manera inesperada en la mente. Aun en el caso de que la persona deprimida trate de eliminar los pensamientos obsesivos, no resulta fácil conseguirlo.
Una vez que el tren de los pensamientos depresivos se ha puesto en marcha resulta muy difícil detener el continuo proceso de asociaciones mentales que desencadena. Un estudio realizado con personas deprimidas a quienes se pidió que ordenaran frases con palabras desordenadas al azar, tuvieron mucho más éxito con los mensajes negativos («el futuro me parece sombrío») que con los más optimistas («el futuro me parece espléndido»). La depresión es un estado de ánimo que tiende a perpetuarse y a eclipsar incluso las distracciones elegidas por el sujeto. Cuando Richard Wenzlaff, psicólogo de la Universidad de Texas, llevó a cabo una investigación en la que proporcionó a varias personas deprimidas una lista de actividades para apartar de sus mentes un hecho triste como, por ejemplo, la muerte de un amigo, casi todos ellos eligieron las alternativas menos risueñas. En su opinión, las personas deprimidas deben hacer el sobreesfuerzo de prestar atención a algo que pueda animarles y poner un cuidado especial en no elegir inconscientemente todo aquello que les hunda nuevamente (como, por ejemplo, una película o una novela muy triste).