La inteligencia emocional (47 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Mientras otros aprenden a negociar y pactar para dirimir las disputas que aparecen en el patio de recreo, los chicos indisciplinados siguen confiando en la fuerza bruta, una conducta que, sin embargo, tiene un elevado coste social, ya que, a las dos o tres horas de producirse el primer altercado, suelen caerles antipáticos a sus compañeros.

Las investigaciones que han seguido a este tipo de niños desde la enseñanza preescolar hasta la pubertad demuestran que más de la mitad de los alumnos que durante el primer curso se mostraban destructivos, incapaces de mantener una relación cordial con los demás, desobedientes con sus padres y tercos con sus maestros, comenzaron a delinquir a partir de los diez años de edad. Por supuesto, con ello no estamos diciendo que todos los niños agresivos estén condenados a caer en la delincuencia y la violencia, pero lo cierto es que son quienes más probabilidades tienen de llegar a cometer delitos violentos.

Como acabamos de señalar, la propensión al delito se manifiesta sorprendentemente pronto en la vida de estos niños. Un estudio realizado entre niños de unos cinco años de edad de una guardería de Montreal demostró que, quienes manifestaban un grado más elevado de agresividad e indisciplina, antes de haber cumplido los catorce años de edad revelaron un índice de delincuencia mucho más acusado, mostrando también una tendencia tres veces superior a la de los demás a golpear sin motivo alguno, a robar en una tienda, a utilizar algún tipo de armas, a romper o robar piezas de un automóvil y a emborracharse. Así pues, los niños difíciles y agresivos emprenden el camino que conduce a la violencia y a la delincuencia durante el primero y el segundo curso. No es infrecuente, por otra parte, que su escaso autocontrol les lleve también, desde los primeros años de escolarizacion, a ser malos estudiantes, estudiantes que suelen ser considerados por los demás —y que se ven a sí mismos— como «tontos», un juicio que se ve confirmado cuando se ven obligados a asistir a clases de repaso (y que, por cierto, no hacen todos los niños que manifiestan igual grado de «hiperactividad» o de dificultades de aprendizaje). Los niños que antes de ingresar en la escuela han sufrido en su hogar un estilo educativo «coercitivo», suelen ser más castigados por sus maestros, quienes se ven obligados a invertir mucho tiempo en su disciplina. La constante oposición a las normas de conducta del aula que estos niños manifiestan espontáneamente supone una pérdida preciosa de tiempo que podría aprovecharse mejor. Por lo general, el fracaso académico se hace evidente cuando los niños llegan tercer curso. Así pues, si bien estos niños presentan un Cl más bajo que el de sus compañeros, la principal razón que impulsa su camino hacia la delincuencia hay que buscarla en su temperamento. De hecho, en los niños de diez años, la impulsividad resulta un predictor de la tendencia posterior hacia la delincuencia tres veces más adecuado que el Cl Al llegar al cuarto y quinto curso, estos chicos —que por el momento sólo son considerados revoltosos o «difíciles»— son rechazados por sus compañeros, tienen serias dificultades para hacer amigos, tienen problemas de fracaso escolar y, sintiéndose faltos de toda amistad, gravitan en torno a otros marginados sociales. De este modo, entre el cuarto y noveno curso se aglutinan alrededor de algún grupo marginal y llevan una vida que desafía las normas, mostrando una tendencia cinco veces superior a la media a hacer novillos, beber alcohol y tomar drogas, una situación que alcanza su punto culminante durante el séptimo y octavo curso, un período en el que suelen ser seguidos, a su vez, por otros niños «rezagados», que se sienten atraídos por ellos. Estos rezagados suelen ser niños más pequeños, cuyas familias no se preocupan bastante de ellos y que vagabundean a su antojo por las calles durante el periodo de la educación primaria. En la época en que tendrían que pasar al instituto, la tendencia a la violencia que albergan los integrantes de estos grupos marginales suele llevarles a abandonar los estudios y a verse implicados en delitos menores, como hurtos en tiendas, robos y posesión de drogas. (En este punto es necesario señalar la existencia de una marcada diferencia entre los caminos seguidos por las niñas y los de los niños. Un seguimiento llevado a cabo entre las niñas «revoltosas» de cuarto curso —pequeñas que tenían constantes problemas con sus profesores, no respetaban las normas o eran impopulares entre sus compañeros— puso de manifiesto que el 40% de ellas ya había dado a luz un hijo antes de concluir el instituto, una media, por cierto, tres veces superior a la del resto de compañeras de su misma escuela. Dicho en otras palabras, las adolescentes antisociales no se vuelven violentas sino que se quedan embarazadas.)

No hay un único camino que conduzca a la delincuencia y a la violencia. En este sentido hay que tener en cuenta otros factores de riesgo, como el hecho de vivir en un barrio con un alto grado de delincuencia -en el que los niños se hallen expuestos a la invitación constante al delito y a la violencia, crecer en una familia con un elevado grado de estrés o malvivir en condiciones de extrema pobreza. Ninguno de estos factores, por sí solo, es el causante inevitable de una vida entregada a la delincuencia. Así pues, a la vista de que todos estos factores externos tienen una importancia relativa similar, debemos concluir que las fuerzas psicológicas internas que mueven al niño indisciplinado desempeñan un papel determinante a la hora de aumentar las probabilidades de que emprenda el camino que conduce a la delincuencia. Como afirma Gerald Patterson, un psicólogo que ha seguido de cerca las trayectorias de cientos de niños hasta llegar a la juventud, «los actos antisociales de un niño de cinco años son el prototipo de los actos que cometerá un delincuente juvenil».

UNA ESCUELA PARA NIÑOS INDISCIPLINADOS

Las tendencias mentales que presentan los niños agresivos perduran hasta que terminan teniendo problemas de uno u otro tipo. Una investigación realizada sobre jóvenes convictos de delitos violentos y estudiantes de instituto especialmente agresivos demostró que ambos grupos comparten las mismas tendencias mentales. Son personas que, cuando tienen problemas con alguien, tienden automáticamente a considerarlo como un adversario y extraen conclusiones precipitadas sobre su hostilidad sin recabar más información ni buscar formas más pacíficas de dirimir sus diferencias. Tampoco suelen detenerse a considerar las posibles consecuencias negativas de un desenlace violento (generalmente una pelea). Para ellos, la violencia está plenamente justificada por creencias tales como «está bien pegarle a alguien que te cuaja», «si evitas las peleas todo el mundo pensará que eres un cobarde» o «no es tan grave darle un puñetazo a alguien». Pero una ayuda a tiempo podría transformar estas actitudes e interrumpir el camino del niño hacia la delincuencia. Existen varios programas experimentales que han conseguido que los niños agresivos aprendan a dominar sus tendencias antisociales antes de que terminen desembocando en problemas más serios. Uno de estos programas, diseñado en la Universidad de Duke, trabajó con un grupo de niños agresivos de la escuela primaria, proclives al enojo. Las sesiones de entrenamiento duraron cuarenta minutos y se dieron dos veces por semana durante un período de seis a doce semanas. Ese programa les enseñaba, por ejemplo, que eran parte de las señales que ellos interpretaban como hostiles eran, en realidad, neutrales e incluso amistosas. También debían aprender a adoptar la perspectiva de los otros niños para tratar de comprender lo que pensaban de ellos en los momentos en que perdían el control. El programa también incluía un adiestramiento directo en el dominio del enfado mediante una especie de psicodrama en el que debían representar escenas que reproducían situaciones que podían hacerles perder los estribos. Una de las habilidades clave que se les enseñaba para dominar el enfado consistía en prestar atención a sus propias sensaciones, haciéndoles tomar conciencia, por ejemplo, del rubor o de la tensión muscular —que acompañan al enfado— y considerarlas como una señal de alarma que les indica cuándo deben detenerse a considerar el siguiente paso que dar en lugar de comenzar a repartir golpes a diestro y siniestro.

En opinión de John Lochman, psicólogo de la Universidad de Duke que formaba parte del equipo que diseñó este programa: «Los niños hablan de las situaciones en que se han visto implicados recientemente, como, por ejemplo, haber sido empujados en el pasillo de entrada a la escuela, y exponen las posibles alternativas de que disponen para afrontar la situación en caso de que consideren que ha sido a propósito. Por ejemplo, un chico me dijo que se limitaba a mirar fijamente al muchacho que le había empujado, le decía que no volviera a repetirlo y seguía su camino. Aquello le situaba en una posición de cierto dominio en la que, al tiempo que mantenía elevada su autoestima, no tenía necesidad de iniciar ninguna pelea».

Aquí debemos subrayar un hecho importante, ya que la mayoría de los muchachos agresivos se sienten muy incómodos con la facilidad con que pierden los estribos, lo cual hace también que se muestren muy dispuestos a aprender a dominar esta situación. Es evidente que, en los momentos críticos, las respuestas calculadas, como seguir caminando o contar hasta diez hasta que se desvanezca el impulso a pelearse, no surgen de manera automática. Por esto, la representación de escenas imaginarias, como, por ejemplo, subir a un autobús en el que otros chicos se burlan de ellos, les ofrece la posibilidad de practicar respuestas alternativas amistosas que les permitan mantener su dignidad y evitar las reacciones tales como golpear, gritar o salir corriendo.

Tres años después de que los muchachos se hubieran sometido al entrenamiento, Lochman efectuó un estudio comparativo entre ellos y otros que presentaban un grado de agresividad similar pero que no se habían beneficiado de las sesiones de control del enfado y descubrió que, durante la adolescencia, los chicos que se habían sometido al programa se mostraban mucho más disciplinados en clase, albergaban sentimientos más positivos sobre sí mismos y estaban mucho menos predispuestos a beber alcohol y a tomar drogas. En resumen, pues, cuanto mayor habia sido el tiempo de adiestramiento en el programa, menor era el grado de agresividad que manifestaban en la adolescencia.

LA PREVENCIÓN DE LA DEPRESIÓN

Dana, de dieciséis años, parecía desenvolverse sin problemas pero, de pronto, dejó de poder relacionarse con las otras muchachas y, lo que era mucho peor, no sabía cómo conservar a y sus novios, aunque se acostara con ellos. Taciturna y constantemente fatigada, Dana perdió interés por la comida y por las diversiones. Decía que se sentía desesperanzada e impotente para hacer algo que le permitiera escapar de ese estado de ánimo y que incluso había llegado a pensar en el suicidio.

Esta caída en la depresión había sido causada por una reiente ruptura. Según decía, no sabía salir con un chico sin mantener relaciones sexuales con él —aunque no le gustara— y tampoco sabía cómo poner fin a una relación por más insatisfactoria que ésta fuera. Por otra parte, aunque se acostara con los chicos, lo único que deseaba era llegar a conocerlos mejor.

Dana acababa de cambiar de instituto y se sentía muy insegura acerca de su capacidad para entablar nuevas amistades. No obstante, se abstenía de iniciar una conversación y sólo respondía cuando alguien le dirigía la palabra. Se sentía incapaz de manifestar sus verdaderos sentimientos y ni siquiera sabía qué decir después del habitual «Hola, ¿qué tal?»

Dana emprendió entonces una terapia en un programa experimental para adolescentes deprimidos promovido por la Universidad de Columbia. El objetivo de este programa consistía en ayudar a los jóvenes a enfocar más adecuadamente sus relaciones, conservar las amistades, confiar en los demás, establecer límites sobre la proximidad sexual, desarrollar la capacidad de tener amigos íntimos y expresar los propios sentimientos; una clase de capacitación, en suma, de las habilidades emocionales fundamentales que, en el caso de Dana, resultó tan sumamente eficaz que su depresión terminó desapareciendo.

Los problemas de relación —tanto con los padres como con los compañeros— constituyen el detonante más frecuente de la depresión entre los adolescentes. Los niños y los adolescentes deprimidos se muestran remisos o incapaces de hablar de su depresión, no suelen ser muy diestros para etiquetar adecuadamente sus sentimientos y tienden a ser irritables, impacientes, caprichosos y malhumorados, especialmente con sus padres, lo cual constituye una dificultad añadida a la hora de que éstos les brinden la guía y el soporte emocional que el niño deprimido tanto necesita, iniciando así un círculo vicioso que suele originar toda clase de disputas.

Una observación minuciosa de las causas de la depresión juvenil señala la presencia de serias deficiencias en dos competencias emocionales fundamentales: la capacidad de relacionarse y la forma de interpretar los reveses y contratiempos de la vida.

Aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, su causa principal parece radicar en los hábitos mentales pesimistas —aunque reversibles— que predisponen a los niños a reaccionar ante los pequeños contratiempos de la vida —las malas notas, las discusiones con los padres o el rechazo social— sumiéndose en la depresión. Y existen indicios que nos sugieren que la predisposición a la depresión —cualquiera sea su causa— está extendiéndose a gran velocidad entre los jóvenes.

EL PRECIO DE LA MODERNIDAD: EL AUMENTO DE LA DEPRESIÓN

Del mismo modo que el siglo XX ha estado caracterizado por ser la Era de la Ansiedad, los años que jalonan el final de este milenio parecen anunciar el advenimiento de una Era de la Melancolía. Todos los datos parecen hablarnos de una epidemia de depresión a escala mundial, una epidemia que corre pareja a la expansión del estilo de vida del mundo moderno. Desde los comienzos de este siglo, cada nueva generación se ha visto más expuesta que la precedente a sufrir depresión, y no nos referimos sólo a la melancolía sino a la insensibilidad, el abatimiento, la autocompasión y la desesperación. Y no sólo esto, sino que los episodios depresivos se inician a una edad cada vez más temprana. De este modo, la depresión infantil —desconocida o, cuanto menos, no reconocida en el pasado— está emergiendo como un decorado cada vez más frecuente en el escenario del mundo actual.

Aunque las probabilidades de padecer una depresión se incrementan con la edad, en la actualidad el aumento más alarmante se produce entre los individuos más jóvenes. La probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra una depresión mayor a lo largo de la vida es —en un buen número de países— tres veces, al menos, superior a la de sus abuelos. El porcentaje de personas aquejadas de depresión en algún momento de su vida entre los norteamericanos nacidos antes de 1905, era sólo de un 1% pero, después de 1955, la proporción de personas deprimidas antes de haber cumplido los veinticuatro años ha aumentado hasta el 6%. Por su parte, la probabilidad de que los nacidos entre 1945 y 1954 experimenten una depresión antes de llegar a los treinta y cuatro años es diez veces superior a las de las personas nacidas entre 1905 y 1914. De este modo, a medida que ha ido transcurriendo el siglo, la irrupción del primer episodio de depresion tiende a ocurrir a una edad cada vez más temprana.

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