Un estudio efectuado con 1300 parientes de alcohólicos demostró que los hijos de éstos que presentaban un elevado índice de ansiedad crónica, son quienes mayores riesgos tienen de abusar de la bebida. La conclusión de los investigadores que llevaron a cabo este estudio fue que, en estas personas, el alcoholismo constituye una forma de «automedicación que les permite combatir los síntomas de la ansiedad»?
El otro camino emocional que conduce al alcoholismo está ligado a un elevado nivel de agitación, impulsividad y aburrimiento. Durante la infancia, esta pauta se manifiesta como un comportamiento inquieto, caprichoso y desobediente, y en la escuela primaria asume la forma de nerviosismo, hiperactividad y búsqueda de problemas, una tendencia que, como ya hemos apuntado, puede empujarles a buscar amigos problemáticos y terminar abocándoles, en ocasiones, a la delincuencia o al diagnóstico de «trastorno de personalidad antisocial». El principal problema emocional de estas personas (sobre todo varones) es la agitación; su principal debilidad, la impulsividad descontrolada y su reacción habitual ante el aburrimiento, la búsqueda compulsiva del riesgo y la excitación. Los adultos que presentan esta pauta de conducta —que posiblemente esté ligada a ciertas deficiencias en dos tipos de neurotransmisores, la serotonina y el MAO (monoaminooxidasal)— son incapaces de soportar la monotonía y están dispuestos a probarlo todo, descubriendo que el alcohol puede calmar fácilmente su agitación. De este modo, su elevado nivel de impulsividad —combinado con su aversión al aburrimiento— les convierte en claros candidatos al abuso de una lista casi interminable de todo tipo de drogas. Pero, aunque el alcohol pueda aliviar provisionalmente la depresión, sus efectos metabólicos no tardan en empeorar la situación. Por esto, quienes consumen alcohol lo hacen más para calmar la ansiedad que la depresión. Existen otras drogas completamente diferentes que apaciguan —al menos temporalmente— las sensaciones que aquejan a las personas deprimidas.
Por ejemplo, la infelicidad crónica coloca a las personas en una situación de grave riesgo de adicción a estimulantes tales como la cocaína, porque esta sustancia constituye un antídoto directo contra la depresión. Un estudio mostró que más de la mitad de los pacientes que estaban siendo tratados clínicamente de su adicción a la cocaína podrían haber sido diagnosticados de depresión grave antes de que comenzaran a habituarse y que, a mayor gravedad de la depresión previa, más arraigado estaba el hábito.
La irritabilidad crónica, por su parte, puede conducir a otro tipo de vulnerabilidad. Un estudio demostró que la pauta emocional más característica de los cuatrocientos pacientes que estaban siendo tratados de su adicción a la heroína y otros opiáceos, era su dificultad para controlar la ira y su predisposición al enojo. Algunos de estos pacientes confirmaron que los opiáceos les habían permitido sentirse normales y relajados por primera vez en su vida.
Como han demostrado durante décadas Alcohólicos Anónimos y otros programas de recuperación, aunque la predisposición al abuso de las drogas se origine, en muchos casos, en un determinado funcionamiento cerebral, los sentimientos que impulsan a las personas a «automedicarse» es con el uso de la bebida o las drogas pueden resolverse sin tener que recurrir a ningún tipo de sustancias. La capacidad de mitigar la ansiedad, de superar la depresión o de calmar la irritación, por ejemplo, contribuye a eliminar el impulso de consumir todo tipo de drogas.
La enseñanza de estas habilidades emocionales básicas constituye un elemento fundamental en los programas de tratamiento contra las toxicomanías. Pero seria mucho mejor, ¿qué duda cabe?, que estas habilidades se aprendieran en una fase más temprana de la vida, antes de que el hábito arraigase.
NO MAS CRUZADAS UN CAMINO PREVENTIVO COMÚN
En las dos últimas décadas se han declarado diversas «cruzadas»: contra los embarazos juveniles, contra el fracaso escolar, contra las drogas y, más recientemente, contra la violencia. No obstante, el problema con este tipo de campañas es que llegan demasiado tarde, cuando la situación ya ha alcanzado proporciones endémicas y ha arraigado firmemente en las vidas de los jóvenes.
En este sentido equivalen a una intervención en momentos de crisis, a tratar de resolver los problemas clínicos enviando ambulancias para recoger a los enfermos en lugar de proporcionarles una vacuna que pueda impedir que contraigan la enfermedad.
Pero no necesitamos tanto este tipo de campañas, sino que debemos centrar todos nuestros esfuerzos en la prevención, ofreciendo a los niños la oportunidad de desarrollar las capacidades que les permitan afrontar la vida y aumentar así la posibilidad de escapar de todos esos destinos infaustos. Mi insistencia en la importancia de las deficiencias emocionales y sociales no pretende subestimar el papel que desempeñan otros factores de riesgo como, por ejemplo, el hecho de haber nacido en una familia caótica, fragmentada o violenta, o crecido en un barrio infestado por la delincuencia, la pobreza y las drogas.
La pobreza, por sí sola, ya constituye suficiente azote emocional para los niños y, en este sentido, a la edad de cinco años los niños más pobres se sienten ya más temerosos, ansiosos y tristes, presentan más problemas de conducta y rabietas más frecuentes, y se muestran más destructivos que sus compañeros mejor situados económicamente, una tendencia que se mantendrá durante los diez años siguientes. La presión de la pobreza también corroe los cimientos mismos de la vida familiar disminuyendo la expresión del afecto, aumentando la depresión de las madres (que frecuentemente se hallan solas y sin trabajo) y aumentando también la incidencia de castigos duros como los gritos, los golpes y las amenazas físicas. Pero también hay que decir que las habilidades emocionales desempeñan un papel más decisivo que los factores económicos y familiares a la hora de determinar sí un niño o un adolescente concreto llegará a arruinar su vida por estas dificultades o si, por el contrario, podría sobreponerse a ellas. Los estudios a largo plazo realizados sobre centenares de niños que han crecido en condiciones de extrema pobreza, en el seno de familias agresivas o con padres que padecían serios trastornos psicológicos, demuestran que quienes son capaces de afrontar las dificultades más adversas comparten las mismas habilidades emocionales fundamentales, entre las que podemos destacar la simpatía, la sociabilidad, la confianza en uno mismo, el optimismo frente a las dificultades y frustraciones, la capacidad para recuperarse rápidamente de los fracasos y la flexibilidad.
Pero la inmensa mayoría de estos niños deben afrontar las dificultades sin contar con estas ventajas. Claro está que muchas de estas capacidades son innatas —la lotería genética de la que hemos hablado en otro momento— pero, tal como vimos en el capítulo 14, hasta cualidades como el temperamento pueden ser transformadas. Evidentemente, uno de los niveles de intervención debe ser político y económico, tratando de aliviar tanto la pobreza como el resto de las condiciones sociales que engendran estos problemas. Pero, además de estas intervenciones (que, por cierto, parecen ocupar un lugar secundario en los programas sociales), existen otras posibles alternativas para ayudar a los niños a superar estos problemas acuciantes.
Tomemos el caso de los trastornos emocionales que afectan a uno de cada dos norteamericanos. Un estudio demostró que el 48% de los de 8.098 individuos encuestados había sufrido algún tipo de problema psiquiátrico a lo largo de su vida. El 14% de ellos estaba afectado más seriamente y había tenido tres o más problemas psiquiátricos al mismo tiempo. Este último grupo era el más problemático, dando cuenta del 60% del total de problemas psiquiátricos que ocurrían en un determinado momento y del 90% de los problemas de incapacitación más graves. Es evidente que estas personas necesitan una atención inmediata pero, como ya hemos señalado, el tratamiento óptimo sería el preventivo.
Habría que añadir, sin embargo, que no todos los problemas psiquiátricos pueden preverse, opinión de Ronald Kessler, el sociólogo de la Universidad de Michigan que realizó el estudio del que estamos hablando: «debemos intervenir en una fase muy temprana de la vida. Consideremos, por ejemplo, a una niña de sexto curso que padezca de fobia social y comience a beber en el instituto como una forma de superar sus problemas de relación. A la edad de veinte años, cuando la descubre nuestro estudio, todavía sigue teniendo los mismos miedos, se ha convertido en una politoxicómana y está deprimida porque su vida es un caos completo. ¿Qué podríamos haber hecho nosotros durante su infancia para invertir el curso de los acontecimientos?» Esto mismo es aplicable, obviamente, a la disminución de la violencia o a los muchos peligros que acechan a la juventud contemporánea Los programas educativos concebidos para la prevención de un problema concreto —como, por ejemplo, el abuso de drogas, los embarazos juveniles o la violencia— han proliferado en la última década, creando una míniindustría dentro del mercado educativo. Pero la mayor parte de estos programas- incluyendo los más hábilmente promocionados y difundidos, han demostrado ser completamente ineficaces, e incluso hay algunos de ellos que, para desazón de los educadores, parecen agravar los mismos problemas para los que fueron destinados.
La información no es suficiente
En este sentido, un caso sumamente ilustrativo es el abuso sexual de los menores. Hasta el año 1993 se registraron anualmente cerca de doscientos mil casos probados en los Estados Unidos, con un incremento anual de aproximadamente el 10%. Pero, si bien las estimaciones varían considerablemente, la mayor parte de los expertos coinciden en afirmar que entre el 20 y el 30% de las chicas y cerca de la mitad de esa cifra de los chicos (porque las cifras varian en función, entre otros factores. de la definición que se dé del abuso sexual) han sufrido algún tipo de abuso sexual antes de los diecisiete años. No existe un perfil claro que permita definir al niño vulnerable al abuso sexual, pero la mayoría de ellos se sienten desprotegídos, incapaces de resistir por sí solos y aislados por lo que les ha sucedido.
A la vista de estos peligros son muchas las escuelas que han comenzado a ofrecer programas de prevención de los abusos sexuales. Casi todos estos programas se limitan a ofrecer una escueta información sobre el abuso sexual, enseñando a los muchachos, por ejemplo, a apreciar la diferencia entre las caricias y los tocamientos, alertándoles de los peligros implicados y animándoles a contar los hechos a un adulto si algo les ocurre. Pero una investigación realizada a nivel nacional con dos mil niños descubrió que este adiestramiento no servía prácticamente de nada —o incluso empeoraba la situación— a la hora de ayudar a que los niños hicieran algo para impedir convertirse en victimas, ya fuera a manos de un gamberro escolar o de un posible pederasta. Mucho más grave resulta el hecho de que los niños que habían pasado por estos programas y habían sufrido algún tipo de abuso sexual se mostraban la mitad de motivados para denunciarlo posteriormente que quienes no habían pasado por ningún programa.
Por el contrario, los niños que se habían beneficiado de un programa más global —un programa que incluía el entrenamiento en habilidades emocionales y sociales— estaban en mejores condiciones para protegerse y respondían de una manera mucho más decidida, exigiendo que se les dejara en paz, gritando, peleando, amenazando con contarlo o, en último extremo, llegando a denunciar el caso si algo malo les ocurría. Este último recurso —denunciar el abuso— suele ser francamente preventivo ya que muchos de quienes perpetran este tipo de acciones agreden a centenares de niños. Una investigación realizada entre personas de este tipo que tenían unos cuarenta años de edad descubrió que, por término medio, forzaban a una víctima al menos una vez al mes desde la adolescencia. El expediente de un conductor de autobús escolar y de un profesor de informática revela que, entre ambos, agredieron sexualmente a más de trescientos niños al año. Sin embargo, ninguno de los niños llegó a denunciar los hechos. El caso salió a la luz cuando uno de los niños que había sido agredido por el profesor comenzó a abusar, a su vez, de su propia hermana. Los niños que habían asistido a estos programas más globales mostraron una tendencia tres veces superior a denunciar los hechos que los niños a los que sólo se les brindó un programa mínimo. Pero ¿por qué este tipo de programas funcionan mientras que los otros no lo hacen? Hay que decir que estos programas no tienen lugar de manera aislada, sino que se imparten en distintos niveles y en diferentes ocasiones a lo largo del desarrollo escolar, como parte de la educación sexual o de la educación para la salud. Además, son programas que también alientan a los padres a transmitir paralelamente el mismo mensaje que se está enseñando en la escuela (y los niños cuyos padres siguieron este consejo son los que más probabilidades tienen de superar el riesgo de un abuso sexual).
Pero más allá de este punto, las diferencias dependen de las habilidades emocionales. A los niños no les basta con saber la diferencia existente entre las caricias y los tocamientos sino que deben tener, además, la suficiente conciencia de sí mismos como para reconocer cuándo una situación les hace sentir mal o resulta angustiosa, mucho antes de que se produzca ningún contacto físico. Pero esto no sólo implica tener conciencia de si mismo, sino también la suficiente confianza y seguridad para fiarse de su propio criterio y actuar sobre los sentimientos que les angustian, aunque se hallen frente a un adulto que trate de convencerles de que «todo está bien». Por último, el niño también necesita disponer de un amplio abanico de posibles respuestas para evitar lo que está a punto de suceder, desde salir corriendo hasta amenazar con contárselo a alguien. Por todas estas razones el mejor de los programas debe enseñar a los niños a afirmar lo que quieren, a establecer sus límites y a defender sus derechos, en lugar de mostrarse pasivos.
En consecuencia con todo lo dicho hasta ahora, los programas más eficaces complementan la información básica sobre los abusos sexuales con el adiestramiento en las habilidades emocionales y sociales fundamentales. Estos programas ensenan a los niños a resolver de un modo más positivo los conflictos interpersonales, a tener más confianza en si mismos, a no desprecíarse sí algo malo llegara a ocurrir y a sentir que cuentan con la red de apoyo de los maestros y los familiares, a quienes pueden pedir ayuda. Y, por último, si algo no deseado llegara a sucederles, estarían mucho más dispuestos a denunciarlo.