Los elementos fundamentales
Estos descubrimientos nos han obligado a revisar los elementos óptimos que debe contener un programa de prevención eficaz, un programa que se base tan sólo en aquellos ingredientes que, tras una evaluación objetiva, hayan demostrado ser verdaderamente eficaces. En un proyecto de cinco años de duración patrocinado por la Fundación W. T. Grant, un grupo de investigadores estudió a fondo este panorama y extrajo los componentes activos que parecen esenciales para el éxito de los programas más eficaces. Este grupo de investigadores llegó a la conclusión de que, independientemente del problema concreto que se pretenda solucionar, las competencias clave que deben cubrir estos programas se asemejan bastante a los elementos de la inteligencia emocional que apuntamos en el presente volumen (véase la lista completa en el apéndice D). Entre estas habilidades emocionales se incluyen la conciencia de uno mismo; la capacidad para identificar, expresar y controlar los sentimientos; la habilidad de controlar los impulsos y posponer la gratificación, y la capacidad de manejar las sensaciones de tensión y de ansiedad. Una aptitud clave para dominar los impulsos consiste en conocer la diferencia entre los sentimientos y las acciones y en aprender a adoptar mejores decisiones emocionales, controlando el impulso de actuar e identificando las distintas alternativas de acción y sus posibles consecuencias. Muchas de estas habilidades son marcadamente interpersonales: la capacidad de interpretar adecuadamente los signos emocionales y sociales, la de escuchar, de resistirse a las influencias negativas, de asumir la perspectiva de los demás y de comprender la conducta que resulte más apropiada a una determinada situación.
estas habilidades emocionales y sociales indispensables para la vida pueden ayudamos también a solucionar la mayoría —si no todos— de los problemas que acabamos de revisar en el presente capítulo. Bien podríamos afirmar que se trata de una vacuna universal para afrontar todo tipo de problemas (incluido el embarazo no deseado de las jóvenes y el suicidio infantil).
Pero también hemos de admitir, en honor a la verdad, que las causas subyacentes a estos problemas son muy complejas y se hallan entrelazadas con factores como la dotación biológica, la dinámica familiar, la política social y la subcultura urbana. No existe un único tipo de intervención —incluyendo a la intervención emocional— que sea capaz resolver todos estos problemas.
Pero, en la medida en que las deficiencias emocionales constituyen un riesgo añadido para los niños —y ya hemos podido comprobar hasta qué punto es así—, debemos prestar una especial atención al desarrollo emocional, sin excluir otro tipo de acciones. ¿En qué consiste, pues, la educación emocional?
La principal esperanza de una nación descansa en la adecuada educación de su infancia.
Erasmo
Es un extraño modo de pasar lista a los quince alumnos de quinto curso que se hallan sentados en el suelo con las piernas cruzadas al estilo indio ya que, cuando el maestro les nombra en voz alta, no responden con el habitual «¡presente!» sino que lo hacen con un número —en el que uno significa deprimido y diez muy animado— indicativo de su estado de ánimo. Hoy, por cierto, los ánimos parecen estar muy elevados:
—Jessica.
—Diez. ¡Hoy es viernes y estoy contenta!
—Patrick.
—Nueve. Excitado y un poco nervioso.
—Nicole.
—Diez. Tranquila y contenta.
Estamos en una clase de Self Science, en Nueva Learning Center, la antigua mansión familiar de los Crocker, la dinastía fundadora de uno de los bancos de más solera de San Francisco. El edificio, que parece una reproducción a escala del Teatro de la Ópera de San Francisco, alberga una escuela privada que imparte lo que podríamos denominar un curso modelo de inteligencia emocional.
El tema fundamental del programa de Self Science son los sentimientos, tanto los propios como aquéllos otros que tienen que ver con el mundo de las relaciones. Este tema —francamente soslayado en casi todas las demás escuelas de los Estados Unidos— obliga, por su misma naturaleza, a que tanto maestros como discípulos focalicen su atención en el entramado mismo de la vida emocional del niño. La estrategia seguida consiste en convertir las tensiones y los problemas cotidianos en el tema del día.
De este modo, los maestros hablan de problemas reales (sentirse ofendido, sentirse rechazado, la envidia, los altercados que podrían terminar transformándose en peleas en el patio de recreo, etcétera). Como dice Karen Stone McCown, directora de Nueva Leaming Center y creadora del programa de Self Science: «el aprendizaje no sucede como algo aislado de los sentimientos de los niños. De hecho, la alfabetización emocional es tan importante como el aprendizaje de las matemáticas o la lectura».
Este programa constituye una de las primeras incursiones prácticas de una idea que está difundiéndose rápidamente por todas las escuelas de nuestro país.*
«Quienes deseen más información sobre los cursos de alfabetización emocional pueden pedirla a The Collaborative for the Advancemení of Social and Emotional Learning (CASEL), Yale Child Study Ceníer, PO. Box 2u79t)O, 230 South Frontage Road, New Haven. CT 06520-7900.»
Los nombres de las distintas asignaturas de este programa van desde el «desarrollo social» hasta las «habilidades vitales», pasando por el «aprendizaje social y emocional». Hay quienes, basándose en la noción de inteligencias múltiples de Howard Gardner, se refieren a todo este conjunto de actividades, cuyo objetivo común consiste en elevar el nivel de competencia emocional y social del niño como una parte de su educación regular, con el término genérico de «inteligencia personal». No se trata, pues, de una serie de conocimientos y destrezas que sólo deban enseñarse a ciertos niños deficitarios o «problemáticos», sino de algo que es aplicable a todo niño.
Algunas raíces de los cursos de alfabetización emocional se remontan al movimiento de educación afectiva de los años sesenta, una época en la que se consideraba que los niños aprendían mucho mejor si estaban psicológicamente motivados y tenían una experiencia inmediata de lo que se les estaba enseñando. El movimiento para la alfabetización emocional, en cambio, internaliza todavía más el concepto de educación afectiva porque no sólo recurre a los afectos sino que se dedica a educar al afecto mismo.
Sin embargo, casi todos estos cursos tienen su origen inmediato en una serie de programas escolares de prevención de problemas concretos (el tabaco, la drogodependencia, el embarazo infantil, el absentismo escolar y, más recientemente, la violencia infantil). Como ya hemos visto en el último capítulo, el estudio llevado a cabo por el W. T. Grant Consortium subrayó que los programas de prevención son mucho más eficaces cuando se ocupan de enseñar un núcleo de competencias emocionales y sociales concretas (como, por ejemplo, el control de los impulsos, el manejo de la ansiedad o la búsqueda de soluciones creativas a los problemas sociales). Ahí es donde se origina toda una nueva generación de intervenciones.
Como ya hemos señalado en el capitulo 15, las intervenciones destinadas a resolver las deficiencias emocionales y sociales específicas que subyacen a problemas tales como la agresividad o la depresión pueden ser sumamente eficaces. En realidad, las más eficaces de todas ellas suelen derivarse de la experimentación psicológica. El siguiente paso consiste en generalizar las lecciones aprendidas en programas muy especializados para que cualquier maestro pueda impartirlas a toda la población escolar.
Este enfoque más avanzado y eficaz de la prevención consiste en informar a los más jóvenes sobre problemas tales como el sida, las drogas y similares, en el preciso momento en que están comenzando a enfrentarse a ellos. Pero insistamos en que el tema fundamental de cualquiera de estos problemas concretos es el mismo: la inteligencia emocional.
Señalemos también que el nuevo movimiento escolar de alfabetización emocional no considera que la vida emocional o social constituya una intrusión irrelevante en la vida del niño que, en el caso de dificultar la vida escolar, haya que relegar a la visita disciplinaria al despacho del director o a la consulta de un consejero escolar, sino que centra precisamente su atención en esas facetas, las más apremiantes, en realidad, de la vida cotidiana del niño.
A primera vista, la clase de Self Science parece algo tan normal que uno difícilmente cree que pueda llegar a solucionar los dramáticos problemas a los que se enfrenta. Pero, al igual que ocurre con la educación en el hogar, las lecciones, pequeñas pero eficaces, se imparten de manera regular a lo largo de muchos años. De este modo, el aprendizaje emocional va calando lentamente en el niño y va fortaleciendo ciertas vías cerebrales, consolidando así determinados hábitos neuronales para aplicarlos en los momentos difíciles y frustrantes. Y, aunque el contenido cotidiano de las clases de alfabetización emocional pueda parecer trivial, sus efectos —el logro de seres humanos completos— resultan, hoy en día, más necesarios que nunca para nuestro futuro.
UNA CLASE DE COOPERACIÓN
Compare ahora la siguiente imagen de una clase de Self Science con alguna de las experiencias escolares que recuerde de su infancia.
Un grupo de niños de quinto curso está a punto de jugar al juego «rompecabezas de cooperación», en el que los alumnos se agrupan en equipos con el fin de componer rompecabezas con la única condición de trabajar en silencio sin que esté permitida ninguna clase de gesto.
La maestra, Jo-An Varga, divide a la clase en tres grupos distintos y los coloca en mesas separadas. Mientras tanto, tres observadores familiarizados con el juego van tomando nota en un formulario de quién asume el liderazgo y organiza, quién hace el payaso, quién interrumpe, etcétera.
Luego los alumnos vuelcan las piezas de los rompecabezas sobre la mesa y comienzan a trabajar. Al cabo de un minuto, aproximadamente, resulta evidente que uno de los grupos trabaja muy bien en equipo y no tarda en alcanzar su objetivo. Los componentes del segundo grupo, en cambio, están trabajando aisladamente y no llegan a conseguir nada. Poco a poco, sin embargo, sus esfuerzos empiezan a confluir y no tardan en completar el primer rompecabezas y luego siguen trabajando como una unidad hasta terminar resolviéndolos todos.
Pero el tercer grupo todavía sigue batallando con el primero de los rompecabezas sin llegar a encajar las piezas adecuadamente. Sean, Fairlie y Rahman no terminan de lograr el mismo grado de coordinación conseguido por los otros dos grupos. Se les ve claramente frustrados, moviendo frenéticamente las piezas de un lado a otro, considerando las distintas posibilidades y tratando de acomodarlas para descubrir finalmente, desengañados, que no terminan de ajustar entre sí.
La tensión disminuye un poco cuando Rahman cubre sus ojos con dos de las piezas —como si llevara una máscara— haciendo así reír nerviosamente a sus compañeros (una situación que terminaría dando pie a la lección de aquel día).
Entonces Jo-An Varga, la maestra, les anima diciéndoles: «los que hayáis terminado podéis dar alguna pista a quienes todavía siguen trabajando».
Dagan se dirige entonces al tercer grupo, señala las dos piezas que sobresalen del cuadrado y dice: «tenéis que dar la vuelta a estas dos piezas». De repente, Rahman, con el rostro tenso por la concentración, cae en la cuenta de la nueva configuración y rápidamente coloca en su lugar las piezas del primer rompecabezas y luego hace lo mismo con las restantes. Cuando la última de las piezas del tercer grupo es colocada en su sitio toda la clase rompe a aplaudir espontáneamente.
UN PUNTO DE CONFLICTO
Pero cuando están a punto de comenzar a reflexionar sobre el trabajo en equipo que acaban de realizar, surge un tema mucho más interesante. Rahman, alto y de espeso cabello negro cortado a cepillo, y Tucker, el observador del grupo, se han enzarzado en una disputa sobre la regla del juego que prohibía gesticular. Tucker, con el pelo rubio encrespado, lleva una ancha camiseta azul con el lema «sé responsable», que parece subrayar el rol oficial que acaba de desempeñar.
—Tú puedes ofrecer una pieza, eso no es gesticular —dice Tucker a Rahman, en un tono enfático y combativo.
—Eso si es gesticular —responde Rahman, con vehemencia.
En aquel momento la maestra se da cuenta, por el tono de voz utilizado por ambos, de la creciente agresividad que va tiñendo el intercambio. Se trata de un incidente especialmente crítico, de un intercambio espontáneo de sentimientos acalorados, un momento singularmente importante para verificar el grado de asimilación de las lecciones recibidas por los niños y para impartir otras nuevas. Como sabe todo buen maestro, las lecciones aprendidas en estas situaciones perduran mucho en la memoria de sus alumnos.
—No debéis tomar esto como una crítica —dice entonces Varga—. Habéis trabajado muy bien en equipo. En cuanto a ti, Tucker, trata de decir lo que tengas que decir en un tono de voz que no resulte tan hiriente.
Tucker, ahora más tranquilo, le dice entonces a Rahman:
—Puedes poner una pieza donde creas que encaja o dársela a quien creas que le hace falta sin necesidad de gesticular. Dándosela simplemente.
—¡Pero si lo haces así —responde entonces Rahman, enojado, rascándose la cabeza mientras ilustra con el gesto un movimiento inocente— no estás gesticulando!
Rahman está claramente enfadado por lo que está ocurriendo y sus ojos miran de continuo al formulario, la verdadera causa del enfrentamiento, aunque todavía no se haya mencionado. En aquella hoja Tucker ha escrito el nombre de Rahman en la casilla correspondiente a «¿quién es el que interrumpe?»
Varga, dándose cuenta de la mirada, aventura entonces una suposición y, dirigiéndose a Tucker, dice:
—Creo que Rahman siente que tú has utilizado una palabra negativa para referirte a él. ¿Qué es lo que tienes que decir al respecto?
—Yo no quiero decir que se trate de una forma negativa de interrupción —agrega Tucker, en tono conciliador.
Rahman no parece estar de acuerdo pero, con un tono de voz más calmado, dice:
—Si me lo preguntaras te diría que me resulta un tanto exagerado.
Varga subraya entonces una forma positiva de decirlo:
—Tucker está tratando de decir que lo que podría considerarse como una interrupción también podría ser una forma de aclarar las cosas en un momento difícil.