La lección del día versa sobre cómo identificar sentimientos, uno de los temas clave de las habilidades emocionales que consiste en dar nombre a los sentimientos para poder así diferenciarlos. Los deberes que debían traer de casa aquel día consistían en recortar la fotografía —extraída de una revista— del rostro de una persona, asignar un nombre a las emociones que mostrara y exponer posibles formas de hacérselo saber a la persona. Después de recoger los deberes, Andrews enumera una lista de sentimientos en la pizarra —tristeza, preocupación, excitación, felicidad, etcétera— y comienza a lanzar una rápida sucesión de preguntas a los dieciocho alumnos que acudieron aquel día a clase. Los niños, sentados en grupos de cuatro, levantan las manos tratando de llamar su atención para poder responder.
—¿Cuántos de vosotros os habeis sentido frustrados alguna vez? —pregunta Andrews, mientras agrega el término frustrado a la lista y todos los niños levantan la mano.
—¿Cómo os sentís cuando estáis frustrados?
—Cansado, confundido, no puedo pensar bien, ansioso… — vuelan entonces las respuestas, como una cascada.
—Y… ¿cuándo se siente molesto un profesor? —prosigue luego, agregando el término molesto a la lista.
—Cuando alguien está hablando —responde, sonriendo, una niña.
A continuación, Andrews les entrega unas fotocopias. En ellas hay unos cuantos rostros de niños y niñas desplegando cada una de las seis emociones básicas —felicidad, tristeza, enojo, sorpresa, miedo y disgusto— y una breve descripción de la actividad muscular facial propia de cada una de esas emociones, como por ejemplo:
•Temor.
•La boca permanece abierta y retraída.
•Los ojos permanecen abiertos y con el ángulo interno elevado.
•Las cejas están levantadas y juntas.
•Hay arrugas en medio de la frente.
Mientras los niños leen la hoja e imitan la expresión descrita de cada una de las emociones, sus rostros van asumiendo las expresiones del miedo, el enojo, la sorpresa o el disgusto. Esta lección se deriva de la investigación realizada por Paul Ekman sobre la expresión facial y como tal se enseña en casi todos los cursos universitarios de introducción a la psicología, aunque rara vez se enseña en una escuela primaria. El hecho de relacionar un sentimiento con un nombre y con la expresión facial que le corresponde puede parecer tan elemental que no requiera ningún tipo de enseñanza. Pero lo cierto es que, en cualquiera de los casos, constituye un verdadero antídoto contra las extraordinarias lagunas que suelen existir en torno al tema de la alfabetización emocional. Tengamos en cuenta que, en muchos casos, las peleas del patio de recreo se derivan de la interpretación errónea de mensajes neutrales como si se tratasen de expresiones de hostilidad, y que las niñas que desarrollan trastornos de alimentación no logran diferenciar el enojo de la ansiedad y del hambre.
LA ALFABETIZACIÓN EMOCIONAL ENCUBIERTA
Es comprensible que muchos profesores se sientan sobrecargados por un programa escolar excesivamente repleto de nuevas materias y se resistan a dedicar un tiempo extra a enseñar los fundamentos de otra asignatura. Por esto, una de las estrategias utilizadas actualmente para realizar el proceso de alfabetización emocional no consiste tanto en imponer una nueva asignatura como en yuxtaponer las lecciones sobre sentimientos y emociones a las asignaturas habituales. Porque la verdad es que las lecciones emocionales pueden entremezclarse de manera natural con la lectura, la escritura, la salud, la ciencia, los estudios sociales y muchas otras asignaturas. Mientras que, en algunos cursos de las escuelas de New Haven, el programa de desarrollo emocional constituye un tema aparte, en otros, en cambio, está incluido en la enseñanza de asignaturas como la lectura o la salud.
Algunas de las lecciones llegan incluso a enseñarse como parte de la clase de matemáticas, en especial la enseñanza de habilidades tales como la evitación de las distracciones, la motivación para el estudio y el control de impulsos que permiten desarrollar la necesaria atención para que se logre el aprendizaje.
Así, algunos de los programas de habilidades emocionales y sociales no se presentan como una asignatura aparte sino que quedan integradas en el mismo entramado de la vida escolar. Un modelo de este tipo —esencialmente, un curso encubierto en competencias emocionales y sociales— es el Child Development Project, un programa diseñado por un equipo dirigido por el psicólogo Erie Schaps en Oakland, California, que se está impartiendo en varias escuelas —similares a las del degradado barrio del centro de New Haven— diseminadas por todo el país. El programa ofrece un compacto conjunto de temas que se adapta a los cursos existentes. Por ejemplo, en clase de lectura a los niños de primer curso se les cuenta una historia titulada «Ranita y Tortuguita son amigos», en la que Ranita quiere jugar con su hibernada amiga Tortuguita, y no deja de recurrir a todo tipo de subterfugios para tratar de despertarla. La historia se utiliza como un pretexto para iniciar un debate en clase en torno a la amistad y otros temas tales como la forma en que se siente la gente cuando alguien le engaña. Otros de los cuentos de este programa proponen temas tales como la toma de conciencia de uno mismo, la toma de conciencia de las necesidades de un amigo, cómo se siente uno al ser molestado y cómo compartir los sentimientos con los amigos. El programa está diseñado de modo que las historias sean cada vez más complicadas a medida que el niño va atravesando los primeros cursos de la educación primaria, ofreciendo a los maestros la posibilidad de entrar a discutir temas tales como la empatia, la asunción de un punto de vista y el respeto.
Otra forma de integrar la enseñanza de las habilidades emocionales en el marco de la vida escolar consiste en ayudar a los maestros a pensar nuevas formas de corregir a los estudiantes que se porten mal. El Child Development considera que esos momentos constituyen una oportunidad inestimable para enseñar a los niños las habilidades de las que carecen -el dominio de los impulsos, la expresión de los sentimientos, la resolución de confictos, etcetera—, algo que resulta imposible de conseguir recurriendo exclusivamente a la mera coerción. Por ejemplo, un maestro que ve que tres alumnos de primer grado se empujan para llegar primero al comedor puede sugerirles que echen a suertes el orden de llegada. Así les permite dirimir de una forma imparcial —mucho más positiva que el rotundo y autoritario «¡ya está bien!»— tanto este problema como otros de naturaleza similar (después de todo, la actitud «¡yo primero!» no sólo es endémica de los primeros cursos de la escuela sino que, de una forma u otra. perdura durante toda la vida), recalcando también la posibilidad de encontrar soluciones negociadas.
EL RITMO DEL DESARROLLO EMOCIONAL
—Mis amigas Alicia y Lynn no quieren jugar conmigo.
Esta conmovedora queja procede de una niña de tercer curso de la escuela elemental John Muir, de Seattle. Un remitente anónimo depositó este mensaje en el «buzón» de su clase —una caja de cartón especialmente pintada para la ocasión—, en la que los alumnos expresan sus quejas y sus problemas para que toda la clase pueda hablar de ellos y buscar formas de resolverlos. Durante la discusión no se menciona el nombre de los implicados y el maestro señala, en cambio, que, de vez en cuando, todos los niños tienen estos problemas y, en consecuencia, que todos deben aprender a resolverlos. El hecho de poder expresar cómo se sienten al ser rechazados o qué es lo que pueden hacer para ser aceptados les brinda así la oportunidad de buscar nuevas soluciones, una verdadera alternativa al pensamiento unilateral que considera que la disputa constituye el único camino posible para eliminar las diferencias.
El buzón ofrece la posibilidad de organizar los temas problemáticos que se tocarán en clase porque un programa demasiado rígido correría el peligro de alejarse de la fluida realidad de la infancia. En la medida en que los niños crecen, cambian también sus preocupaciones y. en consecuencia, las lecciones emocionales deberán adaptarse al grado de desarrollo del niño y repetirse en diferentes etapas vitales, ajustándose a su nivel de comprensión y a su interés del momento.
Una cuestión muy importante es el momento en que puede comenzar a impartirse este tipo de enseñanza. En este sentido, hay quienes sostienen que nunca es demasiado pronto. Por ejemplo, el pediatra T. Berry Brazelton, de Harvard, afirma que los padres pueden beneficiarse de algunos programas de formación domiciliaria y convertirse en adecuados preceptores de sus hijos. Hay poderosas razones que confirman la eficacia de la enseñanza sistemática de las habilidades emocionales y sociales durante el periodo preescolar —como, por ejemplo, el Head Start— ya que, como hemos visto en el capitulo 12, la predisposición de los niños a la lectura depende en gran medida de la adquisición de algunas de estas habilidades emocionales. El período preescolar resulta crucial para establecer los cimientos de estas habilidades y existen pruebas palpables de que el programa Head Start —cuando funciona bien, todo hay que decirlo— tiene provechosas consecuencias emocionales y sociales a largo plazo sobre la vida de quienes han pasado por él y que se reflejan en un historial adulto menos afectado por las drogas y las detenciones y, en cambio, más favorecido por un matrimonio feliz y por un nivel de ingresos más elevado. La eficacia de este tipo de intervenciones es mucho mayor cuando van acompasadas al ritmo del desarrollo. Aunque, como vimos en el capitulo 15, el llanto del recién nacido demuestra claramente que, desde el mismo momento del nacimiento, el ser humano experimenta sentimientos intensos, su cerebro esta lejos de haber alcanzado la madurez completa. Las emociones del niño sólo alcanzarán la plena madurez cuando lo haga su sistema nervioso a lo largo de un proceso que va desplegándose en función de las pautas que va marcando un reloj biológico innato que concluye en la adolescencia temprana. De hecho, el repertorio de sentimientos que muestra un recién nacido es muy rudimentario comparado con el abanico de emociones que despliega un niño de cinco años, y éste, a su vez, resulta primitivo comparado con la diversidad de sentimientos que presenta un quinceañero. Es frecuente que los adultos olviden que cada emoción aparece en un determinado momento del proceso de crecimiento y caigan, con demasiada frecuencia, en la trampa de creer que los niños son mucho más maduros de lo que son en realidad. De poco sirven, por ejemplo, las reprimendas a un bravucón de cuatro anos de edad, puesto que la autoconciencia que le enseñará a ser humilde aparece alrededor de los cinco años.
El ritmo del crecimiento emocional está ligado a varios procesos de desarrollo, particularmente a la cognición y a la madurez biológica del cerebro. Como ya hemos visto anteriormente, las capacidades emocionales, como la empatía y la autorregulacion emocional, comienzan a aparecer casi desde la misma infancia.
Los años de la guardería jalonan la maduración de las «emociones sociales» —sentimientos tales como la inseguridad, la humildad, los celos, la envidia, el orgullo y la confianza—, emociones todas ellas que requieren la capacidad de compararse con los demás. Al adentrarse en el mundo social de la escuela, el niño de cinco años de edad entra también en el mundo de la comparación social. Pero no es tan sólo el cambio externo el que produce estas comparaciones sino también la emergencia de una capacidad cognitiva, la capacidad de compararse con los demás con respecto a determinadas cualidades (ya sea la popularidad, el atractivo o la destreza con el monopatín). Es a esta edad, por ejemplo, cuando el hecho de tener una hermana mayor que saque buenas notas puede llevar a un niño a considerarse comparativamente «estúpido».
El doctor David Hamburg, psiquiatra y presidente de la Carnegie Corporation que se ha dedicado a evaluar algunos de los primeros programas de educación emocional, considera que los años que marcan la transición a la escuela primaria y el ingreso en el instituto constituyen dos momentos especialmente críticos para el ajuste social del niño. Según Hamburg, desde los seis hasta los once años: «la escuela constituye un auténtico crisol y una experiencia que influirá decisivamente en la adolescencia del niño y mas allá de ella. La sensación de autoestima de un niño depende fundamentalmente de su rendimiento escolar. Un niño que fracase en la escuela pondrá en movimiento una actitud derrotista que luego puede arrastrar durante el resto de su vida». Entre los elementos esenciales para sacar provecho de la escuela, Hamburg señala «la demora de la gratificación, la responsabilidad social adecuada, el control de las emociones y una perspectiva optimista ante la vida», otro modo, en fin, de referirse a la inteligencia emocional Y La pubertad es un período de grandes cambios en el sustrato biológico, las habilidades cognitivas y el funcionamiento cerebral del niño y, en este sentido, constituye también un período crítico para el aprendizaje emocional y social. «Entre los diez y los quince años —señala Hamburg— la mayor parte de los adolescentes se ven expuestos por vez primera a la sexualidad, al alcohol, al tabaco y a las drogas», entre otras tentaciones. La transición que conduce al instituto rubrica el fin de la infancia y constituye, en sí misma, un formidable desafío emocional. Dejando de lado todos los demás problemas, en este nuevo período escolar disminuye el grado de autoconfianza y aumenta el de autoconciencia, que suele dar una imagen de sí mismo demasiado inflexible y contradictoria. Uno de los más grandes retos de este período tiene que ver con la «autoestima social», con la seguridad de que pueden hacer amistades y mantenerlas. Según Hamburg, esta coyuntura es la que contribuye a consolidar las habilidades del adolescente para establecer relaciones íntimas, sortear las crisis que puedan afectar a la amistad y nutrir su seguridad en sí mismos.
Hamburg señala que, en la época en que los estudiantes entran en el instituto, quienes han atravesado un proceso de alfabetización emocional se muestran en mejores condiciones que los demás para hacer frente a las presiones de sus compañeros, las exigencias académicas y las instigaciones a fumar o tomar drogas. El dominio de las habilidades emocionales constituye una vacuna provisional contra la agitación y las presiones externas que están a punto de afrontar.
LA IMPORTANCIA DEL RITMO
En la medida en que los psicólogos evolutivos y otros investigadores van cartografiando el desarrollo evolutivo de las emociones, cada vez se hallan en mejores condiciones de especificar las lecciones que deben enseñarse al niño en cada uno de los distintos momentos del proceso de desarrollo de la inteligencia emocional, qué tipo de carencias duraderas es probable que padezcan quienes no lleguen a dominar las competencias en el momento adecuado y qué clase de experiencias podría programarse para tratar de recuperar el tiempo perdido.