Cuando se preguntó a los niños de una guardería por la forma en que hacían nuevos amigos o evitaban las peleas, fueron nuevamente los niños impopulares —aquéllos con los que los demás no querían jugar— quienes ofrecieron las respuestas más inapropiadas (la respuesta más habitual de estos niños, por ejemplo, en el caso de que desearan el mismo juguete que uno de sus compañeros era la de empujarles o la de buscar la ayuda de un adulto). Y cuando se pidió a varios niños de edad más avanzada que escenificaran la tristeza, el enfado o la desconfianza, fueron también los más impopulares quienes llevaron a cabo las representaciones menos convincentes. No resulta, pues, sorprendente que estos niños se sientan incapaces de hacer amigos y que su incompetencia social termine convirtiéndose en una profecía autocumplida. En lugar de aprender nuevas estrategias de aproximación a los demás, estos niños se limitan a repetir una y otra vez pautas que no funcionaron en el pasado o ensayan otras nuevas más torpes aún si cabe.
Estos niños manifiestan un escaso criterio emocional y no se les considera una compañía agradable ni saben qué hacer para que los demás se encuentren a gusto con ellos. Por ejemplo, la observación del juego de estos niños impopulares demostró una mayor tendencia que el resto a hacer trampas, enfadarse y dejar de jugar cuando perdían, o jactarse y fanfarronear cuando ocurría lo contrario. Está claro que todos los niños quieren ganar, pero la mayor parte de ellos son capaces de refrenar sus reacciones emocionales de modo que no afecten a la relación con sus compañeros de juego.
Pero aunque los niños emocionalmente sordos —los niños que tienen dificultades para registrar y responder a las emociones— suelen convertirse en marginados sociales, existen muchos otros niños que atraviesan por períodos transitorios de rechazo que no terminan abocándoles a un horizonte tan sombrío. En cualquier caso, el desolador estatus que acompaña a quienes son objeto del rechazo constante durante los años de escuela se agudiza con el paso del tiempo, incrementando así su grado de marginación social. Hay que tener en cuenta que es en el crisol de la amistad y en el bullicio del juego en donde se forjan las habilidades emocionales y sociales que condicionan las relaciones que el ser humano sostiene a lo largo de toda su vida. Es evidente, pues, que los niños que son excluidos de este ámbito de aprendizaje no cuentan con las mismas posibilidades que los demás.
Es comprensible que los niños rechazados experimenten miedo y ansiedad y se sientan deprimidos y aislados De hecho, el grado de popularidad de los niños de tercer curso ha demostrado ser un mejor predictor de los problemas de salud mental que pueden presentar alrededor de los dieciocho años que cualquier otro dato, como las calificaciones escolares, el rendimiento académico, el CI e incluso los resultados de los test psicológicos, como ya hemos visto anteriormente, los niños que tienen pocos amigos terminan convirtiéndose en solitarios crónicos que, de mayores, correrán más riesgos de contraer determinadas enfermedades y de sufrir una muerte anticipada.
Como afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, las relaciones tempranas que sostenemos con nuestros mejores amigos del mismo sexo nos ensenan a navegar en el mundo de las relaciones íntimas (a dirimir las diferencias y a compartir nuestros sentimientos más profundos). Pero los niños rechazados disponen de muchas menos ocasiones que sus compañeros para poder entablar una amistad íntima en los años de la escuela primaria perdiendo así una oportunidad crucial para su desarrollo emocional. En este sentido, tener un amigo —aunque sólo sea uno e iincluso aunque esa amistad no sea muy sólida— puede suponer, a la larga, una extraordinaria diferencia.
EL APRENDIZAJE DE LA AMISTAD
Pero existe una puerta abierta a la esperanza para los niños rechazados. Steven Asher, psicólogo de la Universidad de Illinois, ha diseñado un programa de «adiestramiento para la amistad» destinado a los niños impopulares que ha tenido cierto éxito. La investigación realizada por Asher comenzó identificando a los alumnos de tercer y cuarto curso que menos atractivos resultaban para sus compañeros de clase. Luego organizó seis sesiones para enseñarles el modo de inducirles a «una participación más agradable en los juegos», enseñándoles a ser «más amistosos, divertidos y simpáticos». Para evitar cualquier tipo de estigmatización, Asher les dijo que iban a actuar en calidad de «consejeros» del entrenador, quien estaba tratando de averiguar las cosas que hacían más atractiva la participación de los niños en los juegos.
Los niños fueron entrenados a comportarse del mismo modo que Asher consideraba característico de los más populares. También se les alentaba a tratar de encontrar soluciones alternativas (en lugar de recurrir exclusivamente a las peleas) si tenían problemas con las reglas del juego; a comunicarse con los demás y a hacerles preguntas mientras estaban jugando; a escuchar y observar a los otros niños para averiguar cómo se sentían; a decir algo agradable cuando los demás hacían algo bien; y a sonreír y a brindar su colaboración, sus propuestas y su aliento. Los niños debían poner en práctica estas reglas básicas de cortesía mientras jugaban con un compañero de clase y se les adiestraba a comentar después sus experiencias durante el juego. El efecto de este cursillo de relaciones sociales fue considerablemente positivo.
Un año después, los niños que habían participado en este entrenamiento —niños que, recordémoslo, fueron seleccionados por que eran los que menos simpatías despertaban entre sus compañeros— gozaban de una posición notablemente más popular. Hay que decir también que ninguno de ellos destacaba por su brillantez social, pero lo cierto es que habían dejado de engrosar las filas de los niños rechazados.
A similares conclusiones ha llegado Stephen Nowicki, psicólogo de la Universidad de Emoryi. Nowicki ha concebido también un programa destinado a adiestrar a los niños marginados en la mejora de su capacidad para interpretar y responder adecuadamente a los sentimientos de los demás. Este programa comienza con la grabación en video de los niños tratando de expresar emociones como, por ejemplo, la tristeza o la alegría y luego se completa con un adiestramiento que les ayuda a mejorar su expresividad. Finalmente, llevan a la práctica su nueva habilidad con algún otro niño con quien deseen entablar amistad.
Entre el 50 y el 60% de los niños rechazados que han participado en este tipo de programas han logrado mejorar su grado de aceptación. En la actualidad, estos programas parecen funcionar mejor con alumnos de tercer y cuarto curso que con niños de grados superiores, y parecen también más adecuados para los niños socialmente ineptos que para los niños agresivos pero, en mi opinión, todo es cuestión de puesta a punto. En cualquier caso, el hecho de que casi todos los niños rechazados puedan volver a formar parte del círculo de la amistad con un mínimo adiestramiento emocional constituye un claro signo de esperanza.
EL ALCOHOL Y LAS DROGAS: LA ADICCIÓN COMO AUTOMEDICACIÓN
Los estudiantes del campus universitario local lo llamaban «beber hasta quedarse en blanco», es decir, ingerir dosis masivas de cerveza hasta llegar a perder el conocimiento. Una de las técnicas más utilizadas consistía en insertar un embudo en una manguera de modo que, a través de ésta, pueda verterse en menos de diez segundos una jarra entera de cerveza. Pero no debemos considerar que este procedimiento constituya una rareza aislada, porque una encuesta mostró que aproximadamente el 40% de los estudiantes universitarios varones son capaces de ingerir un mínimo de siete bebidas alcohólicas de una sentada y el 11% se consideran a sí mismos «bebedores resistentes», otra forma de denominar, en suma, al alcoholismo. En la actualidad, el 50% de universitarios varones y el 40% de las universitarias se emborrachaban al menos un par de veces al mes. Aunque en los Estados Unidos el uso de las drogas entre la ventud disminuyó durante la década de los ochenta, es cada vez mayor el consumo de alcohol a edades más precoces. Un estudio llevado a cabo en 1993 reveló que el 33% de las estudiantes universitarias admitían que bebían para emborracharse, frente a un porcentaje del 10% en 1977. En términos generales, uno de cada tres estudiantes bebe con la intención de embriagarse. Esta situación comporta, a su vez, otro tipo de riesgos, puesto que el 90% del total de violaciones denunciadas en los campus universitarios tuvieron lugar después de que la víctima o el agresor —o ambos a la vez— hubieran estado bebiendo. Por último, los accidentes relacionados con el alcohol son la principal causa de mortalidad entre los jóvenes de edad comprendida entre los quince y los veinticuatro años.
La experimentación con el alcohol y las drogas parece ser un rito de pasaje para los adolescentes pero, en algunos casos, esta primera toma de contacto puede llegar a tener efectos permanentes. En este sentido podríamos decir que el origen de la adicción de la mayoría de los alcohólicos y demás toxicómanos se remonta a la edad de diez años, aunque pocos de los que han experimentado con el alcohol y las drogas terminan convirtiéndose en alcohólicos o toxicómanos. Por ejemplo, más del 90% de los alumnos que concluyen la enseñanza secundaria ya han probado el alcohol, pero sólo el 14% de ellos llegan a transformarse en alcohólicos. Del mismo modo, sólo un porcentaje inferior al 5% de los millones de norteamericanos que han probado la cocaína se han convertido en adictos. ¿Qué es, pues, lo que determina la diferencia entre uno y otro caso?
Quienes habitan en un barrio con un alto índice de delincuencia, en donde se vende crack a la vuelta de la esquina y el traficante de drogas es el ejemplo local más destacado del éxito económico, están más expuestos al abuso de estas substancias.
Algunos pueden llegar a hacerse adictos convirtiéndose en camellos ocasionales, otros simplemente debido a su facilidad de acceso o a una subcultura miope que mitifica el uso de las drogas; un factor este último que aumenta el riesgo del abuso de drogas en cualquier entorno, incluso —y quizás especialmente— entre los muchachos más acomodados económicamente. Pero todo ello no responde a la cuestión de cuáles son los chicos que se hallan más expuestos a este tipo de trampas y presiones. ¿Quiénes van a tener simplemente una experiencia ocasional y quiénes por el contrario, son más propensos, a convertirlo en un hábito permanente?
Una teoría científica al uso afirma que las personas que dependen del alcohol y de las drogas están utilizando esas sustancias como una especie de medicación que les ayuda a mitigar su ansiedad, su enojo y su depresión, puesto que les permiten calmar químicamente la ansiedad y la insatisfacción que les atormentan. En un seguimiento efectuado sobre varios cientos de estudiantes de séptimo y octavo curso a lo largo de un par de años, quienes acusaron mayores niveles de angustia emocional mostraron posteriormente las tasas mas elevadas de abuso de drogas. Esto también podría explicar por qué hay tantos jóvenes que prueban el alcohol y las drogas sin llegar a convertirse en adictos, mientras que otros se hacen dependientes casi desde el mismo comienzo. Así pues, las personas más vulnerables a la adicción parecen encontrar en las drogas y el alcohol una especie de varita mágica que les ayuda a sosegar las emociones que les han estado atormentando durante muchos años.
Como señala Ralph Tarter, psicólogo del Western Psychiatric Institute and Clinie, de Pittsburgh: «hay personas que parecen biológicamente predispuestas y cuya primera toma de contacto con la droga es tan recompensante que los demás no podemos ni siquiera llegar a sospechar. Muchas personas que han logrado recuperarse del abuso de drogas me han confesado que, cuando la tomaron, se sintieron normales por primera vez en la vida. Así pues, al menos a corto plazo, la droga actúa como una especie de estabilizador psicológico». Y en esto se basa, por supuesto, la principal tentación a la que recurre el demonio de la adicción, ya que es capaz de provocar una sensación de bienestar a corto plazo, aunque, a la larga, termine abocando al desastre permanente.
También existen ciertas pautas emocionales que parecen determinar que las personas tiendan a encontrar consuelo emocional en unas substancias más que en otras. Hay, por ejemplo, dos caminos diferentes que conducen al alcoholismo. El primero de ellos se inicia cuando una persona que ha tenido una infancia llena de tensión y ansiedad descubre —por lo general en la adolescencia— que el alcohol le permite mitigar la sensación de ansiedad.
Es frecuente que estas personas —generalmente varones— sean, a su vez, hijos de alcohólicos que también recurren a la bebida para tratar de calmar su nerviosismo. Uno de los indicadores biológicos de esta pauta es la hiposecreción de GABA, uno de los neurotransmisores que regulan la ansiedad. Cuanto menor es el nivel de GABA, mayor es el índice de tensión que experimenta el individuo. Cierto estudio puso de manifiesto cíue los hijos de padres alcohólicos presentan un bajo nivel de GABA y, en consecuencia, son sumamente ansiosos. Pero cuando estas personas ingieren alcohol, su nivel de GABA aumenta en la misma proporción en que disminuye su sensación de ansiedad. Los hijos de alcohólicos, pues, beben principalmente para aliviar la tensión y descubren en el alcohol una sensación de liberación que no saben conseguir de otro modo. Este tipo de personas es asimismo muy vulnerable al abuso de sedantes combinados con el alcohol, que también potencian el descenso del nivel de ansiedad.
Un estudio neuropsicológico llevado a cabo con hijos de alcohólicos que a la temprana edad de doce años evidenciaban ya claros síntomas de ansiedad (como un marcado aumento del ritmo cardíaco en respuesta al estrés o una elevada impulsividad) demostró que estos niños presentaban un pobre funcionamiento del lóbulo frontal. Esto significa que pueden confiar menos que otros chicos en aquellas áreas cerebrales que podrían ayudarles a paliar la ansiedad o a controlar la impulsividad. Y, dado que los lóbulos prefrontales también afectan al funcionamiento de la memoria —permitiendo, por ejemplo, tener bien presentes las consecuencias de las rutas de acción a que nos conduce una determinada decisión—, esta carencia constituye un camino directo al alcoholismo que les lleva a tener exclusivamente en cuenta los efectos sedantes inmediatos del alcohol sobre la ansiedad y les impide sopesar adecuadamente sus efectos negativos a largo plazo.
Esta búsqueda desesperada de calma parece ser el indicador emocional de una susceptibilidad genética hacia el alcoholismo.