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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

La inteligencia emocional (45 page)

No es difícil advertir el motivo por el cual los niños emocionalmente más competentes tienden a superar espontáneamente su timidez (aunque sean temperamentalmente vergonzosos) puesto que su destreza social les abre un abanico más amplio de experiencias positivas con los demás. Son niños que, una vez que rompen el hielo que supone, por ejemplo, dirigirse a un nuevo compañero son socialmente brillantes. La repetición de esta situación a lo largo de los años tiende naturalmente a convertirles en personas mucho más seguras de sí mismas.

Estos avances hacia la apertura resultan muy alentadores porque sugieren que, en cierto modo, hasta las mismas pautas emocionales innatas pueden cambiar. Un niño que nace temeroso puede aprender a tranquilizarse o incluso a abrirse a lo desconocido. La timidez —o cualquier otro rasgo temperamental— forma parte de nuestro bagaje biológico, pero eso no significa que nos hallemos inexorablemente condicionados por los rasgos emocionales heredados. Así pues, aun dentro de las limitaciones genéticas disponemos de la posibilidad de cambiar. Como observan los estudiosos de la genética de la conducta, nuestro comportamiento no sólo está determinado genéticamente sino que el ambiente —especialmente la experiencia y el aprendizaje— configura la forma en que una predisposición temperamental se manifiesta a lo largo de la vida. La capacidad emocional, pues, no constituye un dato inmutable puesto que, con el aprendizaje adecuado, puede modificarse. Las razones que explican este hecho hay que buscarlas en el modo en que madura el cerebro humano.

LA INFANCIA: UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD

En el momento del nacimiento, el cerebro del ser humano no está completamente formado sino que sigue desarrollándose y es en la temprana infancia cuando este proceso de crecimiento es más intenso. El niño nace con muchas más neuronas de las que poseerá en su madurez y, a lo largo de un proceso conocido con el nombre de «podado», el cerebro va perdiendo las conexiones neuronales menos frecuentadas y fortaleciendo aquellos circuitos sinápticos más utilizados. De este modo, el «podado», al eliminar las sinapsis menos utilizadas, mejora la relación señal/ruido del cerebro extirpando la causa misma del «ruido». Este proceso es constante y rápido, ya que las conexiones sinápticas pueden establecerse en cuestión de días o incluso de horas. La experiencia, especialmente durante la infancia, va esculpiendo nuestro cerebro.

La demostración clásica del impacto de la experiencia sobre el desarrollo del cerebro la proporcionaron los premios Nobel Thorsten Wiesel y David Hubel, neurocientíficos, que demostraron la existencia de un período critico, durante los primeros meses de vida de los gatos y de los monos, en el desarrollo de las sinapsis que portan las señales procedentes del ojo hasta el córtex visual, en donde son interpretadas. Si durante este período se mantiene, por ejemplo, un ojo cerrado, el número de sinapsis que conectan ese ojo con el córtex visual disminuye, mientras que las del ojo abierto se multiplican. Cuando, tras este periodo crítico, se destapa este ojo, el animal permanece funcionalmente ciego de este ojo, una ceguera que no se debe a ningún defecto anatómico sino que está relacionada con el pequeño número de sinapsis que conectan el ojo con el córtex visual.

En el caso de los seres humanos, el correspondiente período crítico para el desarrollo de la visión se prolonga durante los seis primeros años de vida. Durante este tiempo, la visión normal estimula la formación de conexiones neuronales cada vez más complejas entre el ojo y el córtex visual. El hecho de mantener cerrado un ojo durante este período unas pocas semanas puede terminar produciendo un déficit mensurable en la capacidad visual de este ojo. Los niños que, por las razones que fuere, han permanecido con un ojo cerrado durante varios meses durante este período, muestran una clara pérdida en la percepción visual de los detalles.

Una vívida demostración del impacto de la experiencia sobre el desarrollo del cerebro procede de estudios realizados sobre ratas «ricas» y ratas «pobres».” Las ratas «ricas» vivían en pequeños grupos en jaulas llenas de entretenimientos para ratas (como, por ejemplo, escaleras y norias), mientras que las ratas «pobres» estaban en jaulas similares pero carentes de toda diversión. Al cabo de varios meses, el neocórtex de las ratas ricas desarrolló redes neuronales mucho más complejas, mientras que el número de conexiones sinápticas establecidas por las ratas pobres era comparativamente mucho menor. La diferencia era tan notable que los cerebros de las ratas ricas llegaron a ser mucho más pesados y no debería sorprendernos que se mostraran mucho más diestras que las ratas pobres en encontrar la salida de los laberintos con los que se trataba de determinar su inteligencia. Similares experimentos realizados con monos mostraron las mismas diferencias entre una experiencia «rica» y «pobre» y cabe esperar el mismo resultado en el caso de los seres humanos.

La psicoterapia, es decir, el reaprendizaje emocional sistemático, constituye un ejemplo palpable de la forma en que la experiencia puede cambiar las pautas emocionales y remodelar nuestro cerebro. La demostración más clara de este hecho nos lo proporciona una investigación realizada con personas que estaban siendo tratadas de desórdenes obsesivo-compulsivos. Una de las compulsiones más comunes es la de lavarse las manos, un acto que puede llegar a repetirse tantas veces al día que la piel de la persona termina agrietándose. Los estudios realizados con escáneres TEP [tomografía de emisión de positronesj han demostrado que la actividad de los lóbulos prefrontales de los obsesivo-compulsivos es muy superior a la normal. La mitad de los pacientes del estudio recibieron el mismo tratamiento farmacológico normal, fluoxetina (más conocido por su nombre comercial, Prozac) y la otra mitad recibieron terapia de conducta. Durante el proceso terapéutico, los sujetos fueron sistemáticamente expuestos al objeto de su obsesión o compulsión sin que pudieran llevar a cabo su ritual (así, por ejemplo, a los pacientes que se lavaban las manos compulsivamente se les colocaba en un lugar sucio sin que tuvieran la posibilidad de lavarse).

Al mismo tiempo se les enseñaba a cuestionar los miedos y las amenazas que les apremiaban (por ejemplo, que el hecho de no lavarse les llevaría a contraer una enfermedad y a morir). Tras varios meses de estas sesiones, las compulsiones fueron desapareciendo gradualmente al igual que lo hicieron en el caso de aquellos otros pacientes a quienes se les había administrado medicación.

Pero el hallazgo más notable fue un escáner TEP que mostraba que la actividad de una región clave del cerebro emocional de los pacientes sometidos a terapia de modificación de conducta —el núcleo caudado— descendió de un modo tan significativo como ocurrió en el caso de aquellos otros tratados eficazmente con fluoxetina. ¡Su experiencia había llegado a modificar su funcionamiento cerebral —y les había liberado de los síntomas— tan eficazmente como la medicación!

MOMENTOS CLAVE

El cerebro del ser humano necesita mucho más tiempo que el de cualquier otra especie para llegar a madurar completamente.

Cada región del cerebro se desarrolla a una velocidad diferente a lo largo de la infancia, y el comienzo de la pubertad jalona uno de los períodos más críticos del proceso de «podado» cerebral. Algunas de las regiones cerebrales que maduran más lentamente son esenciales para la vida emocional. Mientras que las áreas sensoriales maduran durante la temprana infancia y el sistema límbico lo hace en la pubertad, los lóbulos frontales —sede del autocontrol emocional, de la comprensión emocional y de la respuesta emocional adecuada— siguen desarrollándose posteriormente durante la tardía adolescencia hasta algún momento entre los dieciséis y los dieciocho años de edad.

Los hábitos de control emocional que se repiten una y otra vez a lo largo de toda la infancia y la pubertad van modelando las conexiones sinápticas. De este modo, la infancia constituye una oportunidad crucial para modelar las tendencias emocionales que el sujeto mostrará durante el resto de su vida, y los hábitos adquiridos en esta época terminan grabándose tan profundamente en el entramado sináptico básico de la arquitectura neuronal, que después son muy difíciles de modificar. Dada la importancia de los lóbulos prefrontales en el control de la emoción, la misma oportunidad que permite el modelado sináptico de esta región cerebral implica que las experiencias del niño también pueden terminar modelando conexiones duraderas en los circuitos reguladores del cerebro emocional. Como ya hemos visto, la sensibilidad de los padres a las necesidades de sus hijos, las ocasiones y la guía con que cuentan éstos para aprender a controlar sus propios impulsos y el ejercicio de la empatía constituyen elementos fundamentales del desarrollo emocional. Por el mismo motivo, el descuido, el abuso, la falta de sintonía, la brutalidad y la indiferencia pueden dejar su negativa impronta profundamente grabada en los circuitos nerviosos de la emoción.

Una de las lecciones emocionales más fundamentales, aprendida en la más temprana infancia y perfeccionada a lo largo del resto de la niñez, tiene que ver con la forma de consolarse cuando uno está afligido. En el caso de los niños muy pequeños, el consuelo procede de sus cuidadores: una madre escucha el llanto de su hijo, le coge, le sostiene en sus brazos y le mece hasta que se tranquiliza. En opinión de algunos teóricos, esta conexión biológica enseña al niño la forma de hacer esto consigo mismo. Entre los diez y los dieciocho meses existe un período crítico durante el cual se establecen unas conexiones entre la región orbitofrontal del córtex prefrontal y el cerebro límbico que constituyen una especie de interruptor de la ansiedad. Los investigadores sostienen que los niños que han experimentado suficientes episodios de consuelo durante este periodo disponen de una conexión limbico-orbitofrontal más sólida que les ayuda a controlar la ansiedad y a tranquilizarse a sí mismos durante el resto de su vida.

A decir verdad, el arte de tranquilizarse a su mismo se aprende a lo largo de los años y recurriendo a medios distintos a medida que la maduración del cerebro le proporciona herramientas emocionales cada vez más sofisticadas. Recordemos que los lóbulos frontales, tan importantes para la regulación de los impulsos limbicos, maduran durante la adolescencia. Otro circuito clave que sigue modelándose a lo largo de toda la infancia se centra en el nervio vago, entre cuyas muchas funciones se cuenta la regulación de la actividad cardíaca y el control de las señales que llegan a la amígdala procedentes de las glándulas suprarrenales, estimulándola a secretar catecolaminas, activadoras de la respuesta de lucha-o-huida. Un equipo de la Universidad de Washington que evaluó la influencia de los diferentes estilos de crianza descubrió que el trato con unos padres emocionalmente adecuados mejora el funcionamiento del nervio vago.

En opinión de John Gottman, quien realizó esta investigación: «los padres modifican el tono vagal de sus hijos —una medida del nivel de activación del nervio vago— mediante el adiestramiento emocional que les proporcionan (hablar sobre los sentimientos y sobre cómo comprenderlos, no ser excesivamente críticos ni reprobadores, tratar de encontrar soluciones a los problemas emocionales y enseñarles a recurrir a alternativas distintas a la pelea y el encierro en sí mismos cuando están enojados o tristes)».

Cuando esta actividad se realiza adecuadamente, los niños están en mejores condiciones para controlar la actividad vagal que mantiene a la amígdala dispuesta a activar al cuerpo con hormonas de lucha o huida, mejorando así su conducta.

Así pues, cada una de las habilidades clave de la inteligencia emocional cuenta con un periodo crítico de desarrollo que perdura durante toda la infancia y que proporciona una oportunidad preciosa para inculcar en el niño hábitos emocionales constructivos o, en caso contrario, dificultar la corrección posterior de las posibles carencias. El proceso de modelado y «podado» de los circuitos neuronales que tiene lugar durante la infancia podría explicar los efectos decisivos y duraderos de los traumas emocionales infantiles, la necesidad de un largo proceso psicoterapéutico para llegar a incidir sobre estas pautas y también, como ya hemos visto, la persistencia latente de esos patrones a pesar de las nuevas comprensiones y respuestas aprendidas durante la terapia.

A decir verdad, la plasticidad del cerebro perdura durante toda la vida, aunque no ciertamente del mismo modo que en la infancia. Todo aprendizaje implica un cambio cerebral, un fortalecimiento de las conexiones sinápticas. Los cambios cerebrales observados en los pacientes con desórdenes obsesivo- compulsivos demuestran que el esfuerzo sostenido en cualquier momento de la vida puede llegar a transformar —incluso a nivel neuronal— los hábitos emocionales. Para mejor o para peor, lo que ocurre con el cerebro en los casos de trastorno de estrés postraumático (o también, por cierto, en el caso de la terapia) es similar al efecto de todo tipo de experiencias emocionales repetidas o intensas.

En este sentido, las lecciones emocionales más importantes son las que los padres dan a sus hijos. Existe una gran diferencia entre los hábitos emocionales inculcados por padres que están profundamente conectados con las necesidades emocionales de sus hijos y que proporcionan una educación empática, y aquellos otros proporcionados por padres que, por el contrario, se hallan tan absortos en si mismos que ignoran la ansiedad de sus hijos o que simplemente se limitan a gritar y a golpearles caprichosamente. En cierto sentido, la psicoterapia constituye un intento de enmendar lo que se torció o quedó completamente soslayado durante los primeros años de la vida. Pero ¿qué es lo que nos impide proporcionar al niño el cuidado y la orientación necesarios para cultivar esas habilidades emocionales fundamentales?.

PARTE V
LA ALFABETIZACIÓN EMOCIONAL
15. EL COSTE DEL ANALFABETISMO EMOCIONAL

Todo empezó como un pequeño altercado que fue adquiriendo tintes cada vez más dramáticos. lan Moore y Tyrone Sinkler, alumnos del Instituto Jefferson, de Brooklyn, se enzarzaron en una disputa con Khalil Sumpter, de quince años, a quien habían estado acosando y amenazando hasta que la situación se les escapó de las manos.

Un buen día, Khalil, temeroso de que lan y Tyrone fueran a propinarle una paliza, cogió una pistola de calibre 38 y. en la entrada del instituto, a pocos metros del vigilante, les disparó a quemarropa, acabando con su vida.

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