Mientras la irritabilidad crónica y los episodios repetidos de cólera parecen aumentar el riesgo de enfermedad coronaria en los hombres, las emociones más letales para las mujeres son la ansiedad y el miedo. Un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford sobre más de mil personas que habían padecido un ataque al corazón demostró que las mujeres que habían sufrido un segundo ataque presentaban un elevado índice de miedo y ansiedad que, en la mayoría de los casos, adoptaba la forma de fobias paralizantes que, tras el primer ataque, las llevaba a dejar de conducir, abandonar el trabajo y encerrarse en su casa. Los efectos fisiológicos perniciosos que acompañan al estrés y la ansiedad mental —el tipo de estrés provocado por los trabajos en que uno se halla sometido a una presión constante o a condiciones vitales difíciles (como, por ejemplo, las que aquejan a las madres que viven solas con sus hijos y tienen que arreglárselas para trabajar y cuidar de su familia) — están siendo estudiados minuciosamente. Stephen Manuck, psicólogo de la Universidad de Pittsburgh, llevó a cabo un experimento en el que sometió a treinta voluntarios a condiciones de estrés mientras controlaba la tasa en sangre de ATP (adenosintrifosfato, una sustancia secretada por los trombocitos que es capaz de provocar cambios en los vasos sanguíneos y ocasionar un ataque de apoplejía). El experimento demostró que cuanto más intenso era el estrés mayor era el nivel de ATP, así como el latido cardíaco y la tensión arterial.
Es comprensible, pues, que los riesgos para la salud aumenten en el caso de aquellos oficios cuyo desempeño exija un esfuerzo y una eficacia extremos sin que el sujeto tenga la menor posibilidad de controlar las condiciones de trabajo (una situación que hace que los conductores de autobús, por ejemplo, presenten un elevado índice de hipertensión arterial). En un estudio llevado a cabo con 569 pacientes aquejados de cáncer colorrectal en el que se utilizó un grupo de control similar, quienes habían experimentado un deterioro manifiesto de sus condiciones laborales durante los diez años anteriores demostraron ser cinco veces y media más proclives a desarrollar cáncer que aquéllos otros que no se hallaban sometidos al mismo nivel de estrés. La importancia médica del estrés es tal que las técnicas de relajación —orientadas a reducir directamente el grado de excitación fisiológica— se están utilizando clínicamente para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas (entre las que se incluyen, por citar sólo unas pocas, las enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de diabetes, la artritis, el asma, los desórdenes gastrointestinales y el dolor crónico). El aprendizaje de la relajación proporciona a los pacientes la ocasión de controlar sus sensaciones y de evitar así un posible empeoramiento de su condición debido al estrés y la angustia emocional.
El coste médico de la depresión
Años después de haber sido sometida a una intervención quirúrgica para extirparle un tumor maligno se le detectó una metástasis en el pecho. Su médico ya no le habló de curación y le dijo que la quimioterapia sólo prolongaría —como mucho— unos pocos meses más su vida. Comprensiblemente, se sumió en una profunda depresión y siempre que acudía al oncólogo acababa estallando en lágrimas. Sin embargo, la única respuesta que recibía del facultativo cada vez que esto ocurría era pedirle que abandonara la consulta.
Dejando de lado el daño motivado por la desconsiderada actitud del oncólogo ¿tenía acaso alguna relevancia clínica el hecho de que éste no supiera relacionarse con el desconsuelo de su paciente? A partir del momento en que una enfermedad alcanza ese grado de virulencia no parece probable que las emociones puedan tener algún tipo de efecto apreciable en su desarrollo. Aunque es evidente que la cualidad de los últimos meses de vida de esta mujer se vio ensombrecida por la depresión, todavía no está claro el efecto de la tristeza sobre el curso del cáncer. Pero el hecho es que hay muchas investigaciones que apuntan a la conclusión de que la depresión desempeña un papel relevante en otras condiciones clínicas, especialmente en lo que concierne a la fase de empeoramiento de la enfermedad. Cada vez es mayor la evidencia de que los pacientes deprimidos que se hallan aquejados de una enfermedad grave también deberían recibir tratamiento para su depresión.
Una de las complicaciones que conlleva el tratamiento de la depresión es que sus síntomas, entre los que se incluye el letargo y la pérdida de apetito, suelen confundirse con los síntomas de otras enfermedades, especialmente en el caso de que sean tratados por médicos que tengan poca experiencia en el diagnóstico psiquiátrico. Y esa incapacidad para diagnosticar y tratar la depresión que puede acompañar a una enfermedad grave (como ocurría en el caso de la mujer aquejada de cáncer de mama) puede constituir, en si misma, un riesgo añadido para su desarrollo.
Doce de los trece pacientes aquejados de depresión que formaban parte de un grupo de cien que habían sido sometidos a un trasplante de médula ósea fallecieron antes del primer año, mientras que 34 de los 87 restantes todavía seguían con vida dos años después. Por otra parte, la probabilidad de que los pacientes aquejados de insuficiencia renal crónica que eran sometidos a diálisis y a quienes se había diagnosticado una depresión mayor falleciera en los dos años posteriores era mucho mayor que la de aquellos otros que no estaban deprimidos, un hecho que demuestra que la depresión es un mejor predictor que cualquier otro síntoma clínico. Pero la vía que conecta la emoción con la condición médica no es biológica sino actitudinal; dicho de otro modo, los pacientes depresivos están menos predispuestos a colaborar con el tratamiento y pueden mentir sobre la dieta, lo cual, obviamente, les expone a un riesgo todavía mayor.
La depresión también parece tener cierta incidencia sobre las enfermedades cardíacas. En un estudio realizado con 2.832 personas de mediana edad que fueron sometidas a un seguimiento de doce años, quienes experimentaban una sensación de permanente abatimiento y desesperación presentaban una tasa más elevada de mortalidad debida a enfermedades cardíacas y en el 3% de los casos aquejados de una depresión mayor, esa tasa era cuatro veces superior.
La depresión parece suponer un riesgo médico especialmente grave para los supervivientes de un ataque cardíaco. En una investigación realizada en un hospital de Montreal, los pacientes deprimidos que fueron dados de alta después de haber padecido un primer ataque al corazón presentaron un índice de mortalidad muy elevado durante los seis meses siguientes. La tasa de mortalidad de uno de cada ocho pacientes de los mas seriamente deprimidos de ese estudio era cinco veces superior a la de otros pacientes aquejados de una enfermedad similar, un factor de riesgo tan importante como las principales causas de muerte por ataque cardíaco, como la disfunción del ventrículo izquierdo o la existencia de un historial previo en este sentido. Uno de los posibles mecanismos que explicaría esta situación es que la depresión incide directamente en la variabilidad del latido cardíaco, incrementando así el riesgo de arritmias fatales.
También se ha constatado que la depresión puede obstaculizar el proceso de recuperación de las fracturas de cadera. En un determinado estudio llevado a cabo con varios miles de ancianas aquejadas de este tipo de lesión, todas ellas fueron objeto de un diagnóstico psiquiátrico en el momento de ingresar en el hospital. Las que fueron diagnosticadas de depresión no sólo permanecieron ingresadas una media de ocho días más que aquéllas otras que padecían lesiones similares pero que no presentaban ningún síntoma de depresión, sino que tan sólo un tercio de ellas logró volver a caminar de nuevo. Por su parte, las mujeres deprimidas que, además de la atención médica correspondiente, recibieron ayuda psiquiátrica para tratar de superar su depresión, necesitaron menos fisioterapia para poder volver a caminar y tuvieron menos reingresos en los tres meses posteriores a que se les diera el alta que aquellas otras que no recibieron ningún tipo de tratamiento psicológico.
Otro estudio demostró que uno de cada seis pacientes cuya condición física era tan calamitosa que se hallaban entre el 10% de personas que más recurrían a los servicios médicos (porque estaban afectados de diversas dolencias como, por ejemplo, la diabetes y la enfermedad cardíaca) se hallaba aquejado de una depresión grave. Y, cuando estos pacientes recibieron atención psicológica, el número de días al año que estuvieron de baja descendió de 79 a 51 en quienes estaban aquejados de depresión mayor y de 62 a 18 días en quienes sufrían una depresión moderada.
LOS BENEFICIOS CLÍNICOS DE LOS SENTIMIENTOS POSITIVOS
No cabe duda, pues, de los efectos nocivos de la irritabilidad, la ansiedad y la depresión. La ansiedad y la irritabilidad crónicas vuelven a las personas más susceptibles a la acción de un amplio abanico de enfermedades, y aunque la depresión no constituya la causa directa de la enfermedad, sí que parece interferir, en cambio, en el curso de su recuperación y aumentar el riesgo de mortalidad, especialmente en el caso de los pacientes aquejados de enfermedades graves.
Pero si las diversas formas de la angustia emocional crónica pueden llegar a ser nocivas, la gama opuesta de emociones puede ser, hasta cierto punto, tonificante. Pero con ello no estamos diciendo que las emociones positivas sean curativas ni que la risa o la felicidad puedan, por sí solas, invertir el curso de una enfermedad grave. Su efecto tal vez sea muy sutil pero los estudios realizados sobre miles de personas no dejan lugar a duda sobre el papel que desempeñan las emociones positivas en el conjunto de variables que afectan al curso de una enfermedad.
El coste del pesimismo y las ventajas del optimismo
El pesimismo —al igual que la depresión— tiene su precio, mientras el optimismo, por el contrario, supone considerables ventajas.
Un estudio evaluó el grado de optimismo o pesimismo de ciento veintidós hombres que habían sufrido un primer ataque cardíaco. Ocho años más tarde, veintiuno de los veinticinco más pesimistas habían muerto, mientras que sólo habían fallecido seis de los veinticinco más optimistas. Este estudio pone de relieve la importancia de la actitud mental que se ha revelado como un mejor predictor de supervivencia que otros factores clínicos (como el daño físico experimentado por el corazón en ese primer ataque, el infarto, la tasa de colesterol o la tensión arterial). Otra investigación demostró que los pacientes más optimistas que habían sufrido una operación de bypass arterial se recuperaban mucho antes y sufrían menos complicaciones, tanto durante como después de la intervención, que los más pesimistas. La esperanza, al igual que su pariente cercano el optimismo, también constituye un factor curativo. En este sentido, las personas esperanzadas se muestran comprensiblemente más capaces de superar los retos que les presente la vida, incluyendo los problemas mentales. En un estudio realizado entre personas paralizadas por una lesión en la espina dorsal, las más esperanzadas tenían una mayor movilidad física que aquéllas otras aquejadas de la misma incapacidad pero que se sentían desesperanzadas. La esperanza resulta especialmente relevante en el caso de las parálisis por lesiones de la médula espinal, ya que este tipo de tragedia clínica suele aquejar a jóvenes que han sufrido un accidente automovilístico y que tendrán que permanecer en esta penosa condición durante el resto de su vida. El modo en que la persona reacciona emocionalmente ante este hecho tiene profundas consecuencias en el esfuerzo que realice para mejorar su funcionalidad física y social. Existen muchas posibles explicaciones de las importantes consecuencias de una actitud pesimista u optimista sobre la salud. Una hipótesis sostiene que el pesimismo aboca a la depresión y que ésta, a su vez, afecta a la resistencia del sistema inmunológico frente a las infecciones y los tumores. Pero ésta no es más que una especulación que, hasta la fecha, no se ha podido comprobar. Otra teoría afirma que la persona pesimista es incapaz de cuidarse a si misma y, en relación con esto, se aducen estudios que demuestran que los pesimistas fuman y beben más y hacen menos ejercicio que los optimistas, es decir, que tienen hábitos más perjudiciales para la salud. Tal vez un día descubramos que la fisiología de la esperanza supone una ventaja biológica en la lucha del cuerpo contra la enfermedad.
Con la ayuda de mis amigos: el valor clínico de las relaciones interpersonales
Habría que añadir, por un lado, el aislamiento a la lista de riesgos emocionales para la salud y decir, por el otro, que los vínculos emocionales constituyen un elemento protector. Los estudios realizados a lo largo de dos décadas sobre más de treinta y siete mil sujetos han demostrado que el aislamiento social —la sensación de que uno no tiene a nadie con quien compartir sus sentimientos o mantener cierta intimidad— duplica las probabilidades de contraer una enfermedad y de morir Según un informe publicado en Science en 1987, el aislamiento «tiene la misma incidencia en la tasa de mortalidad que el tabaco, la tensión arterial elevada, el alto nivel de colesterol, la obesidad y la falta de ejercicio físico». El tabaquismo multiplica por 1,6 veces el riesgo de mortalidad mientras que el aislamiento social lo duplica, convirtiéndolo así, a todas luces, en un importantísimo factor de riesgo para la salud. Los hombres, por otra parte, soportan peor el aislamiento que las mujeres. En este sentido, los hombres solitarios son de dos a tres veces más propensos a morir que quienes mantienen estrechos lazos con los demás mientras que, en lo que respecta a las mujeres solitarias, este riesgo es sólo una vez y media superior al de las mujeres más sociables. Esta diferencia en el impacto que tiene la soledad sobre las mujeres y sobre los hombres puede radicar en que aquéllas tienden a establecer relaciones emocionalmente más próximas que éstos y que, tal vez por ello, no precisen de la misma cantidad de relaciones que los hombres.
Soledad, no obstante, no significa aislamiento. Son muchas las personas que viven retiradas o que tienen muy pocos amigos y que, en cambio, se sienten satisfechas y gozan de una salud excelente. El aislamiento que implica un riesgo clínico consiste en la sensación subjetiva de desarraigo y de no tener a nadie a quien recurrir. Y esta situación resulta terrible en la moderna sociedad urbana por el creciente aislamiento producido por la televisión y por el declive de los hábitos sociales (como pertenecer a una asociación o visitar a los amigos) y confiere un valor añadido a grupos de autoayuda tales como Alcohólicos Anónimos u otras comunidades similares.