Pronto llegaron a un decrépito bloque de pisos que había al otro lado del cementerio. El edificio parecía inclinado hacia un lado. Además, debía de haber estado cubierto de hiedra en el pasado, pero la habían arrancado, dejando largas cicatrices que recorrían la agrietada fachada. El viejo sacó una llave grande y abrió con ella una puerta cubierta de pintura verde descascarillada.
Luego se volvió para mirar a Hugo.
—¿Es que no sabes que el repiqueteo de los tacones atrae a los fantasmas? —le preguntó—. ¿Quieres que te sigan los espectros?
Sin decir más, se metió rápidamente en el portal y cerró la puerta de golpe.
La ventana
H
UGO SE QUEDÓ PARADO
frente al edificio. Se frotó los ojos para quitarse los copos que se le habían acumulado en las pestañas y manoseó los sucios botones de su chaqueta, sobándolos con los dedos índice y pulgar como anteriormente había hecho con la cubierta de cuaderno.
Entonces agarró un guijarro del suelo y lo lanzó hacia una ventana. El guijarro chocó contra el cristal con un sonoro chasquido.
Las cortinas se abrieron y en medio apareció la cara de una niña. Por un instante, Hugo creyó que se había equivocado de ventana, pero luego la reconoció.
Era la niña de la juguetería. Cuando Hugo estaba a punto de gritarle algo, ella se llevó un dedo a los labios y le indicó con una seña que no se fuera. Las cortinas volvieron a cerrarse.
Hugo esperó temblando de frío, y al cabo de unos minutos la niña apareció por la esquina trasera del edificio y se acercó corriendo a él.
—¿Quién eres? —le dijo.
—Tu abuelo me ha robado mi cuaderno de notas. Tengo que recuperarlo antes de que lo queme.
—Papá Georges no es mi abuelo —repuso la niña—. Y tampoco es ningún ladrón. El ladrón eres tú.
—¡Eso es mentira!
—Te vi robando.
—¿Cómo ibas a verme? El viejo te dijo que te fueras antes de que yo me acercara a la juguetería.
—Ah, de modo que tú también me has estado espiando a mí. Bueno, pues entonces estamos empatados.
Hugo la miró con curiosidad.
—Déjame entrar, niña —dijo.
—No puedo. Te tienes que marchar.
—No pienso irme hasta que no haya recuperado mi cuaderno.
Hugo cogió otro guijarro y se dispuso a lanzarlo a la ventana, pero la niña le agarró la mano y le arrebató la piedra.
—¿Estás loco? —susurró—. ¡No quiero que me pillen aquí abajo contigo! Dime, ¿por qué te hace tanta falta tu cuaderno?
—No te lo puedo decir.
Hugo trató de coger otro guijarro, pero la chica lo derribó de un empujón y lo inmovilizó en el suelo.
—Escúchame: no te puedo dejar entrar, pero te prometo que haré todo lo que pueda para que papá Georges no queme tu cuaderno. Vuelve mañana a la juguetería y pídeselo otra vez.
Hugo miró fijamente los grandes ojos negros de la niña y se dio cuenta de que no tenía elección. La niña le soltó, y él se puso en pie y se alejó corriendo entre la nieve.
El padre de Hugo
H
UGO CORRIÓ SIN PARAR
hasta encontrarse de nuevo en su casa secreta. Intentó encender la luz, olvidando, como siempre, que la bombilla del techo se había fundido. Sacó una cerilla, la encendió y prendió con ella unas cuantas velas. La estancia se inundó de un tibio resplandor dorado, y en las paredes aparecieron enormes sombras temblorosas.
Los dedos de Hugo se dirigieron instintivamente hacia el bolsillo en el que había estado su cuaderno, pero lo encontraron vacío. Sin saber qué hacer, se acercó a un montón de cajas apiladas que había en una esquina de la estancia y lo apartó, descubriendo un hueco en la pared.
Hugo metió una mano en el escondrijo y sacó un objeto grande, de aspecto pasado. Luego desató las raídas cuerdas que lo rodeaban y abrió el envoltorio de tela.
Era un hombre construido enteramente con engranajes de relojería y otras delicadas maquinarias. Desde el mismo momento en que su padre le había hablado de él, aquel hombre mecánico se había convertido en el centro de su vida.
El padre de Hugo regentaba una relojería, y también trabajaba manteniendo los relojes de un viejo museo. Una noche había vuelto a casa más tarde de lo habitual.
—Hola, capitán —le había dicho a Hugo, que ya estaba en la cama—. Perdona que haya tardado tanto en llegar, pero esta tarde encontré una cosa fascinante en el museo; en el desván del museo, para ser exactos. Nadie sabe cómo llegó hasta allí, ni siquiera el viejo guarda se acuerda. Aunque la verdad es que no se acuerda de casi nada… El caso es que es la máquina más bella y compleja que he visto en mi vida. Es una auténtica pena que la dirección del museo no se haya preocupado por mantenerla en funcionamiento.
—¿Qué es? —preguntó Hugo.
—Un autómata —respondió su padre con los ojos brillantes.
—¿Y eso qué es?
—Es un aparato de cuerda, como las cajas de música o esos juguetitos que se mueven, pero infinitamente más complicado. No es la primera vez que veo uno: en cierta ocasión vi un pájaro que cantaba dentro de una jaula, y un trapecista mecánico que hacía acrobacias… Pero este es mucho más complejo e interesante.
—¿Por qué? —inquirió Hugo, intrigado.
—Porque este puede escribir. Al menos, eso creo. Sostiene una pluma, y está sentado tras una mesa. Lo he abierto para mirar por dentro y tiene cientos de piezas, entre ellas varias docenas de ruedas dentadas con las más extrañas muescas y surcos que te puedas imaginar. Estoy seguro de que, si estuviera en buen uso, podríamos darle cuerda y poner un papel en la mesa, y todas esas piececitas empezarían a moverse una tras otra haciendo que el brazo del autómata escribiera algo. Un poema, una adivinanza… La pena es que está demasiado deteriorado y herrumbroso como para funcionar.
—¿Quién lo fabricó?
—He preguntado al personal del museo y nadie lo sabe, pero todos los demás autómatas que he visto en mi vida fueron creados por magos que los usaban en sus espectáculos.
—¿Magos? —preguntó Hugo, cada vez más emocionado.
—Bueno, en el pasado hubo bastantes magos que antes de serlo fueron relojeros, y usaban sus conocimientos para construir esas máquinas asombrosas. Las hacían con el único propósito de dejar a la gente boquiabierta, y casi siempre lo conseguían; nadie se explicaba cómo podían bailar, escribir o cantar aquellos muñecos. La gente llegaba a pensar que aquellos magos eran capaces de crear vida artificial, pero en realidad todo el secreto residía en los mecanismos de sus autómatas.
—¡Pero tú también eres relojero, papá! —exclamó Hugo—. Podrías arreglarlo, ¿no?
—No lo sé, Hugo. Está comido por el óxido y le faltan piezas. Además, ya tengo bastante trabajo.
A Hugo también se le daba bien arreglar relojes; parecía una habilidad hereditaria en su familia. Su padre siempre había llevado a casa relojes rotos para que el niño jugara con ellos, y a la edad de seis años ya era cápaz de arreglarlo casi todo. Más tarde, cuando empezó a visitar el taller de su padre, Hugo lo miraba trabajar con enorme atención, y cuándo se aburría construía animalitos mecánicos con las piezas sobrantes que había esparcidas por la sala. El padre de Hugo colocaba aquellas creaciones sobre su banco de trabajo, lleno de orgullo por lo habilidoso que era su hijo.
—¿Puedo ver el autómata? —preguntó Hugo—. Por favor, papá.
Unos días después, él y su padre se colaron a hurtadillas en el desván del museo. A la luz polvorienta que entraba por las claraboyas, Hugo distinguió maquetas de barcos rotas, cabezas de estatuas, viejos carteles, puertas amontonadas… Había frascos de cristal llenos de líquidos de apariencia extraña, pájaros disecados y felinos petrificados en mitad de un salto que reposaban sobre soportes de madera.