—¿Qué andas buscando, niño? —le preguntó. Tenía pegado al labio inferior un cigarrillo que se movía cuando hablaba.
—Estoy… estoy buscando a Etienne.
El gerente lo miró sin decir nada.
—Es un chico que tiene un parche en el ojo —añadió Hugo a modo de explicación.
—Sí, ya sé quién es Etienne —repuso el gerente alisándose el pelo con una mano. De su cigarrillo salió disparada una pelotilla de ceniza que rebotó en la cara de Hugo—. Acabo de despedirlo; parece que permitía colarse a algunos arrapiezos en la sala. Una costumbre lamentable, ¿verdad, arrapiezo?
Hugo reculó hasta doblar la esquina y fue corriendo a la puerta trasera para contarle a Isabelle lo que había pasado.
—Qué hombre tan desagradable. Bueno, da igual. Sígueme —dijo ella cuando el niño acabó su relato.
Isabelle se acercó a la puerta trasera y se sacó una horquilla del bolsillo. Hugo observó cómo hurgaba con ella en la cerradura hasta que la puerta se abrió con un leve chasquido.
—¿Cómo aprendiste a hacer eso? —preguntó Hugo.
—En un libro.
Isabelle asomó la cabeza al interior del cine para asegurarse de que no había nadie vigilando y abrió la puerta para que Hugo pasara. Los dos niños entraron en la parte trasera del vestíbulo y pasaron junto a una vitrina que mostraba fotografías de los siguientes estrenos. Isabelle se detuvo delante de ella un momento para observar una imagen en blanco y negro en la que aparecía una actriz con los ojos muy oscuros.
—A veces pienso que estas fotos me gustan tanto como las películas —susurró—. Con ellas puedo imaginar mis propias historias.
Hugo se acercó para contemplarla más de cerca, pero Isabelle dio un respingo:
—¡Corre, que viene el gerente!
Los dos niños se escabulleron a toda prisa por la puerta de la sala, se hundieron en los mullidos asientos de terciopelo rojo de la última fila y esperaron a que comenzara la película.
Al ver la pantalla en blanco, Hugo pensó que parecía una hoja de papel sin estrenar. Le encantaba escuchar el zumbido del proyector que flotaba por la sala.
Antes de la película se proyectaba el Nodo, una especie de noticiario. El Nodo de aquel día trataba de la Gran Depresión de Estados Unidos, de una Exposición Universal que se inauguraría en París unos meses más tarde (Hugo pensó que le gustaría mucho ir, aunque sabía que era imposible) y de la situación política en Alemania. Y al fin, después del noticiario, comenzó una historieta de dibujos animados. Se llamaba
La relojería
, y trataba de un hombre que recorría las calles al anochecer encendiendo farolas de gas. En cierto momento, el hombre pasaba junto a una relojería en la que todos los relojes estaban vivos y bailaban al compás de una pieza de música clásica. Hugo pensó que a su padre le habría encantado. Al final, la música sonaba cada vez más rápido y dos despertadores se enzarzaban en una pelea. El telón del cine se cerró frente a la pantalla, y todo el mundo aplaudió mientras el proyeccionista cambiaba los rollos de película. Al cabo de unos minutos, el telón se abrió de nuevo para dar paso al plato fuerte, una película titulada
El millón
, cuyo director era un tal René Glair. Trataba de un pintor, un billete de lotería perdido, un delincuente, una chaqueta regalada y un cantante de ópera, y acababa con la escena de persecución más emocionante que Hugo hubiera podido soñar. Al verla, Hugo pensó que todas las películas deberían terminar con una persecución tan animada como aquella.
El tiempo se les pasó en un suspiro, y cuando las laces se encendieron, Hugo deseó con todas sus fuerzas que aquella tarde no terminara.
Isabelle y él se miraron, con las imágenes que acababan de ver aún titilando en los ojos. Los espectadores salieron ordenadamente de la sala hasta que los dos niños se quedaron solos en la última fila. Hugo contempló la pantalla como si todavía pudiera ver el chorro de luz del proyector y oír su suave zumbido.
De improviso, dos fuertes manos agarraron a los niños por el cuello de las camisas y los obligaron a levantarse.
—¿Cómo habéis entrado, mocosos? —aulló el gerente del cine.
Notando cómo les caían copos de ceniza en el pelo, los dos niños agarraron rápidamente sus chaquetas antes de que el gerente los sacara del cine a empellones.
—¡Espero no volveros a ver por aquí! —gritó el gerente cuando Hugo e Isabelle ya estaban de pie en la húmeda acera. Luego cerró las puertas acristaladas, se sacudió las manos y se quedó mirando con expresión airada cómo los niños escapaban a todo correr, atusándose el pelo para sacudirse la ceniza.
Cuando perdieron de vista el cine, Hugo e Isabelle aminoraron el paso. Soplaba un viento frío que los hacía tiritar.
Isabelle le habló a Hugo de sus películas preferidas: comedias, películas de dibujos animados e historias de indios y vaqueros cuyo protagonista era un tal Tom Mix. También le gustaba una actriz llamada Louise Brooks, hasta el punto de que había copiado su corte de pelo. Y había visto muchas otras películas de aventuras, de misterio, de amor, fantásticas… Isabelle recitaba nombres como Charlie Chaplin, Jean Renoir o Buster Keaton. Hugo había visto algunas películas de Buster Keaton y dos de Charlie Chaplin, pero, por alguna extraña razón que ni él mismo comprendía, no se lo contó a Isabelle. En vez de hacerlo, la escuchó sin decir nada.
Pronto llegaron a la estación. Cuando estaban entrando en la gran sala de espera, Hugo vio a un hombre que miraba muy atento el reloj principal de la sala y tomaba notas en un cuaderno.
Era el inspector de la estación.
Hugo agarró a Isabelle del brazo y la obligó a agazaparse con él tras un banco cercano. Luego se asomó un poco, manoseando los botones de su chaqueta.
—¿Se puede saber qué haces? —dijo Isabelle incorporándose.
Pero Hugo estaba abstraído y no contestó. ¿Se habría dado cuenta el inspector de que su tío había desaparecido? Hugo no quería ir al orfanato de ninguna manera: estaba muy cerca de terminar la reparación del hombre mecánico. Se sintió culpable por haber ido al cine; nunca hubiera debido acceder a abandonar la estación.
Los pensamientos pasaban vertiginosos por su mente. Tenía que internarse de inmediato en los pasadizos de las paredes para revisar todos los relojes, pero Isabelle no paraba de hablar. Cuando el inspector de la estación se dio la vuelta y echó a andar, Hugo se incorporó y empezó a caminar en dirección opuesta.
—¡Hugo, contéstame! —dijo Isabelle agarrándolo del brazo—. No te vayas así.
—Tengo que marcharme.
—¿Pero adonde? Eso es precisamente lo que te estaba preguntando. ¿Dónde vives, Hugo?
Hugo se detuvo en seco y clavó sus ojos en los de Isabelle.
—No sé nada de ti —dijo la niña—. Tú sabes dónde vivo, sabes lo que les pasó a mis padres. Si quieres que seamos amigos, tendré que saber alguna cosa sobre ti. ¿Por qué no quieres contarme nada?
Apenas la niña hubo acabado de hablar, Hugo echó a correr sin previo aviso.
—¡Hugo! —gritó Isabelle—. ¡Para! ¡Espérame, Hugo!