Isabelle chilló, soltó la caja y aterrizó sentada en el suelo. La caja le cayó sobre un pie y se hizo pedazos, e Isabelle volvió a chillar. El contenido de la caja se desparramó por todas partes: eran cientos de pedazos de papel de todas las formas y tamaños, que cayeron revoloteando por la habitación. Hugo miró alrededor y vio que todos estaban llenos de dibujos, y que entre ellos también había una especie de manta raída con un estampado de lunas y estrellas. Parecía vieja y enmohecida.
Al cabo de un momento, la puerta de la habitación se abrió de par en par.
—¡Isabelle! —gritó mamá Jeanne, corriendo hacia su ahijada.
El viejo juguetero se quedó petrificado en la puerta, con la mirada clavada en los dibujos.
—¿Por qué habéis tenido que hacerlo, niños? —se lamentó la vieja señora—. Hugo, recoge todos los papeles, mételos en el armario y ciérralo —añadió, dándole una pequeña llave—. ¡Vamos, apúrate! Y tú, Isabelle, ven conmigo. ¡Georges, vuelve a la cocina!
Hugo se guardó la llave en el bolsillo y empezó a recoger los dibujos. Los sostenía en sus manos con tanta reverencia como si fueran diamantes y rubíes. Algunos eran hojas sueltas, otros estaban encuadernados artesanalmente formando pequeños libros. Tenían los bordes amarillentos y quebradizos, pero todos eran preciosos. Y todos estaban firmados por Georges Méliès.
—No —musitó el viejo juguetero—. No. No. No. ¡No! ¡No! —su voz subía de tono con cada sílaba, hasta que empezó a toser—. ¿Pero qué está pasando aquí? ¿De dónde han salido estos dibujos? —exclamó, cubriéndose los ojos con las manos—. ¿Quién los ha hecho? ¿Quién está jugando conmigo de este modo?
—¡Sal de la habitación, Georges! —gritó su mujer, que estaba ayudando a Isabelle a ponerse en pie.
El viejo juguetero se abalanzó sobre los dibujos que quedaban en el suelo y empezó a romperlos a diestro y siniestro. Al verlo, tanto Hugo como Isabelle se echaron sin pensarlo sobre él para tratar de separarlo de los papeles. Aunque a Hugo le dolía muchísimo la mano e Isabelle tenía el pie roto, los dos intentaron desesperadamente evitar que el juguetero destrozara sus dibujos.
—¡Para, Georges! ¡Para ya! —gritó su mujer—. ¡Fuiste tú quien hizo esos dibujos!
—¿Yo? —respondió él—. ¿YO? ¿Cómo iba a hacer yo esto? ¡No soy un artista! ¡No soy nadie! ¡Solo soy un comerciante arruinado, un prisionero, un cascarón vacío, un juguete de cuerda!
Mientras mamá Jeanne trataba de distraerlo, Hugo e Isabelle recogieron apresuradamente los dibujos que quedaban, los amontonaron en el armario y cerraron las puertas con llave.
Ahora el viejo juguetero estaba encorvado junto a la cama y lloraba con la cara oculta entre las manos.
Durante un rato repitió incansable la palabra «no», y luego empezó a murmurar para sí:
—Una caja vacía, un océano seco, un monstruo perdido, nada, nada, nada…
El viejo siguió mascullando entre sollozos y los dos niños retrocedieron lentamente.
Mamá Jeanne abrazó a su marido y lo ayudó a meterse en la cama. Le colocó la almohada bajo la cabeza y lo arropó. Con la cara surcada de lágrimas, la vieja señora le acarició la canosa barba una y otra vez hasta que la respiración del juguetero se calmó, indicando que se había dormido.
—Lo siento, Georges —dijo entonces su mujer. Le dio un beso, apagó la luz y volvió a sentarse junto a la cama, con una mano del viejo cogida entre las suyas—. Lo siento, lo siento mucho.