El plan
H
UGO AGARRÓ A
I
SABELLE
para ayudarla a salir de habitación y entrar en la cocina. Cuando llegaron, partió un poco de hielo para el pie de su amiga y los dos se sentaron tras la mesa, estremeciéndose y tratando de calmar el dolor de sus respectivas lesiones.
Al cabo de un rato entró en la estancia la madrina de Isabelle.
—¿De verdad hizo papá Georges esos dibujos? —preguntó la niña—. ¿Por qué nunca me dijisteis que era artista?
—Chssst, Isabelle, no hables tan alto. Dime solo cómo tienes el pie.
Hugo se encogió de hombros.
—Mi casa se ha convertido de repente en un hospital —musitó la vieja señora meneando la cabeza. Luego intentó soltar una carcajada, pero fue incapaz; en vez de hacerlo, se sentó a la mesa junto a los dos niños, apoyó la cabeza en las manos y se puso a llorar.
—¿Qué ocurre? —preguntó Isabelle—. ¿Por qué estaban esos dibujos escondidos en el armario? ¿Por qué se puso tan nervioso papá Georges cuando los vio?
—¿Es que no te das cuenta de todos los problemas que habéis causado ya, Isabelle? A papá Georges le ha dado fiebre del disgusto, y no sé cuándo se le pasará. No quiero oír ni una palabra más sobre este asunto. Te has portado fatal, Isabelle: me robaste la llave, abriste el armario… Eres igual que este ladronzuelo. No quiero volveros a ver juntos a los dos, ¿me oís? Hugo, puedes quedarte aquí a pasar la noche. Mañana llamaré al médico para que os examine a Isabelle, a Georges y a ti, y luego quiero que te vayas y no vuelvas más.
Mamá Jeanne rasgó unas tiras de tela de una sábana vieja y vendó con ellas la mano de Hugo y el pie de Isabelle hasta dejarlos totalmente inmovilizados.
—¡Lo siento mucho, mamá Jeanne! —dijo Isabelle cuando su madrina terminó aquella cura casera—. Por favor, no te enfades con nosotros. Solo queríamos…
—¡Chssst! A callar; es hora de irse a la cama. Hugo, tú puedes dormir en el sofá. Vamos, Isabelle, te ayudaré a llegar hasta tu cuarto.
Pero Hugo no llegó a tumbarse en el sofá. Se le había ocurrido un plan, y en cuanto Isabelle y su madrina se retiraron, se acercó de puntillas al perchero que había en el recibidor. Entre los abrigos que había allí colgados estaba el del viejo juguetero, y Hugo rebuscó en sus bolsillos hasta oír un tintineo. Agarró el llavero, salió del apartamento y volvió a la estación recorriendo las oscuras calles.
Al llegar fue directamente a la juguetería. Miró alrededor para asegurarse de que no lo veía nadie, y luego fue probando todas las llaves hasta que encontró la que abría la persiana de la tienda. La levantó un poco, se coló dentro y empezó a investigar el contenido de todas las cajas y cajones, rebuscando entre los papeles que el viejo tenía guardados. Pero la juguetería no parecía contener nada de interés. Hugo tenía la esperanza de encontrar algo que explicara todos los misterios que mamá Jeanne no había querido aclararles, algún papel u objeto en el que no hubiera reparado antes.
Al cabo de un rato de búsqueda infructuosa, Hugo encontró por fin algo interesante: un paquetito envuelto en tela que estaba metido en el fondo de un cajón.
Hugo se preguntó por qué habría guardado el viejo juguetero aquel ratón azul; antes de encontrarlo en el cajón, pensaba que el juguete había encontrado un comprador hacía ya tiempo. Sin embargo, le gustó que el viejo lo hubiera guardado, y empezó a sonreír sin darse cuenta mientras lo examinaba cuidadosamente. Pensó en los pequeños engranajes que el ratón guardaba en su interior, y en todos los juguetes que había robado para reparar el autómata. Hasta entonces nunca se había parado a pensar por qué las piezas de los juguetes que fabricaba el viejo encajaban tan bien en el hombre mecánico.
Al cabo de un rato envolvió otra vez el ratón y lo metió de nuevo en su sitio. Cuando se dio la vuelta para salir, vio uno de los libros de Isabelle en una esquina del mostrador, y el verlo le dio una idea.
Hugo volvió a su cuarto de la estación y exhaló un suspiro de alivio al ver que el hombre mecánico seguía en el suelo, tal como lo había dejado. Lo agarró como pudo y logró arrastrarlo hasta su escondite, contrayendo el gesto en una mueca de dolor; cuando lo tuvo dentro del hueco, lo cubrió con su viejo envoltorio de tela y tapó la abertura con las cajas vacías. Al acabar, miró hacia arriba, y sus ojos encontraron el estante sobre el que reposaba su cubo de herramientas. El corazón de Hugo dio un vuelco: hasta ese momento no se había dado cuenta de que tenía un grave problema. Se había lesionado la mano derecha, y sin ella le iba a ser imposible cuidar de los relojes de la estación. Pronto empezarían a fallar, el inspector investigaría la razón y las andanzas de Hugo llegarían a su fin.
Hugo se tumbó en su camastro y posó la mano dañada en el pecho. Por su mente empezaron a pasar imágenes vertiginosas…
Hugo vio cómo los blancos dedos del inspector se acercaban a él tratando de apresarlo. Los dedos se convertían en garras largas y afiladas que se cerraban en torno a su brazo. Cuando se despertó gritando, ni siquiera era consciente de haberse quedado dormido.
Al fin amaneció, y Hugo cogió su cubo de herramientas y salió para tratar de revisar los relojes. Con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia un lado, fue escuchándolos de uno en uno para averiguar si seguían funcionando correctamente. Pero con una sola mano apenas podía darles cuerda, así que se limitó a engrasarlos, examinarlos lo mejor que pudo y comprobar la hora que marcaban con la de su reloj ferroviario, rezando por que coincidieran.
Se estaba quedando sin tiempo.
Cuando vio que el señor Labisse abría su librería, Hugo se acercó corriendo. La campanilla de la puerta tintineó violentamente cuando entró.
El librero, que aún no se había quitado el abrigo, se dio la vuelta y vio a Hugo.
—Tú eres el amiguito de Isabelle, ¿verdad? ¿Qué te ha pasado en la mano?
Hugo ocultó la mano vendada tras la espalda.
—Quisiera pedirle un favor, señor Labisse. Verá, es que necesito encontrar información sobre una persona. ¿Tiene usted libros que hablen de cine?
—Puede que haya alguno por aquí…
—¿Y sobre las primeras películas que se hicieron? Cuando mi padre era pequeño vio una película que nunca se le olvidó. Trataba de un cohete que se metía en el ojo de la luna.
Tras mucho pensarlo, Hugo había decidido que aquella película podía ser un buen punto de partida para resolver el misterio.
—Lo que dices suena muy sugerente… —respondió el señor Labisse, acabando de quitarse el abrigo y ajustándose la corbata—. Ven, muchacho, a ver qué encontramos.
Hugo siguió al señor Labisse hasta una estantería y observó cómo examinaba los libros que había en ella. El librero sacó algunos para repasar sus índices, pero ninguno parecía contener lo que buscaba.
—No, hijo —dijo al cabo—. No tengo ningún libro que hable de las primeras películas que se hicieron, lo siento.
Hugo le dio las gracias y echó a andar hacia la puerta, preguntándose dónde podría ir a continuación. Había pensado ir a la librería en un rapto de inspiración, y no se le ocurría ninguna otra idea.
—Tal vez tengas más suerte en la biblioteca de la Academia de Artes Cinematográficas —sugirió entonces el señor Labisse.
Hugo se dio la vuelta en redondo.
—¿Dónde está esa biblioteca?
El señor Labisse le indicó a Hugo cómo llegar, y el niño le dio las gracias y echó a correr.