La invención de los sueños
H
UGO SEGUÍA PONIÉNDOSE NERVIOSO
ante la perspectiva de salir de la estación. Aun así, tomó aire y emprendió la bajada por la escalera que conducía hasta el metro, aquel vasto sistema de trenes subterráneos que serpenteaba bajo la ciudad como un sinfín de ríos ocultos.
Hugo entró en el vestíbulo y vio un alto mostrador tras el que asomaba una menuda recepcionista. Le preguntó dónde estaba la biblioteca, y la mujer lo miró de arriba abajo con expresión despectiva.
—No —le dijo a Hugo por toda respuesta.
—¿Cómo que no? ¿Es que no puedo entrar en la biblioteca?
—Eres muy pequeño, y estás sucio y despeinado. Además, aun cuando pudieras entrar, deberías hacerlo acompañado de un adulto —respondió ella—. Adiós, niño.
Hugo la observó. Examinó sus manos y su ropa, y entonces cayó en la cuenta de que llevaba mucho tiempo sin pensar en su propia apariencia.
Sabía que la recepcionista había sido injusta con él, pero no se le ocurría cómo remediarlo. Estaba buscando alguna respuesta adecuada cuando le pareció oír su nombre.
—¡Hugo! ¿Eres tú?
—¡Etienne! —gritó Hugo corriendo al encuentro de su amigo—. ¿Qué haces aquí?
—Eso mismo iba a preguntarte yo.
La recepcionista miró a Etienne con cara de asombro.
—¿Conoces a este niño zarrapastroso?
—Señora Maurier, permítame que le presente a mi amigo Hugo.
La recepcionista se colocó bien sus gafas de pasta negra y descolgó el teléfono, que había empezado a sonar.
—Siento mucho que te echaran del trabajo por nuestra culpa —dijo Hugo.
—En realidad, fue una suerte. Cuando me despidieron acababa de empezar a estudiar aquí, en la Academia, y me dieron un trabajo en las oficinas. Quiero ser cámara, ¿sabes?
A Hugo se le fueron los ojos al parche de Etienne. Su amigo sonrió.
—Es más fácil ser cámara si se es tuerto como yo, ¿sabes? Así no tengo que guiñar un ojo, como todos los demás —dijo dándose un golpecito en el parche—. Y ahora, dime: ¿qué haces tú aquí?
—Necesito buscar una cosa en la biblioteca. ¿Puedes ayudarme?
—Sígueme —respondió Etienne. Hugo no quiso mirar hacia la señora Maurier, pero se sintió muy feliz de pasar ante ella sin que pudiera obligarlo a detenerse.
La biblioteca estaba en el segundo piso. Era una sala limpia y ordenada, llena de estanterías impolutas cuyos libros no parecían usarse jamás. En el centro colgaba un enorme cuadro que atrajo la mirada de Hugo.
No sabía lo que podía significar, pero pensó que era muy bonito.
Etienne le mostró a Hugo cómo buscar en el fichero hasta que encontró un libro que parecía adecuado, y luego le ayudó a localizar la estantería correcta. Etienne se puso de puntillas, sacó el libro del estante y se lo dio a Hugo, quien se sentó en el suelo y empezó a hojearlo allí mismo. Etienne se sentó a su lado.
—Este libro lo escribió uno de mis profesores, ¿sabes? ¿Por qué no me dices para qué lo necesitas?
Pero Hugo estaba demasiado nervioso para hablar. El libro que tenía entre las manos se llamaba
La invención de los sueños: Historia de las primeras películas
. El autor era un tal René Tabard, y lo había escrito un año antes, en 1930.
Hugo buscó la primera página y empezó a leer:
En 1895 apareció una de las primeras películas que se exhibió en público. Se titulaba «La llegada de un tren a la estación de la Ciotat», y su argumento respondía exactamente al título. Sin embargo, cuando la locomotora se acercaba a la pantalla a toda velocidad, muchas personas del público gritaban e incluso se desmayaban, convencidas de que el tren podía arrollarlas de verdad. Era la primera vez en su vida que veían algo así.