Cuando Hugo abrió los ojos, lo único que vio fueron estrellas. Estrellas, lunas y algo que se asemejaba a un cohete espacial. Ante sus ojos estaba la capa que aparecía en
El viaje a la luna
, y quien la portaba era Georges Méliès.
—Bienvenido al mundo, Hugo Cabret —dijo el viejo mago. Estaba sentado en un banco del despacho del inspector, y sostenía la cabeza de Hugo en el regazo. Tras ellos estaba Isabelle, apoyada en sus muletas.
—Bebe esto —le dijo Isabelle a Hugo, ofreciéndole un vaso de agua—. Ya sabía yo que algo iba mal; estabas tardando tanto en volver a casa… Papá Georges se empeñó en venir conmigo a buscarte.
El inspector de la estación hizo ademán de aferrar a Hugo una vez más, pero se detuvo al oír la voz altisonante del viejo mago:
—¡No se le ocurra tocar al muchacho!
—Lo siento, señor. Pero, como le dije antes, hace un rato sorprendimos a este chico robando en la cantina. También parece haber robado en la casa del relojero, quien, además, desapareció misteriosamente hace algún tiempo. Creemos que el chico tiene algo que ver con ello.
Hugo vio por el rabillo del ojo a la señora Emile y el señor Frick, que se habían logrado colar en el despacho y estaban escuchando con gran atención.
—Cuéntale lo que sabes, Hugo —dijo Georges Méliès.
Hugo le miró a los ojos. La mirada del viejo mago desprendía una calidez y un cariño nuevos para Hugo.
—No te preocupes, hijo —le susurró el viejo—. Vas a venir a casa con nosotros. Y ahora, cuéntale todo lo que sabes al inspector.
Hugo levantó la mirada y comenzó su relato.
—El relojero era mi tío, y yo era su aprendiz. Pero bebía mucho, y hace algún tiempo desapareció para no volver, y yo tuve que robar leche y cruasanes porque no tenía nada para comer. Desde entonces he estado cuidando los relojes yo solo, y ahora mi tío está muerto y la noticia va a salir mañana en todos los diarios.
El inspector escrutó la cara de Hugo con el ceño fruncido y, tras unos segundos que a Hugo le parecieron eternos, se echó a reír para sorpresa del niño. Los dos policías que esperaban a sus espaldas lo observaron atónitos.
—¿Tú? —dijo el inspector—. ¿Me estás diciendo que tú solo has podido mantener y revisar todos los relojes de la estación? ¿Sin ayuda? ¿Tú, un chaval de diez años? ¿Y pretendes que me lo crea?
—No tengo diez años, tengo doce —repuso Hugo.
El inspector siguió riéndose.
—Mire, buen señor —dijo mirando a Georges Méliès—, me parece que su amiguito tiene una gran imaginación. ¿Cómo va a estar muerto el relojero? ¡Me habría enterado de ello, sin duda!
—Pero es que está muerto —intervino la señora Emile—. El chico está diciendo la verdad.
—Sí, es cierto —añadió el señor Frick.
—Pero entonces, ¿qué era esa… esa cosa que estabas robando del apartamento del relojero?
—¡No lo estaba robando! —repuso Hugo. Luego miró al viejo mago—. Se me cayó y ha vuelto a romperse. Lo siento…
—No te preocupes por eso ahora. Seguro que volvemos a arreglarlo en un periquete entre los dos.
Georges Méliès volvió a mirar al inspector.
—Uno no puede robarse a sí mismo, ¿no cree? Y ese autómata pertenece al chico. En cuanto a usted, señora —añadió, dirigiéndose a la cantinera—, ya buscaremos alguna forma de compensarla por la leche y los cruasanes que le ha cogido Hugo. Y ahora, si no les importa, creo que ya es hora de que salgamos de esta estación.
Georges Méliès ayudó a Hugo a ponerse en pie, envolvió a los dos niños en los suaves pliegues de su capa y los condujo hasta su casa.
El mago
H
UGO SE ENFUNDÓ EN SU ESMOQUIN
y manoseó un poco los botones, admirándose de lo suaves y brillantes que eran. Frente a él había un espejo; Hugo vio su reflejo por el rabillo del ojo y se demoró un instante para observarlo atentamente, pensando que había crecido mucho.
El señor y la señora Méliès habían acondicionado un pequeño trastero que había en su apartamento para que fuera la habitación de Hugo, y ahora vivía con ellos. La Academia Francesa de Artes Cinematográfica, a instancias de René Tabard, había conseguido que el Estado entregara una buena suma a la famila Méliès, y una parte de aquel dinero había servido para amueblar el nuevo cuarto de Hugo. A un lado de la habitación había un pequeño banco de trabajo, cubierto de animalitos mecánicos construidos con piezas de relojes y de artilugios mágicos de muy diversas formas y colores que Hugo había hecho con sus propias manos. El curso escolar había comenzado hacía algunos meses, y Hugo tenía también un escritorio para estudiar y hacer los deberes. Además, en la habitación había varias estanterías abarrotadas de libros y recuerdos de la Exposición Universal de París, a la que había acudido con Isabelle un mes antes. El cuaderno de su padre estaba guardado en una caja que tenía metida en el cajón de la mesilla, y el suelo de la habitación estaba cubierto de papeles con dibujos. Además, Hugo había reservado un cajoncito del escritorio para meter las entradas de todas las películas que iba a ver con Isabelle.
En la penumbra del nuevo cine que había abierto en las cercanías, Hugo viajaba hacia atrás en el tiempo para ver dinosaurios, piratas y vaqueros del lejano Oeste, y también visitaba el futuro, que estaba lleno de robots y ciudades tan colosales que no dejaban ver el cielo. Montaba en avión y cruzaba el océano en barco; en la oscuridad del patio de butacas, Hugo pudo ver por vez primera la jungla, el mar y los desiertos, y decidió visitar todos aquéllos lugares cuando fuera mayor.
En una esquina de su habitación reposaba el autómata, que Hugo y papá Georges habían reparado hasta dejarlo como nuevo.
Hugo se llenó los bolsillos de barajas y pequeños artilugios mágicos, como hacía siempre antes de salir de casa, comprobó la hora en su reloj ferroviario y llamó a la puerta del cuarto de Isabelle. Ella abrió, vestida con un traje tan blanco que parecía relucir.
Georges Méliès los esperaba en el salón, ataviado con un esmoquin y con su capa negra de estrellas y planetas (que, tras pasar por las hábiles manos de su mujer, estaba tan limpia, resplandeciente y colorida como si fuera nueva). A su lado estaba la señora Méliès, con un vestido que brillaba como el agua. Al cabo de un momento llegó Etienne, muy elegante con su flamante esmoquin negro y su parche recién estrenado.
Hugo cogió la invitación que había sobre la mesa:
La Academia Francesa de Artes Cinematográficas
se complace en invitarles
a la velada conmemorativa de la vida y obras
del legendario cineasta
GEORGES MÉLIÈS
Por la esquina del callejón aparecieron dos resplandecientes automóviles que venían a recogerlos. Los automóviles se detuvieron frente al portal del edificio, y la familia Méliès y Etienne salieron a su encuentro.
—¡Esperad un momento! —exclamó Isabelle—. ¡Casi se me olvida la cámara!
La niña volvió corriendo a su habitación para recoger la cámara negra y plateada que le habían regalado sus padrinos por su cumpleaños.
—¿Puedes guardarme estos carretes? Creo que esta noche voy a necesitar muchos —le dijo Isabelle a Hugo, quien se guardó en un bolsillo del esmoquin los carretes que le ofrecía su amiga—. Toma, hace tiempo que quiero darte esto —añadió Isabelle, entregándole a Hugo una fotografía que le había sacado junto a sus viejos amigos Antoine y Louis. La imagen los mostraba a los tres abrazados y riendo a carcajadas.
—Muchas gracias —dijo Hugo con una sonrisa, guardándose la fotografía en el bolsillo de la pechera.
Isabelle se colgó la cámara al cuello, teniendo cuidado de que el cordón del que pendía no se enredara con la cadenita de la llave que siempre llevaba puesta.
Los chóferes ayudaron a los cinco a montar en los automóviles y los condujeron a toda velocidad hasta la Academia.
—La última vez que estuve en la Academia fue hace muchísimos años —dijo el viejo mago cuando ya casi habían llegado a su destino—. Tal vez les pida que me enseñen el Prometeo que pinté cuando era joven.
—¿Fuiste tú quien pintó ese cuadro, papá Georges? —preguntó Hugo, atónito—. ¡Sabía que era Prometeo! Vi el cuadro en la biblioteca de la Academia, ¿sabes?
—Ah, ¿sigue ahí colgado? Me alegro de oírlo. Así que conocéis el mito de Prometeo, ¿eh?
Los dos niños asintieron.
—Pues entonces, sabréis que Prometeo consiguió escapar al cabo de muchos años. Rompió sus cadenas y logró ser libre de nuevo —dijo papá Georges guiñando un ojo—. ¿Qué os parece?
Cuando todos estuvieron sentados en las butacas que tenían reservadas, el señor Tabard subió al estrado.
—Buenas noches, damas y caballeros —dijo—. Comenzaré por presentarme: me llamo René Tabard, y voy a ser el guía que les conduzca por esta mágica velada. Nos hemos reunido hoy aquí para homenajear a Georges Méliès, un pionero del cine francés que supo llevar la magia a las películas. Durante muchos años pensamos que sus obras se habían perdido irremediablemente; de hecho, creíamos que el propio Georges Méliès había desaparecido. Sin embargo, esta noche queremos ofrecer una maravillosa sorpresa a todos los amantes del cine: el señor Méliès está con nosotros, y aún perviven algunas de sus películas. Gracias al trabajo infatigable de uno de los alumnos de la Academia, Etienne Pruchon, y a la ayuda de Hugo e Isabelle, los dos valientes muchachos que los señores Méliès han acogido en su hogar, hemos podido llevar a cabo una labor de investigación que ha tenido excelentes resultados. Animados por el hallazgo de una película en el sótano de la Academia, Etienne, Hugo e Isabelle han registrado diversos depósitos y archivos que llevaban años cerrados. Han examinado exhaustivamente diversas colecciones privadas, y han llegado a visitar lugares tan extraños como graneros y catacumbas. Sus esfuerzos han fructificado en una rica cosecha de viejos negativos, cajas de fotografías y baúles llenos de rollos de película que, si bien estaban algo dañados por el tiempo, han podido ser restaurados. A resultas de esto, hoy disponemos de unas ochenta películas realizadas por el señor Méliès. No son más que una pequeña parte de las más de quinientas que produjo, pero tengo la seguridad de que, en los años venideros, reaparecerán otras.