«¡Plaf!»
Hugo se estrelló contra la espalda de un hombre, cayó de bruces, miró hacia arriba y vio cómo la mano del inspector de la estación se volvía a cerrar en torno a su brazo. Se volvió hacia el otro lado en busca de alguna vía de escape, pero la señora Emile y el señor Frick se abrieron paso entre el gentío para abalanzarse sobre él como dos buitres hambrientos, lo agarraron sin contemplaciones y lo obligaron a ponerse de pie.
—¡Suéltenme! —gritó Hugo, con los ojos rebosantes de lágrimas.
El inspector se inclinó sobre él hasta que sus rostros estuvieron casi pegados, mientras la cantinera y el quiosquero lo inmovilizaban sujetándole los brazos.
—De eso nada, muchacho. Tu te vienes conmigo al calabozo ahora mismo —siseó el inspector.
La llegada de un tren a la estación
—¿Q
UÉ HACEMOS CON ÉL
? —preguntó el señor Frick.
—Síganme —dijo el inspector a modo de respuesta, encaminándose hacia su despacho.
Cuando llegaron, el inspector abrió la puerta de la jaula de metal que había en una esquina de la estancia, hizo entrar a Hugo de un empujón, echó rápidamente la llave y se la guardó en un bolsillo.
Los peores miedos de Hugo se acababan de hacer realidad.
El inspector se volvió hacia la señora Emile y el señor Frick.
—Les prometo que esta vez no lo dejaré escapar. Voy a llamar a la policía ahora mismo, y pueden estar seguros de que esta sabandija escurridiza no volverá a molestarlos nunca más —dijo sonriente. Pero su sonrisa no era amistosa; era más bien una mueca mezquina y amenazadora.
La señora Emile y el señor Frick se despidieron del inspector y le dejaron a solas con Hugo. El inspector telefoneó a la comisaría, y cuando colgó miró a su prisionero.
—¿Estás seguro de que no quieres confesar ahora? ¿No? Bien, pues entonces volveré dentro de un rato con unos cuantos amigos. No se te ocurra marcharte… —le dijo, soltando una fea carcajada.
El inspector salió, cerrando la puerta a sus espaldas, y Hugo se quedó acurrucado en una esquina de la jaula como un animalillo mojado y tembloroso. Cuánto le habría gustado tener con él en aquel momento a Isabelle con una de sus horquillas.
Hugo estuvo solo mucho rato. Sabía lo que iba a ocurrir a continuación: lo meterían en algún correccional u orfanato, y el hombre mecánico acabaría en la basura. Nunca más vería a Isabelle ni a sus padrinos. Hugo se tapó los ojos con las manos. Al cabo de un rato, la puerta del despacho se abrió y en el umbral apareció el inspector flanqueado por dos policías. Hugo se puso en pie y se pegó aún más a la esquina de la jaula.
—¿No dice nada? —preguntó un policía.
—Nada en absoluto —respondió el inspector.
—Bueno, tal vez una pequeña visita a la comisaría le suelte la lengua. Vamos, chico, tu carruaje te espera a la salida.
El inspector de la estación abrió la puerta de la jaula; Hugo vio que ante él se abría una nueva oportunidad y se abalanzó para aprovecharla. Pasó entre los dos policías como una exhalación, llegó al vestíbulo principal y volvió a mezclarse entre el gentío.
La estación estaba abarrotada, y Hugo fue rebotando de una persona a otra mientras trataba de abrirse paso, Cuando al fin llegó a un espacio despejado, ya no sabía dónde estaba. Se dio la vuelta y vio que el inspector de la estación se acercaba peligrosamente, con los dos policías pisándole los talones. Tras ellos, Hugo creyó ver también a la señora Emile y el señor Frick.
Siguió avanzando a toda prisa, tropezó con unos pasajeros que corrían para no perder el tren, perdió el equilibrio y aterrizó sobre la mano rota, lo que le hizo gritar de dolor. Aun así logró levantarse, frenético por alcanzar la puerta principal y salir a la calle. Pero las lágrimas hacían que lo viera todo borroso, y echó a correr exactamente en dirección opuesta. No había avanzado mucho cuando tropezó y volvió a caer. Pero esta vez no aterrizó en el suelo, sino varios metros más abajo: había caído sobre una vía. Levantó la mirada y vio la parte delantera de una locomotora que entraba en la estación a toda velocidad. Le pareció oír un grito a sus espaldas.
Los frenos del tren emitieron un estruendoso chirrido, acompañado por el ruido estridente de las ruedas metálicas al resbalar sobre la vía. A Hugo le dio la impresión de que la estación entera estaba a punto de derrumbarse sobre su cabeza. El negro morro de la locomotora se precipitaba sobre él sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Le parecía estar viendo una película.
Cuando el desastre parecía inevitable, alguien agarró a Hugo del cuello de la chaqueta y tiró de él hasta dejarlo a salvo en el andén. Hugo vio la nube de humo que exhalaba la locomotora y la estela de chispas que salía de cada una de sus ruedas. La cabeza le daba vueltas.
Durante unos minutos reinó el silencio en el andén, solo interrumpido por el silbido de una nube de vapor al salir de la chimenea del tren. A Hugo le dio la impresión de que la locomotora había soltado un suspiro de alivio. Para los pasajeros de aquel tren, no había sucedido nada fuera de lo normal: lo único que habían percibido era que su tren había entrado en la estación. Pero para Hugo, el mundo entero había estado a punto de acabarse.
Notó cómo el inspector volvía a agarrarle el brazo, produciéndole un dolor palpitante en la mano lesionada. Se volvió, solo para ver a los policías desprendiéndose las esposas de los cintos, y entonces el dolor y el miedo acabaron por vencerlo.