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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (25 page)

Las ventanas de la cabina estaban oscurecidas por el agua. Faber no podía saber si se trataba de lluvia o de salpicaduras. El viento ahora cortaba las crestas de las olas. Sacó la cabeza por la puerta de la cabina y se le mojó completamente la cara.

Puso en funcionamiento la radio. Se oyó un zumbido y luego crujidos de estática. Movió el control de frecuencia sorteando a los radioaficionados y pescó unos pocos mensajes desmadejados. El aparato funcionaba perfectamente. Trató de comunicarse con el submarino captando su frecuencia y luego cortando, pero era demasiado pronto para establecer la comunicación.

A medida que se adentraba en aguas más profundas el oleaje era más fuerte. Ahora la lancha corcoveaba con cada ola como si fuera un caballo, luego se mantenía un momento en alto antes de dejarse caer estremecedoramente en la próxima depresión. Faber miraba enceguecido hacia fuera de la cabina a través del vidrio de la ventanilla. Había caído la noche, y no podía ver absolutamente nada. Se sintió levemente mareado.

Cada vez que trataba de convencerse de que las olas ya no podían crecer más un nuevo monstruo más alto que el anterior elevaba la lancha hacia los aires. Y cada vez se hacían más seguidas, de tal modo que la lancha estaba siempre con la popa proyectada hacia lo alto o hacia el lecho de las aguas. En una caída particularmente profunda la pequeña embarcación fue de pronto iluminada por un relámpago con tanta claridad como si fuera de día. Faber alcanzó a divisar una montaña gris verdosa que descendía sobre la proa y barría la cubierta y la cabina donde él se hallaba. No pudo decir si el terrible crack que oyó un segundo después era del trueno que siguió o de las maderas de la lancha que se partían. Desesperadamente buscó un salvavidas en la cabina, pero no había ninguno.

El relámpago volvió a repetirse. Faber mantenía firmemente entre sus manos el timón y trataba de afirmar su espalda contra la pared de la cabina para mantenerse erguido. Ya no tenía sentido tratar de mantener el rumbo, pues la embarcación iría hacia donde la arrojara el oleaje.

Todo el tiempo trataba de decirse que la lancha debía de estar construida para soportar aquellas tormentas de verano. Pero no podía convencerse. Los pescadores experimentados probablemente hubieran visto los signos de lo que se aproximaba, y por lo tanto no se hicieron a la mar, sabedores de que sus embarcaciones no lo soportarían.

No tenía idea de dónde se encontraba ahora. Quizás estuviera de nuevo en Aberdeen, o en el lugar de su cita. Se sentó en el suelo de la cabina y conectó la radio. El desenfrenado balanceo de las olas hacía difícil accionar el aparato. Una vez que éste se calentó, Faber trató de buscar con los diales una transmisión, pero no sintonizó nada. Aumentó el volumen al máximo sin ningún resultado.

Seguramente la marejada se había llevado la antena del techo de la cabina. Apretó el botón de transmitir y repitió el mismo y simple mensaje:

—Adelante, por favor. —Luego dejó el receptor conecta do. Casi no tenía esperanza de que su mensaje fuera captado. Paró el motor para ahorrar combustible. Iba a tener que salir de la tormenta —si podía—, y luego hallar la forma de reparar la antena o de cambiarla. El combustible podría serle necesario.

La lancha se balanceaba peligrosamente de costado ante la proximidad de la nueva ola. Faber se dio cuenta de que necesitaba que el motor funcionara para asegurarse de que la embarcación encaraba la ola con la proa. Apretó el contacto. No pasó nada. Lo intentó varias veces y por fin se dio por vencido, maldiciéndose por haberlo apagado.

La barca ahora era arrollada con tal fuerza que Faber cayó y se golpeó la cabeza contra el timón. Permaneció obnubilado sobre el suelo de la cabina, esperando que la embarcación volcara en cualquier momento. Otra ola vino a estamparse en la cabina con tal fuerza que rompió el cristal. Y de pronto Faber se encontró bajo las aguas. Era evidente que el barco se hundía. Luchó por enderezarse y salir a la superficie. Las ventanas habían desaparecido, pero la lancha aún flotaba. De una patada abrió la puerta de la cabina y el agua salió. Se aferró al volante para impedir que el agua lo barriera fuera de la barca.

La tormenta iba en aumento de un modo increíble. Uno de los últimos pensamientos coherentes de Faber fue que semejante tormenta probablemente no se produjera más de una vez en un siglo. Luego concentró su voluntad en el problema de no soltar el timón. De haber podido se hubiera atado a él, pero no se atrevía siquiera a soltarlo para hallar un trozo de soga. Perdió totalmente la noción de arriba y abajo. La barca cabeceó y rodó sobre las olas y los acantilados. La fuerza del viento y los miles de litros de agua se confabulaban para arrancarle de donde estaba. Los pies le resbalaban continuamente sobre el suelo mojado y las paredes, y los músculos de los brazos le dolían terriblemente. Cada vez que sentía la cabeza fuera del agua trataba de absorber aire, y si no aguantaba el aliento. Varias veces estuvo a punto de desvanecerse, y sólo tenía la noción de que el techo de la cabina había desaparecido.

Cada vez que se producía un relámpago tenía visiones pesadillescas. Siempre se sorprendía de ver dónde estaba la ola: Allá adelante, más abajo, rodando junto a él o por completo fuera del alcance de su vista. También descubrió con horror que no sentía sus manos, y sólo por la vista advirtió que aún las tenía aferradas al timón, congeladas y paralizadas como en la rigidez de la muerte. En sus oídos había un constante rugido, y el viento era ya indiscernible del trueno y el mar.

La capacidad de un pensamiento coherente fue desapareciendo lentamente para convertirse en algo menos que una alucinación, pero en algo más que el soñar despierto. Vio a la muchacha que anteriormente le había mirado con fijeza en la playa. Ella caminaba interminablemente hacia él sobre la castigada cubierta de la lancha pesquera, llevaba el traje de baño colgando en el brazo, y avanzaba pero nunca llegaba hasta él. Supo que cuando se acercara lo suficiente él dejaría la rueda del timón para aferrarse a ella, pero mientras tanto repetía: «Aún no, aún no.» Ella seguía caminando sonriente mientras balanceaba las caderas. Estuvo tentado de dejar el timón y correr hacia ella, pero algo le decía en el fondo de la mente que si se movía nunca la alcanzaría, de modo que esperó observándola y sonriéndole de vez en cuando, aunque podía verla incluso cuando mantenía los ojos cerrados.

Ahora perdía y recuperaba la conciencia, todo se le desvanecía, primero se iban el mar y la lancha, luego la muchacha, hasta que despertaba con una sacudida para darse cuenta de que aún estaba aferrado al volante, aún inverosímilmente vivo. Entonces permanecía consciente un momento, pero el cansancio le devolvía al estado anterior.

En uno de sus últimos momentos de lucidez notó que las olas iban en una dirección determinada, arrastrando el barco consigo. El relámpago volvió a dibujarse y le hizo ver hacia un lado una enorme masa oscura…, una gigantesca ola…, no, no era una ola sino un acantilado… La idea de estar próximo a tierra se mezclaba con el temor de ser destrozado contra un acantilado. Estúpidamente tiró del contacto, luego, apresuradamente llevó la mano a la rueda del timón; pero ya no pudo agarrarse.

Una nueva ola levantó el barco y lo lanzó hacia delante como un juguete roto. Mientras caía en el aire, aún aferrando el timón con una mano, vio aparecer la punta de una roca que emergía como un estilete que hubiera ensartado una ola. Parecía indudable que el barco quedaría ahí destrozado…, pero el casco raspó el borde y siguió de largo.

Ahora las olas rompían contra la montaña. La proximidad de los acantilados fue demasiado para los despojos del barco, que recibió un sólido impacto y se partió con un gran estampido. Faber supo que realmente la lancha ya no existía.

Las aguas se habían retirado y Faber entonces no tuvo duda alguna de que el casco se había partido porque había chocado con tierra. Se quedó mirando mudo de asombro, al tiempo que un nuevo relámpago iluminaba la playa. El mar atraía los restos de la lancha y los depositaba en la arena mientras el agua volvía a barrer la cubierta arrojando a Faber al suelo. Pero en ese instante había visto todo con meridiana claridad. La playa era estrecha y las olas rompían justo sobre el acantilado, pero a su derecha había un malecón, y una especie de puente que iba del malecón hacia la cumbre del acantilado. Sabía que si abandonaba la lancha en la playa, la próxima ola le mataría golpeándole la cabeza como un huevo contra la piedra, pero si entre el lapso de dos olas podía llegar al malecón, podría trepar hasta el puente y quedar fuera del alcance de las aguas.

La próxima ola abrió la cubierta en dos como si la madera fuese una piel de plátano. La barca se abrió bajo los pies de Faber y sintió que el agua lo tragaba. Logró enderezarse y tocar fondo con los pies. Sentía las piernas como gelatina debajo de él, pero logró dar unos pasos en dirección al malecón. Esos pocos metros fueron el ejercicio más extenuante que había realizado en su vida. Quería tropezar, cualquier cosa, con tal de tirarse al agua y morir, pero siguió manteniéndose erguido, tal como le había sucedido cuando ganó la carrera de los cinco mil metros, hasta que finalmente tropezó contra los pilotes del malecón. Se agarró como pudo del maderamen, rogando que sus manos adquirieran de nuevo vida aunque sólo fuera unos segundos; cuando pudo encajar la barbilla sobre un reborde se afirmó y consiguió hacer rodar las piernas y el cuerpo fuera del agua.

La ola llegó cuando se incorporaba sobre las rodillas. Se tiró de boca, el agua lo arrastró unos pocos metros y volvió a tirarlo contra los tablones. Tragó agua y vio las estrellas. Cuando desapareció el peso de su espalda quiso recuperar fuerzas para volver a desplazarse, pero no podía, se sentía inexorablemente arrastrado hacia atrás. De pronto sintió un acceso de ira. No dejaría que…, maldita sea…, y menos ahora que ya estaba fuera. Maldijo la jodida tormenta y al mar y a los ingleses y a Percival Godliman, y de pronto se encontró sobre sus pies y corriendo; corriendo contra el mar y cuesta arriba, corriendo con los ojos cerrados y la boca abierta, convertido en un demente que quería reventar sus pulmones y quebrar sus huesos; corriendo sin sentido cíe destino, pero sabiendo que no se detendría hasta volverse loco.

La rampa era larga y empinada. Un hombre fornido podría haber corrido de un tirón hasta arriba sólo con entrenamiento y descansado. Un atleta olímpico cansado habría llegado hasta la mitad de camino. Un hombre normal de cuarenta años no habría logrado avanzar un par de metros.

Faber llegó a la cumbre.

Un metro antes de alcanzarla sintió un dolor agudo, como un leve ataque de corazón, y se desmayó, pero sus piernas aún dieron dos pasos más antes de caer sobre la hierba mojada.

Nunca supo cuánto tiempo permaneció sin conocimiento. Cuando despertó el tiempo aún era tormentoso, pero despuntaba el día y podía ver a pocos metros de distancia una pequeña casa que parecía habitada.

Se incorporó sobre las rodillas y arrastrándose comenzó el interminable recorrido hasta la puerta de entrada.

18

El submarino giró en un tedioso círculo, sus poderosos motores diesel habían aminorado al máximo la marcha mientras surcaba las profundidades como un gran tiburón gris y desdentado. Su comandante, el teniente Werner Heer, su amo, bebía un sucedáneo de café y trataba de no fumar más cigarrillos. Habían tenido una larga noche y un largo día. No le gustaba nada la misión que le habían encomendado; él era un combatiente y allí no se libraba combate alguno; además, sentía antipatía por el callado funcionario del Abwehr, con sus ojos azules astutos como de personaje de libro de cuentos, el cual constituía un huésped no deseado a bordo de su submarino.

El hombre del Servicio de Inteligencia, mayor Wohl, estaba sentado frente al capitán. El hombre nunca tenía aspecto cansado, maldito fuera. Aquellos ojos azules lo escudriñaban todo, pero su expresión permanecía impasible. Su uniforme nunca se ajaba pese a los rigores de la vida debajo del agua, y encendía un cigarrillo cada veinte minutos y lo fumaba hasta quemarse los dedos. Heer habría querido dejar de fumar para hacer que se obedecieran las disposiciones y evitar que Wohl disfrutara del tabaco, pero él mismo era demasiado adicto.

Heer nunca había tenido simpatía por la gente del Servicio de Inteligencia, pues siempre tenía la sensación de que le estaban controlando a él; tampoco le gustaba trabajar con el Abwehr. Su submarino estaba hecho para el combate, no para andar dando vueltas por las costas británicas recogiendo agentes secretos. Le parecía que era una locura estar arriesgando una maquinaria de combate, y ni que hablar de una tripulación entrenada, en función de un hombre que podía no aparecer.

Terminó el líquido de su taza e hizo un gesto de desagrado.

—Maldito café —dijo—. Tiene un sabor espantoso.

La inexpresiva mirada de Wohl descansó sobre él un momento, y luego se apartó. No dijo una palabra.

Siempre hermético. Al diablo con él. Heer se movió ansioso en el asiento. Sobre el puente de un barca hubiera andado de un lado para otro, pero los hombres en los submarinos aprenden a evitar todo movimiento innecesario. Finalmente dijo:

—Su hombre no va a aparecer con semejante tiempo. ¿No le parece?

—Esperaremos hasta las seis de la mañana —dijo Wohl consultando su reloj.

No era una orden. Wohl no podía dar órdenes a Heer; pero una afirmación así era un insulto a un oficial de superior categoría, y Heer se lo dijo.

—Ambos cumpliremos nuestras órdenes —dijo Wohl—. Que, por cierto, como usted sabe provienen de muy altas autoridades.

Heer controló su encono. Él tenía razón, naturalmente, Heer cumpliría con las órdenes recibidas, pero cuando volvieran a puerto informaría sobre la insubordinación de Wohl. No porque sirviera de mucho; quince años en la Marina le habían enseñado que los que estaban en los cuarteles generales se hacían su propia ley.

—Bueno, aun cuando su hombre fuera lo suficientemente tonto como para arriesgarse esta noche, con toda seguridad no es lo bastante buen marino como para sobrevivir. La única respuesta de Wohl fue la misma mirada vacía. —Weissman —llamó Heer al radioperador.

—Nada, señor.

—Me parece —dijo Wohl— que los murmullos que oímos hace unas pocas horas provenían de él.

—De ser así, se encontraba a gran distancia del lugar señalado, señor —dijo el radioperador—. Más bien creo que era el ruido de los relámpagos.

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