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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (26 page)

—Si no era él, no era él —agregó Heer—. Y si era él en estos momentos ya está ahogado.

—Usted no conoce a este hombre —dijo Wohl, y esta vez había realmente signos de emoción en su voz.

Heer no contestó. El ruido de los motores se alteró levemente y le pareció oír un leve pistoneo. Si en el camino de regreso se acentuaba lo haría revisar al llegar a puerto. De todos modos lo haría revisar, aunque sólo fuese para evitarse otro viaje con el inefable mayor Wohl.

Un marinero se asomó para ofrecer un café. Heer sacudió la cabeza.

—Si bebo más mearé café.

—Yo sí quiero, por favor —dijo Wohl, y sacó otro cigarrillo.

Esto hizo que Heer consultara su reloj. Eran las seis y diez. El sutil mayor Wohl había retrasado su cigarrillo de las seis para mantener el submarino allí unos pocos minutos extra. Heer dijo:

—Preparen los motores para volver.

—Un momento —dijo Wohl—. Creo que deberíamos echar una mirada a la superficie antes de volver.

—No diga estupideces —dijo Heer, sabiendo que pisaba fuerte ahora—. ¿No se da cuenta de la tormenta furiosa que hay ahí arriba? No podríamos abrir la escotilla, y el periscopio no alcanzaría a más de unos metros de visión.

—¿Cómo puede saber qué tipo de tormenta hay, estando a semejante profundidad?

—La experiencia.

—Entonces por lo menos envíe un mensaje a la base y dígales que nuestro hombre no ha establecido contacto. Acaso nos ordenen permanecer aquí.

Heer soltó un suspiro exasperado.

—No es posible establecer contacto desde esta profundidad, y menos con la base.

Finalmente, Wohl perdió la calma.

—Comandante Heer, le encarezco con gran convicción que suba a la superficie y envíe un mensaje por radio antes de abandonar este punto de encuentro. El hombre que debíamos levantar posee información esencial. El Führer está esperando su informe.

Heer le miró.

—Gracias por hacerme partícipe de su opinión, mayor —dijo y se volvió—. A toda máquina —ordenó.

El sonido de los bimotores diesel se elevó hasta convertirse en un rugido y el submarino comenzó a adquirir velocidad.

CUARTA PARTE
19

Cuando Lucy despertó, la tormenta que había comenzado la tarde anterior aún se mantenía. Se inclinó cuidadosamente sobre el borde de la cama para no molestar a David, y levantó el reloj pulsera del suelo, acababa de dar las seis. El viento aullaba por el techo. David podía seguir durmiendo, hoy se trabajaría poco.

Se preguntó si el viento no se habría llevado algunas tejas durante la noche. Tendría que subir a la buhardilla. El trabajo debería esperar a que David se levantara, de no ser así se enfadaría porque no le pedía que lo hiciera él.

Saltó de la cama. Hacía mucho frío. El tiempo cálido de los últimos días había sido un falso veranillo, la preparación de la tormenta. Ahora hacía tanto frío como en noviembre. Se quitó el camisón de franela y rápidamente se puso la ropa interior, los pantalones y el suéter. David se movió. Ella le miró; él se dio la vuelta, pero no se despertó.

Cruzó el minúsculo rellano y se asomó a la habitación de Jo. El bebé se había convertido en un niño de tres años licenciado de la cuna y ocupante de una cama, de la cual a veces se caía durante las noches sin despertarse. Esta mañana estaba en su cama y dormía boca arriba con la boca abierta. Lucy sonrió. Cuando dormía era realmente adorable.

Bajó despacito, preguntándose por qué se habría despertado tan temprano. Quizá Jo hubiera hecho algún ruido o quizá fuera la tormenta.

Se arrodilló ante el hogar, se arremangó el suéter y comenzó a preparar el fuego. Mientras barría los restos y limpiaba el hogar silbaba una melodía que había oído en la radio: Eres tú o nadie, ¿verdad amorcito? Removió las cenizas, dejando los carbones que encontraba para que sirvieran de base al fuego de ese día. El helecho seco servía de yesca, y encima madera y carbón. A veces sólo usaba madera, pero el carbón era mejor para aquel tiempo. Extendió una página de periódico a través de la parrilla de la chimenea, la sostuvo unos minutos para crear la corriente de tiraje. Cuando quitó la hoja encendida la madera ya se había prendido y el carbón se veía rojo. Apagó el papel y lo dejó debajo de la rejilla para el día siguiente.

La llama pronto entibiaría la pequeña casa, pero mientras tanto una taza de té caliente le vendría muy bien. Lucy entró en la cocina y puso la tetera en la cocina eléctrica. Cogió la bandeja y colocó dos tazas encima, luego los cigarrillos de David y un cenicero. Preparó el té, llenó las tazas y cruzó la sala para llevar la bandeja arriba.

Tenía el pie en el escalón más bajo cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Se detuvo, frunció el ceño, decidió que era el viento que golpeaba algo y dio otro paso. El sonido volvió a repetirse. Era como si alguien estuviera llamando a la puerta de enfrente.

Era absurdo, naturalmente. No había nadie que llamara a la puerta, sólo Tom, y él siempre venía por la puerta de la cocina y nunca llamaba.

Otra vez el sonido.

Bajó las escaleras y balanceando la bandeja en una mano abrió la puerta de entrada.

Tiró la bandeja del susto. El hombre cayó en el recibidor, tirándola a ella. Lucy lanzó un grito.

El susto le duró sólo un momento. El extraño yacía al lado de ella, cuan largo era en el piso de la sala, evidentemente incapaz de atacar a nadie. Tenía las ropas empapadas, y las manos y la cara mortalmente pálidas por el frío.

Lucy se incorporó. David se deslizaba escaleras abajo sobre su trasero, diciendo:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—Él —decía Lucv señalándole.

David llegó al pie de las escaleras, aún con su pijama, y se instaló él mismo en su silla de ruedas.

—No veo por qué tanto grito —dijo aproximándose con la silla e inspeccionando al hombre en el suelo.

—Lo lamento, me asusté se agachó y tomando al hombre por los brazos lo arrastró hasta el centro de la sala. David les siguió.

Lucy lo colocó ante el hogar.

David se quedó mirando el cuerpo inerte.

—¿De dónde diablos cayó?

—Debe de haber naufragado… la tormenta.

Pero lleva ropas de obrero, no de marinero, según advirtió Lucy, quien se quedó estudiándole. Era un hombre de fuerte complexión que excedía en mucho el largo de la alfombra colocada ante el hogar, y muy robusto en torno al cuello y los hombros. Tenía una cara de rasgos muy marcados, agradable; la frente muy alta y una mandíbula potente. «Posiblemente fuera un hombre guapo —pensó— sólo que esa palidez mortal no permitía advertir nada.»

El se movió y abrió los ojos. Al principio parecía terriblemente atemorizado, como un niño pequeño que despierta en un lugar desconocido; pero muy rápidamente, su expresión se distendió, y miró a su alrededor, descansando brevemente su mirada en Lucy, David, la ventana, la puerta y el fuego.

—Tenemos que cambiarle las ropas —dijo Lucy—. Trae un pijama y una bata, David.

David hizo desplazar su silla y Lucy se arrodilló ante el extraño. Primero le quitó los zapatos y los calcetines. Casi parecía haber una expresión divertida en sus ojos mientras la miraba. Pero cuando ella llegó a la chaqueta el cruzó protectoramente los brazos sobre su pecho.

—Morirá de neumonía si no se quita esas ropas dijo ella de la forma más amable posible—. Permítame que le ayude.

—No sé si nos conocernos lo suficiente —dijo el hombre—. Después de todo no nos han presentado.

Esas fueron sus primeras palabras. Su voz era tan agradable, sus palabras tan formales, que el contraste con su terrible aspecto hizo reír a Lucy en voz alta.

—¿Es usted tímido? —le preguntó ella.

—Simplemente creo que un hombre debe conservar un aire de misterio —sonreía socarronamente, pero súbitamente la sonrisa se le quebró y los ojos se le cerraron por el dolor.

David volvió con un pijama limpio sobre el brazo.

—Parece que vosotros dos ya os entendéis muy bien —dijo.

—Tendrás que desnudarle tú —dijo Lucy—. A mí no me lo permite.

La expresión de David era hermética.

—Podré hacerlo solo —dijo el extranjero—, si no se considera como excesiva ingratitud de mi parte.

—Haga lo que quiera —dijo David, dejando las ropas en una silla y saliendo.

—Prepararé un poco más de té —dijo Lucy saliendo también y cerrando la puerta de la sala.

David ya estaba llenando la tetera en la cocina, con un cigarrillo balanceándose en la boca. Lucy se apresuró a limpiar y recoger los trozos de las tazas que habían quedado en el suelo del recibidor y luego se le unió.

—Hace cinco minutos no estaba seguro de si el tipo estaba vivo, y ahora se está vistiendo solo —dijo David.

—Quizás estuviera fingiendo —respondió Lucy, ocupándose de preparar el té.

—La perspectiva de ser desnudado por ti le produjo una rápida recuperación.

—No puedo creer que nadie sea tímido hasta tal extremo.

—Tu propia suerte en ese aspecto puede conducirte a subestimar sus poderes en otros—. Lucy hacía ruido con las tazas.

—No nos peleemos hoy, David, tenemos algo más interesante que hacer.

Tomó la bandeja y se dirigió a la sala.

El desconocido estaba abotonándose la chaqueta del pijama. Cuando ella entró se volvió de espaldas. Ella dejó la bandeja y sirvió té. Cuando le miró ya estaba vestido con las ropas de David.

—Ha sido usted muy amable —dijo él, con una mirada directa.

«Realmente —pensó Lucy— no parecía el tipo de hombre tímido.» Sin embargo era unos años mayor que ella —quizás unos cuarenta— y su actitud podría deberse a ello. Cada minuto que pasaba parecía menos un náufrago.

—Siéntese junto al fuego —le sugirió ella alcanzándole una taza de té.

—No creo que pueda sostener el plato —respondió él—. No puedo mover los dedos —tomó la taza con las dos palmas de las manos tiesas y se la llevó a los labios.

David entró y le ofreció un cigarrillo que él no aceptó. El desconocido se bebió todo el té y luego preguntó:

—¿Dónde estoy?

—El lugar se llama Isla de las Tormentas —respondió David.

El hombre pareció aliviado.

—Creí que habría sido devuelto a Inglaterra.

David movió las piernas del hombre en dirección al fuego para calentarle los pies desnudos.

—Probablemente fue lanzado a la bahía —dijo David—.

Por lo general las cosas son lanzadas ahí. Así se formó la playa.

Jo entró, con los ojos cargados aún de sueño, arrastrando un oso tan grande como él mismo. Al ver al desconocido corrió hasta Lucy y escondió la cara.

—He asustado a su hijita —sonrió el hombre.

—Es un niño. Tengo que cortarle el pelo—. Lucy levantó a Jo y lo puso sobre sus rodillas.

—Lo lamento —los ojos del desconocido volvieron a cerrarse y se balanceó en la silla.

Lucy se puso de pie, depositando a Jo en un sofá.

—Debemos llevar al pobre hombre a la cama, David.

—Espera un instante —dijo David arrimándose en la silla junto al desconocido—. Acaso haya otros sobrevivientes. El hombre levantó la cara.

—Estaba solo —murmuró el hombre haciendo un gran esfuerzo.

—David —empezó Lucy.

—Una pregunta más: ¿notificó al guardacosta cuál era su rumbo?

—¿Qué importancia tiene? —dijo Lucy.

—Tiene importancia, porque si lo hizo es posible que haya una cantidad de hombres arriesgando sus vidas para encontrarle, y podemos hacerles saber que está a salvo.

—No… no lo hice… —dijo el hombre muy despacio.

—Es suficiente —dijo Lucy a David y fue a arrodillarse ante el hombre

—¿Cree que podrá subir las escaleras? Él asintió y se puso de pie.

Lucy le pasó el brazo sobre el hombro de ella y comenzó a hacerlo andar.

—Le pondré en la cama de Jo —dijo.

Fueron subiendo con una pausa en cada escalón. Cuando llegaron arriba el poco calor que el fuego había devuelto a la cara del hombre había desaparecido. Lucy le llevó hasta

el dormitorio más pequeño, donde se desplomó sobre la cama.

Lucy le arregló las mantas, le tapó bien y abandonó la habitación cerrando muy despacio la puerta.

El alivio cubrió a Faber como una marea. Durante los últimos pocos minutos los esfuerzos de autocontrol habían sido sobrehumanos. Se sintió impotente, derrotado y enfermo.

Una vez que se abrió la puerta de entrada se dejó caer durante algunos minutos. El peligro se hizo presente cuando una hermosa muchacha comenzó a desnudarle y él recordó la cápsula con la película que tenía adherida a su pecho. La necesidad de controlar la situación volvió a alertarle. También temió que llamaran a una ambulancia, pero eso no se había mencionado; quizá la isla era demasiado pequeña para tener un hospital. Por lo menos no estaba en tierra firme, ahí habría sido imposible no informar acerca del naufragio. Sin embargo por el giro de las preguntas del marido todo indicaba que por el momento no se daría ninguna información.

Faber no tenía energías para especular sobre problemas ulteriores. Por el momento parecía estar a salvo, y eso era todo lo que podía pedir. Estaba caliente, seco, vivo y la cama era mullida.

Se dio la vuelta para reconocer la habitación: la puerta, la ventana, la chimenea. El hábito de ser cauteloso sobrevivía a todo, excepto a la muerte. Las paredes eran rosadas, como si la pareja hubiera esperado una niña. En el suelo había un tren de juguete y gran cantidad de libros con ilustraciones. Era un lugar seguro, doméstico; un hogar. El era un lobo entre una manada de ovejas. Un lobo agotado.

Cerró los ojos. Pese al agotamiento debía forzarse a descansar, a distenderse músculo por músculo. Gradualmente la cabeza se le vació de pensamiento y se durmió.

Lucy probó las gachas y les agregó otra pizca de sal. Había llegado a gustarles la forma en que las hacía Tom, a la escocesa, sin azúcar. Ya nunca volvería a hacerlas con azúcar, aunque hubiera abundancia y quedara atrás el racionamiento. Era notable cómo uno se acostumbraba a las cosas cuando no quedaba otro remedio: el pan negro, la margarina y las gachas con sal.

Las sirvió con cucharón y la familia se sentó a desayunar. Jo puso cantidad de leche para enfriar la suya. David comía muchísimo últimamente y no engordaba, desarrollaba una intensa actividad al aire libre. Le miró las manos a través de la mesa. Estaban ásperas y permanentemente morenas, eran las manos de un trabajador manual. Ella había observado las manos del extranjero: eran largas, de dedos finos, la piel blanca pese a las heridas y magulladuras. Se veía que no estaba acostumbrado al trabajo de atender un barco.

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