Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Pasó la noche. Hacia las cinco de la mañana, el 25 de marzo, el cielo se tiñó ligeramente. El horizonte estaba aún oscuro, pero con los primeros albores del día una opaca bruma se levantó en el mar, por lo que el rayo visual no podía extenderse a más de veinte pasos. La niebla se desarrollaba en gruesas volutas, que se movían pesadamente.
Esto era un contratiempo. Los náufragos no podían distinguir nada alrededor de ellos. Mientras que las miradas de Nab y del corresponsal se dirigían hacia el océano, el marino y Harbert buscaban la costa en el oeste. Pero ni un palmo de tierra era visible.
—No importa —dijo Pencroff—, no veo la costa, pero la siento..., está allí..., allí... ¡Tan seguro como que tampoco estamos en Richmond!
Pero la niebla no debía tardar en desaparecer.
No era más que una bruma de buen tiempo. Un hermoso sol caldeaba las capas superiores, y aquel calor se tamizaba hasta la superficie del islote.
En efecto, hacia las seis y media, tres cuartos de hora después de aparecer el sol, la bruma se volvió más transparente: se extendía hacia arriba, pero se disipó por abajo. Pronto todo el islote apareció como si hubiera descendido de una nube, pues el mar se mostró siguiendo un plano circular, infinito hacia el este, pero limitado por el oeste por una costa elevada y abrupta.
¡Sí! ¡La tierra estaba allí! Allí la salvación, provisionalmente asegurada, por lo menos. Entre el islote y la costa, separados por un canal de una milla y media, una corriente rápida se precipitaba con ruido.
Sin embargo, uno de los náufragos, no consultando más que su corazón, se precipitó en la corriente, sin avisar a sus compañeros, sin decir palabra. Era Nab. Tenía ganas de llegar a aquella costa y remontarla hacia el norte. Nadie pudo retenerlo. Pencroff lo llamó, pero en vano. El periodista se dispuso a seguir a Nab.
Pencroff, yendo hacia él, le preguntó:
—¿Quiere usted atravesar el canal?
—Sí —contestó Gedeón Spilett.
—Pues bien, óigame —dijo el marino—. Nab basta y sobra para socorrer a su amo. Si nos metemos en ese canal, nos exponemos a que la corriente nos arrastre. Si no me equivoco, es una corriente de reflujo. Vea la marea baja sobre la arena. Armémonos de paciencia y, cuando el mar baje, quizá encontremos un paso vadeable...
—Tiene usted razón —respondió el corresponsal—. Separémonos lo menos posible.
Durante este tiempo Nab luchaba contra —la corriente. La atravesaba siguiendo una dirección oblicua. No se veían más que sus negros hombros emerger en cada momento. Se desviaba con mucha frecuencia, pero avanzaba hacia la costa. Empleó más de media hora en recorrer la milla y media que separaba el islote de la costa, y se aproximó a ésta a muchos pies del punto de donde había salido.
Nab tomó tierra en la falda de una alta roca de granito y se sacudió vigorosamente; después, corriendo, desapareció veloz detrás de unas rocas, que se proyectaban hacia el mar a la altura de la extremidad septentrional del islote.
Los compañeros de Nab habían seguido con angustia su audaz tentativa y, cuando se perdió de vista, dirigieron sus miradas hacia aquella tierra a la cual iban a pedir refugio, mientras comían algunos mariscos encontrados en la playa. Era una mala comida, pero algo alimentaba.
La costa opuesta formaba una vasta bahía, terminada al sur por una punta muy aguda, desprovista de toda vegetación y de un aspecto muy salvaje. Aquella punta venía a unirse al litoral por un dibujo bastante caprichoso y enlazado con altas rocas graníticas. Hacia el norte, por el contrario, la bahía se ensanchaba, formando una costa más redondeada, que corría del sudoeste al nordeste y que acababa en un cabo agudo.
Entre estos dos puntos extremos, sobre los cuales se apoyaba el arco de la bahía, la distancia podía ser de ocho millas. A media milla de la playa, el islote ocupaba una estrecha faja de mar, y parecía un enorme cetáceo, que sacaba ala superficie su espalda. Su anchura no pasaba de un cuarto de milla.
Delante del islote el litoral se componía, en primer término, de una playa de arena, sembrada de negras rocas, que en aquel momento reaparecían poco a poco bajo la marea descendente. En segundo término, se destacaba una especie de cortina granítica, tallada a pico, coronada por una caprichosa arista de una altura de trescientos pies por lo menos. Se perfilaba sobre una longitud de tres millas y terminaba bruscamente a la derecha por un acantilado que se hubiera creído cortado por la mano del hombre. En la izquierda, al contrario, encima del promontorio, aquella especie de cortadura irregular se desgarraba en bloques prismáticos, hechos de rocas aglomeradas y de productos de aluvión, y se bajaba por una rampa prolongada, que se confundía poco a poco con las rocas de la punta meridional.
En la meseta superior de la costa no se veía ningún árbol. Era una llanura limpia, como la que domina Cape-Town, en el cabo de Buena Esperanza, pero con proporciones más reducidas. Por lo menos, así aparecía vista desde el islote. Sin embargo, el verde no faltaba a la derecha, detrás del acantilado. Se distinguía fácilmente la masa confusa de grandes árboles, cuya aglomeración se prolongaba más allá de los límites de la vista. Aquel verdor regocijaba la vista, vivamente entristecida por las ásperas líneas del paramento de granito.
En fin, en último término y encima de la meseta, en dirección del nordeste y a una distancia de siete millas por lo menos, resplandecía una cima blanca, herida por los rayos solares. Era una caperuza de nieve, que cubría algún monte lejano.
No podía resolverse, pues, la cuestión de si aquella tierra formaba una isla o pertenecía a un continente. Pero, a la vista de aquellas rocas convulsionadas, que se aglomeraban sobre la izquierda, un geólogo no hubiera dudado en darles un origen volcánico, porque eran incontestablemente producto de un trabajo plutoniano.
Gedeón Spilett, Pencroff y Harbert observaban atentamente aquella tierra, en la que iban a vivir, quizá largos años, y en la que tal vez morirían, si no se encontraban en la ruta de los barcos.
—¿Qué dices tú de eso, Pencroff? —preguntó Harbert.
—Que tiene algo bueno y algo malo, como todas las cosas —contestó el marino—. Veremos. Pero observo que comienza el reflujo. Dentro de tres horas intentaremos pasar y, una vez allí, procuraremos arreglarnos y encontrar a Smith.
Pencroff no se había equivocado en sus previsiones. Tres horas más tarde, la mar bajó; el lecho del canal que habían descubierto estaba formado por arena en su mayor parte. No quedaba entre el islote y la costa más que un canal estrecho, que sin duda sería fácil de franquear.
En efecto, hacia las seis, Gedeón Spilett y sus dos compañeros se despojaron de sus vestidos, hicieron con ellos un hato que se pusieron en la cabeza y se aventuraron por el canal, cuya profundidad no pasaba de cinco pies. Harbert, para quien el agua era demasiado alta, nadaba como un pez y salió perfectamente. Los tres llegaron sin dificultad al litoral opuesto. Allí, el sol los secó rápidamente y volvieron a ponerse sus vestidos, que habían preservado del contacto del agua, y tuvieron una reunión.
Gedeón Spilett dijo al marino que le esperase allí, donde él volvería, y, sin perder un instante, remontó el litoral en la dirección que había seguido algunas horas antes el negro Nab. Después desapareció detrás de un ángulo de la costa, pues estaba impaciente por saber noticias del ingeniero.
Harbert hubiera querido acompañarlo.
—Quédate, muchacho —le dijo el marino. —Hay que preparar un campamento y ver si se puede encontrar para comer algo más sólido que los mariscos. Nuestros amigos tendrán ganas de comer algo a su regreso.
Cada uno a su trabajo.
—Preparado, Pencroff —contestó Harbert.
—¡Bien! —repuso el marinero—. Procedamos con método. Estamos cansados y tenemos frío y hambre; hay que encontrar abrigo, fuego y alimento. El bosque tiene madera; los nidos, huevos; falta buscar la casa.
—Bueno —respondió Harbert—, yo buscaré una gruta en estas rocas y descubriré algún agujero en donde podremos meternos.
—Eso es —respondió Pencroff—. En marcha, muchacho.
Y caminaron sobre aquella playa que la marea descendente había descubierto. Pero, en lugar de remontar hacia el norte, descendieron hacia el sur. Pencroff había observado que, a unos centenares de pasos más allá del sitio donde habían tomado tierra, la costa ofrecía una estrecha cortadura, que sin duda debía servir de desembocadura a un río o a un arroyo. Por una parte, era importante acampar en las cercanías de un curso de agua potable, y por otra, no era imposible que la corriente hubiera llevado hacia aquel lado a Ciro Smith.
La alta muralla se levantaba a una altura de trescientos pies, pero el bosque estaba liso por todas partes, y su misma base, apenas lamida por el mar, no presentaba la menor hendidura que pudiera servir de morada provisional. Era un muro vertical, hecho de un granito durísimo, que el agua jamás había roído. Hacia la cumbre volaban infinidad de pájaros acuáticos, y particularmente diversas especies del orden de las palmípedas, de pico largo, comprimido y puntiagudo; aves gritadoras, poco temerosas de la presencia del hombre, que por primera vez, sin duda, turbaba su soledad. Entre las palmípedas, Pencroff reconoció muchas
labbes,
especie de
goslands,
a los cuales se da a veces el nombre de estercolaras, y también pequeñas gaviotas voraces, que tenían sus nidos en las anfractuosidades del granito. Si se hubiera disparado un tiro en medio de aquella multitud de pájaros, hubieran caído muchos; mas para disparar un tiro se necesitaba un fusil, y ni Pencroff ni Harbert lo tenían.
Por otra parte, aquellas gaviotas y los
labbes
eran muy poco nutritivos y sus mismos huevos tienen un sabor detestable.
Entretanto, Harbert, que había ido un poco más a la izquierda, descubrió pronto algunas rocas tapizadas de algas, que la alta mar debía recubrir algunas horas más tarde. En aquellas rocas, y en medio de musgos resbaladizos, pululaban conchas de dobles valvas, que no podían ser desdeñadas por gente hambrienta. Harbert llamó a Pencroff, que se acercó en seguida.
—¡Vaya! ¡Son almejas! —exclamó el marino—. Algo para reemplazar los huevos.
—No son almejas —respondió el joven Harbert, que examinaba con atención los moluscos adheridos a las rocas—; son litodomos.
—¿Y eso se come? —preguntó Pencroff.
—¡Ya lo creo!
—Entonces, comamos litodomos.
El marino podía fiarse de Harbert. El muchacho estaba muy fuerte en historia natural y había tenido siempre verdadera pasión por esta ciencia. Su padre lo había impulsado por este camino, haciéndole seguir los estudios con los mejores profesores de Boston, que tomaron afecto al niño, porque era inteligente y trabajador. Sus instintos de naturalista se utilizarían más de una vez en adelante, y, desde luego, no se había equivocado.
Estos litodomos eran conchas oblongas, adhéridas en racimos y muy pegadas a las rocas. Pertenecían a esa especie de moluscos perforadores que abren agujeros en las piedras más duras, y sus conchas se redondean en sus dos extremos, disposición que no se observa en la almeja ordinaria. Pencroff y Harbert hicieron un buen consumo de litodomos, que se iban abriendo entonces al sol. Los comieron como las ostras y les encontraron un sabor picante, lo que les quitó el disgusto de no tener ni pimienta ni condimentos de otra clase.
Su hambre fue momentáneamente apaciguada, pero no su sed, que se acrecentó después de haber comido aquellos moluscos naturalmente condimentados. Había que encontrar agua dulce, y no podía faltar en una región tan caprichosamente accidentada. Pencroff y Harbert, después de haber tomado la precaución de hacer gran provisión de litodomos, de los cuales llenaron sus bolsillos y sus pañuelos, volvieron al pie de la alta muralla.
Doscientos pasos más allá llegaron a la cortadura, por la cual, según el presentimiento de Pencroff, debía correr un riachuelo de altos márgenes. En aquella parte, la muralla parecía haber sido separada por algún violento esfuerzo plutoniano. En su base se abría una pequeña ensenada, cuyo fondo formaba un ángulo bastante agudo. La corriente de agua medía cien pies de larga y sus dos orillas no contaban más de veinte pies. La ribera se hundía casi directamente entre los dos muros de granito, que tendían a bajarse hacia la desembocadura; después daba la vuelta bruscamente y desaparecía bajo un soto a una media milla.
—¡Aquí, agua! ¡Allí, leña! —dijo Pencroff—. ¡Bien, Harbert, no falta más que la casa!
El agua del río era límpida. El marino observó que en aquel momento de la marea, es decir, en el reflujo, era dulce. Establecido este punto importante, Harbert buscó alguna cavidad que pudiera servir de refugio, pero no encontró nada. Por todas partes la muralla era lisa, plana y vertical.
Sin embargo, en la desembocadura del curso de agua y por encima del sitio adonde llegaba la marea, los aluviones habían formado no una gruta, sino un conjunto de enormes rocas, como las que se encuentran con frecuencia en los países graníticos, y que llevan el nombre de “chimeneas”.
Pencroff y Harbert se internaron bastante profundamente entre las rocas, por aquellos corredores areniscos, a los cuales no faltaba luz, porque penetraba por los huecos que dejaban entre sí los trozos de granito, algunos de los cuales se mantenían por verdadero milagro en equilibrio. Pero con la luz entraba también el viento, un viento frío y encallejonado, muy molesto. El marino pensó entonces que obstruyendo ciertos trechos de aquellos corredores, tapando algunas aberturas con una mezcla de piedras y de arena, podrían hacer las “chimeneas” habitables. Su plano geométrico representaba el signo tipográfico.
Aislado el círculo superior del signo, por el cual se introducían los vientos del sur y del oeste, podrían sin duda utilizar su disposición inferior.
—Ya tenemos lo que nos hacía falta —dijo Pencroff— y, si volvemos a encontrar a Smith, él sabrá sacar partido de este laberinto.
—Lo volveremos a ver, Pencroff —exclamó Harbert—, y, cuando venga, tiene que encontrar una morada casi soportable. Lo será, si podemos poner la cocina en el corredor de la izquierda y conservar una abertura para el humo.
—Podremos, muchacho —respondió el marino—, si estas “chimeneas” nos sirven. Pero, ante todo, vayamos a hacer provisión de combustible. Me parece que la leña no será inútil para tapar estas aberturas a través de las cuales el diablo toca su trompeta.