—Sí. —Me pareció animado—. Quizá lo haga. Creo que me tomaría una taza de café.
—¿Sabe usted prepararlo?
—Lo dice en broma —respondió, sorprendido.
—La primera lección, Marino. Preparar el café.
Mientras le mostraba las maravillas técnicas de una cafetera que no exigía más que un coeficiente intelectual de cincuenta, Marino siguió cavilando sobre las aventuras del día.
—Una parte de mí no quiere tomarse en serio lo que dijo Hilda —me explicó—. Pero a la otra parte no le queda más re medio que tomárselo en serio. Me refiero a que me ha dado en qué pensar.
—¿En qué sentido?
—A Deborah Harvey le dispararon con una nueve milímetros. El casquillo no se ha encontrado. Resulta difícil creer que el pájaro pudiera encontrar el casquillo en la oscuridad. Eso me hace pensar que Morrell y los demás no lo buscaron en el lugar adecuado. Recuerde que Hilda se preguntaba si no había otro lugar, y que habló de algo perdido. Algo metálico que tenía que ver con la guerra. Eso podría ser un casquillo vacío.
—También dijo que no era un objeto peligroso —le recordé.
—Un casquillo vacío no puede hacer daño ni a una mosca. Lo que hace daño es la bala, y sólo cuando la disparan.
—Y las fotografías que examinó fueron tomadas el otoño pasado —proseguí—. Sea lo que fuere ese objeto perdido, quizás estuviera allí entonces, pero no ahora.
—¿Cree que el asesino regresó a buscarlo a la luz del día?
—Hilda dijo que la persona que perdió ese objeto metálico estaba preocupada por él.
—Yo no creo que regresara —dijo Marino—. Es demasiado cuidadoso. Sería un riesgo excesivo. Cuando desaparecieron los chicos, la zona se llenó de policías y sabuesos.
Puede estar segura de que el asesino no se expuso tanto. Tiene que ser muy listo para llevar tanto tiempo haciendo lo que hace sin que le hayan echado la mano encima, ya se trate de un psicópata, ya de un profesional a sueldo.
—Es posible —concedí, mientras el café empezaba a hervir.
—Creo que deberíamos volver allí y echar una ojeada. ¿No le parece?
—Francamente, me había pasado esa idea por la cabeza.
A la luz de una tarde clara el bosque no parecía tan ominoso, hasta que Marino y yo llegamos cerca del pequeño claro. Allí, la leve fetidez de carne humana en descomposición era un insidioso recordatorio. Las piñas y agujas de pino habían sido desplazadas y acumuladas en montoncitos por la acción de palas y cedazos. Haría falta tiempo y repetidas lluvias para que los restos tangibles del asesinato dejaran de ser perceptibles en aquel lugar.
Marino había traído un detector de metales y yo llevaba un rastrillo. Sacó los cigarrillos y miró a su alrededor.
—No creo que valga la pena hurgar por aquí —comentó—. Ya lo han repasado media docena de veces.
—Y supongo que también habrán examinado a fondo el camino —añadí, volviendo la vista hacia la senda que habíamos seguido desde la pista forestal.
—No necesariamente, porque no había camino cuando trajeron a la pareja aquí el otoño pasado.
Comprendí lo que quería decir. El sendero de hojas desplazadas y tierra apisonada lo habían creado los agentes de policía y demás personas interesadas en su ir y venir desde la pista forestal.
Marino paseó la mirada por el bosque y añadió:
—El caso es, doctora, que ni siquiera sabemos dónde aparcaron. Es fácil suponer que dejaron el coche cerca de donde lo hemos dejado nosotros y que llegaron hasta aquí más o menos como nosotros, pero todo depende de si el asesino quería venir precisamente aquí.
—Tengo la sensación de que el asesino sabía adónde se dirigía —respondí—. No es lógico suponer que abandonó la pista forestal en un punto elegido al azar y llegó aquí tras vagar sin rumbo en la oscuridad.
Se encogió de hombros y conectó el detector de metales.
—Por probar no se pierde nada.
Empezamos por el perímetro del sitio donde nos encontrábamos y examinamos el sendero, barriendo metros de maleza y hojarasca por ambos lados mientras regresábamos lentamente hacia la pista forestal. Durante casi dos horas nos dedicamos a explorar cualquier claro entre los árboles y la espesura que pareciese mínimamente accesible para un ser humano; el primer zumbido de alta frecuencia del detector recompensó nuestros esfuerzos con una lata de cerveza Old Milwaukee, y el segundo con un sacacorchos oxidado. La tercera alerta no sonó hasta que nos hallamos en el límite del bosque, a la vista de nuestro coche, cuando descubrimos un cartucho de escopeta con el cilindro de plástico rojo descolorido por los años.
Apoyada en el rastrillo, contemplé decepcionada el sendero que acabábamos de recorrer y me puse a pensar. Reflexioné sobre lo que nos había dicho Hilda acerca de otro lugar relacionado con el caso, quizás un lugar al que el asesino había conducido a Deborah, y reconstruí mentalmente la imagen del claro y los cadáveres. Mi primera idea había sido que si en algún momento Deborah había conseguido librarse del asesino, quizá fuera cuando éste los conducía en la oscuridad desde la pista forestal hacia el claro. Pero al examinar bien el bosque, esta teoría me parecía insostenible.
—Aceptemos como punto de partida que el asesino estaba solo —le dije a Marino.
—Muy bien, la escucho. —Se enjugó la mojada frente en la manga del chaquetón.
—Si usted fuera el asesino y hubiera raptado a dos personas para obligarlas, quizás a punta de pistola, a venir hasta aquí, ¿a cuál de las dos mataría primero?
—El chico es el que más problemas puede darme—respondió sin vacilar—. Yo me ocuparía primero de él y me guardaría a la chiquita para luego.
Aún me parecía difícil de concebir. Trataba de imaginarme a una persona obligando a dos rehenes a caminar por aquellos bosques después de haber oscurecido, y seguía con la mente en blanco. ¿El asesino llevaba linterna? ¿Conocía tan bien el bosque que hubiera podido llegar al claro con los ojos vendados? Formulé estas preguntas a Marino en voz alta.
—Yo también he intentado imaginármelo —contestó—. Se me ocurren un par de ideas. En primer lugar, seguramente les ató las manos a la espalda. Segundo, yo en su lugar, mientras anduviéramos por el bosque, llevaría cogida a la chica con la pistola apoyada en sus costillas. De esta manera el novio estaría manso como un corderito. Un falso movimiento y me cargo a la chica. En cuanto a la linterna, por fuerza debió de tener alguna luz para moverse por aquí.
—¿Cómo puede sostener una pistola, una linterna y la chica al mismo tiempo? objeté.
—Fácil. ¿Quiere que se lo demuestre?
—No especialmente.
Marino extendió una mano hacia mí y di un paso atrás.
—El rastrillo. Caramba, doctora, no sea tan nerviosa.
Me entregó el detector de metales y yo le di el rastrillo.
—Supongamos que el rastrillo es Deborah, ¿de acuerdo? La agarro por el cuello con el brazo izquierdo y sostengo la linterna con la mano izquierda, así. —Hizo la demostración—. En la mano derecha llevo la pistola, apoyada en su espalda. No hay problema. Fred va un par de pasos por delante y sigue el haz de la linterna, mientras yo lo vigilo como un halcón. —Se detuvo y volvió la mirada hacia el sendero—. No creo que se movieran muy deprisa.
—Y menos si estaban descalzos —apunté.
—Sí, y tengo la impresión de que lo estaban. Si ha de traerlos hasta aquí, no puede atarles los pies. Pero si los obliga a quitarse los zapatos, hace que vayan más despacio, les dificulta la huida. Puede que después de cargárselos se quede los zapatos como recuerdo.
—Puede. —Estaba pensando otra vez en el bolso de Deborah. Pregunté—: Si Deborah llevaba las manos atadas a la espalda, ¿cómo llegó aquí su bolso? No tenía ninguna correa, ninguna manera de colgárselo del brazo o del hombro. No estaba atado al cinturón, y de hecho no parece que Deborah llevara ningún cinturón. Si alguien te lleva al bosque por la fuerza, a punta de pistola, ¿por qué habrías de llevarte el bolso contigo?
—Ni idea. Eso me tiene preocupado desde el primer momento.
—Hagamos un último intento —propuse.
—Oh, mierda.
Cuando llegamos de nuevo al claro, las nubes habían ocultado el sol y empezaba a hacer viento, de tal manera que parecía que la temperatura hubiera descendido cinco o seis grados. Estaba muy húmeda de sudor por el esfuerzo, tenía frío y me temblaban los músculos de los brazos de tanto rastrillar.
Me acerqué al borde del claro más alejado del camino y examiné una zona tras la cual se extendía un terreno tan inhóspito que dudaba de que ni tan sólo los cazadores se aventurasen en él. La policía había cavado y tamizado quizá tres metros en esa dirección antes de toparse con una infestación de kudzú que había proyectado sus metástasis sobre casi media hectárea. Los árboles envueltos en la malla verde de esta enredadera parecían dinosaurios prehistóricos encabritados sobre un compacto mar verde. Toda planta, arbusto y pino viviente moría lentamente por estrangulación.
—Válgame Dios —exclamó Marino cuando empecé a internarme allí con el rastrillo—.
¿Ahí quiere que nos metamos?
—No iremos muy lejos —le prometí.
No tuvimos necesidad.
El detector de metales respondió casi de inmediato. Cuando Marino lo pasó sobre una zona a menos de cinco metros del lugar donde se habían encontrado los cuerpos, el pitido se volvió aún más fuerte y agudo. Descubrí que rastrillar kudzú era peor que peinar una cabellera enmarañada, y finalmente tuve que hincarme de rodillas para arrancar hojas y palpar raíces con los dedos enfundados en unos guantes quirúrgicos hasta que toqué algo duro y frío que, como supe antes de verlo, no era lo que buscaba.
—Guárdelo para el peaje —dije decepcionada, y lancé a Marino una moneda de veinticinco centavos sucia de tierra.
A pocos pasos de allí, el detector de metales avisó de nuevo, y esta vez mis esfuerzos sobre manos y rodillas tuvieron su recompensa. Cuando palpé la dura e inconfundible forma cilíndrica, aparté la enredadera con delicadeza hasta ver el destello del acero inoxidable, un casquillo de bala todavía tan brillante como la plata bruñida. Lo recogí con precaución, procurando tocar su superficie lo menos posible, mientras Marino se agachaba y sostenía abierta una bolsa oficial de plástico transparente.
—Nueve milímetros, Federal —leyó en voz alta la marca del casquillo a través del plástico—. Que me cuelguen.
—El asesino estaba más o menos aquí cuando disparó contra ella —musité, y una extraña sensación recorrió mis nervios al recordar que Hilda dijo que Deborah había estado en «un sitio muy lleno», entre cosas que la «agarraban». Kudzú.
—Si el disparo fue de cerca —añadió Marino—, la chica no pudo caer muy lejos de aquí.
Me interné un poco más y él me siguió con el detector.
—¿Cómo diablos pudo ver para matarla, Marino? —pregunté—. Dios mío. ¿Se imagina este lugar de noche?
—Había luna.
—Pero no llena —objeté.
—Lo bastante llena para que la oscuridad no fuera absoluta.
Hacía meses que los investigadores habían determinado las condiciones meteorológicas. La noche del viernes 31 de agosto, cuando desapareció la pareja, la temperatura rondaba los veinte grados, la luna estaba tres cuartas partes llena y el cielo despejado.
Aunque el asesino estuviera provisto de una linterna potente, seguía sin comprender cómo pudo obligar a dos rehenes a caminar por el bosque en plena noche sin sentirse tan desorientado y vulnerable como ellos. Lo único que podía imaginar era confusión y muchos traspiés. ¿Por qué no se limitó a matarlos en la pista forestal, arrastrar los cadáveres unos metros hacia la espesura y largarse? ¿Por qué tuvo que llevarlos hasta allí?
Y, no obstante, lo mismo había pasado con las otras parejas. También sus cuerpos habían aparecido en lugares remo tos y boscosos, como éste.
Marino contempló la masa de enredaderas con una expresión desagradable en el rostro y comentó:
—No sabe cuánto me alegro de que no tengamos un buen clima para las serpientes.
—Una idea encantadora —repliqué, un poco acobardada.
—¿Quiere seguir adelante? —preguntó, en un tono que daba a entender que él no sentía el menor interés por aventurarse ni un centímetro más en aquel erial gótico.
—Creo que ya hemos tenido bastante por hoy.
Salí de entre las enredaderas kudzú tan deprisa como pude, con la piel de gallina.
La sola mención de las serpientes había podido conmigo. Estaba al borde de un ataque de ansiedad de tamaño natural.
Eran casi las cinco cuando emprendimos el regreso hacia el coche, a través de un bosque cada vez más lóbrego y repleto de sombras. Por cada ramita que crujía bajo los pies de Marino, me daba un salto el corazón. Las ardillas que se encaramaban precipitadamente a los árboles y los pájaros que alzaban el vuelo desde las ramas eran alarmantes intrusiones en el fantasmagórico silencio.
—Dejaré esto en el laboratorio mañana a primera hora —me informó—. También tengo que ir al juzgado. Un modo estupendo de pasar el día libre.
—¿Qué caso?
—El caso de un tal Bubba, que le pegó un tiro a su amigo llamado Bubba y con un zángano llamado Bubba como único testigo.
—No habla usted en serio.
—Vaya —exclamó, y abrió las portezuelas del coche—. Tan en serio como una escopeta recortada. —Mientras ponía el motor en marcha, masculló—: Empiezo a odiar este trabajo, doctora. Se lo juro.
—En estos momentos odia usted al mundo entero, Marino.
—No, se equivoca —protestó, e incluso se echó a reír—. Usted me cae bien.
El último día de enero empezó para mí cuando el correo matutino trajo una comunicación oficial de Pat Harvey. Sucinta y sin rodeos, me advertía que si no recibía una copia de los informes de la autopsia y del análisis toxicológico de su hija antes de que terminara la siguiente semana, solicitaría un mandamiento judicial. Había enviado un duplicado de la carta a mi superior inmediato, el Comisionado de Salud y Servicios Humanos, cuya secretaria no tardó ni una hora en telefonear para citarme a su despacho.
Dejé las autopsias que me esperaban abajo, salí del edificio y recorrí a pie el breve trayecto por Franklin hasta la estación de la calle Main, que después de permanecer vacía durante años, se había convertido en centro comercial por una breve temporada, hasta que fue adquirida por el Estado. En cierto sentido, la histórica construcción de ladrillo rojo, con su torre del reloj y su techumbre de tejas rojas, volvía a ser una estación, una parada temporal para los funcionarios estatales obligados a mudarse de lugar mientras se remozaba el edificio Madison y se le arrancaba todo el amianto. El gobernador había nombrado comisionado al doctor Paul Sessions hacía dos años y aunque los encuentros cara a cara con mi jefe eran poco frecuentes, resultaban bastante agradables. Sin embargo, tenía la sensación de que esta vez la historia podía ser muy distinta. Su secretaria me había hablado en un tono de disculpa, como si supiera que me hacían ir para echarme una bronca.