La jota de corazones (8 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

—Cuando estés verdaderamente preparada, lo harás —le aseguré, y sentí deseos de explicarle lo que había hecho aquella tarde en el patio y cómo hasta entonces no había sido capaz de volver a utilizarlo. Pero parecía una hazaña de poca monta, y Abby no sabía lo de Mark.

—Esta mañana hablé con el padre de Fred Cheney —explicó entonces Abby—. Y luego fui a ver a los Harvey.

—¿Cuándo se publicará tu artículo?

—En la edición del fin de semana, probablemente. Todavía me queda mucho trabajo por hacer. El periódico quiere un perfil de Fred y Deborah y cualquier otra cosa que averigüe acerca de la investigación, sobre todo en relación con las otras cuatro parejas.

—¿Qué impresión te han producido los Harvey cuando has hablado con ellos?

—Bien, en realidad, con el padre, con Bob, no he podido hablar. Nada más llegar yo, se ha ido con sus hijos. Los periodistas no son santos de su devoción, y tengo la sensación de que está harto de ser «el marido de Pat Harvey». Nunca concede entrevistas. —Apartó el filete a medio comer y echó mano a los cigarrillos. Fumaba mucho más de lo que yo recordaba—. Me preocupa Pat. Da la impresión de haber envejecido diez años en una semana. Además, ha sido muy extraño; no podía desechar la impresión de que esa mujer sabe algo, de que ya ha formulado su propia teoría acerca de lo que le ha ocurrido a su hija. Supongo que ha sido eso lo que más me ha despertado la curiosidad. Me gustaría saber si ha recibido alguna amenaza, alguna nota, algún tipo de comunicación de quienquiera que esté involucrado en el asunto. Y ella se niega a decírselo a nadie, ni siquiera a la policía.

—No puedo concebir que sea tan insensata.

—Yo sí —dijo Abby—. En mi opinión, si Pat Harvey creyera que existe la menor posibilidad de que Deborah regrese a casa sana y salva, no le diría lo que está haciendo ni siquiera a Dios.

Me levanté para recoger la mesa.

—Será mejor que prepares café —prosiguió Abby—. No quiero dormirme al volante.

—¿Cuándo has de volver? —pregunté, mientras cargaba el lavavajillas.

—Pronto. Aún tengo que ir a un par de sitios antes de volver a Washington. —Llené de agua la cafetera y miré a Abby de soslayo. Ella me explicó— :A un
7-Eleven
en el que Deborah y Fred se detuvieron a la salida de Richmond…

—¿Cómo sabes tú eso? —la interrumpí.

—Conseguí sonsacárselo al conductor de una grúa aparcada junto al área de descanso, que esperaba para remolcar el jeep. El hombre se lo había oído comentar a unos policías, que hablaban de un recibo que habían encontrado dentro de una bolsa de papel arrugada. Me costó muchísimo trabajo, pero al fin logré averiguar de qué
7-Eleven
se trataba y a qué empleada le correspondía estar de servicio hacia la hora en que Deborah y Fred debieron de detenerse allí. El turno de cuatro de la tarde a medianoche, de lunes a viernes, lo lleva una chica llamada Ellen Jordan.

Le tenía tanto afecto a Abby que me resultaba fácil olvidar que sus reportajes de investigación le habían valido un buen número de premios, y por una excelente razón.

—¿Qué crees que te dirá esta empleada?

—Las empresas de este tipo, Kay, son como buscar el premio en una caja de galletas.

No conozco las respuestas; de hecho, ni siquiera conozco las preguntas… hasta que empiezo a escarbar.

—No creo que debas vagar por ahí sola a altas horas de la noche, Abby.

—Si quieres venir a escoltarme —replicó, divertida—, me encantará tu compañía.

—No me parece muy buena idea.

—Supongo que tienes razón —concedió ella.

Decidí acompañarla de todos modos.

4

El rótulo luminoso era visible desde un kilómetro antes de llegar a la salida de la autopista, un
7-Eleven
resplandeciente en la oscuridad. Su críptico mensaje en rojo y verde había dejado de significar lo que decía, ya que todos los
7-Eleven
que yo conocía permanecían abiertos las veinticuatro horas. Casi podía oír lo que hubiera dicho mi padre.

«¿Y tu abuelo dejó Verona por esto?»

Era su comentario favorito cuando leía el periódico de la mañana, y lo acompañaba sacudiendo la cabeza con disgusto. Era lo que decía cuando alguien con acento de Georgia nos trataba como si no fuéramos «verdaderos norteamericanos». Era lo que rezongaba cuando oía contar historias de engaños, de drogas, de divorcios. Cuando yo era pequeña, en Miami, mi padre tenía un pequeño colmado de barrio y todas las noches se sentaba a cenar con nosotros y nos hablaba de su jornada y nos preguntaba por la nuestra. Su presencia en mi vida no duró mucho. Murió cuando yo tenía doce años. Pero estaba segura de que, si todavía hubiera seguido aquí, no le gustarían las tiendas abiertas las veinticuatro horas. Las noches, los domingos y los días de fiesta no eran para pasarlos trabajando detrás de un mostrador ni comiendo un burrito por la carretera. Esas horas eran para la familia.

Abby comprobó de nuevo los retrovisores en el momento de tomar la rampa de salida. En menos de treinta metros nos vimos en la zona de aparcamiento del
7-Eleven
, y me di cuenta de que se sentía aliviada. Aparte de un Volkswagen aparcado ante las puertas acristaladas de la entrada, parecía que éramos las únicas clientes.

—El lugar está despejado, por ahora —observó, mientras paraba el motor—. En los últimos treinta kilómetros no nos hemos cruzado con un solo coche patrulla, con marcas o sin ellas.

—Que tú sepas, al menos —repliqué.

La noche era brumosa, sin una estrella a la vista, y el aire tibio y húmedo. Un joven cargado con una caja de doce cervezas se cruzó con nosotras justo cuando entrábamos en la frescura de aire acondicionado del establecimiento, donde las máquinas de videojuegos lanzaban destellos de vivos colores desde un rincón y una joven apilaba paquetes de cigarrillos tras el mostrador. Con su cabello rubio teñido que se henchía en un aura rizada en torno a la cabeza, su delgada figura vestida con una blusa a cuadros blancos y naranjas y unos ceñidos tejanos negros, no aparentaba ni un día más de dieciocho años. Llevaba las uñas largas y pintadas de rojo brillante, y cuando se volvió para ver qué queríamos me chocó la dureza de su rostro. Era como si se hubiera saltado el aprendizaje de la bicicleta para pasar directamente a una Harley Davidson.

—¿Ellen Jordan? —preguntó Abby.

La empleada puso cara de sorpresa, y luego de desconfianza.

—¿Sí? ¿Quién la busca?

—Abby Turnbull. —Abby le tendió la mano en un gesto muy profesional. Ellen Jordan se la estrechó con languidez—. De Washington —añadió Abby—. Del Post.

—¿Qué Post?

—El Washington Post —aclaró Abby.

—Ah. —Al instante perdió todo interés—. Ya nos lo sirven. Mire allí. —Señaló un montón casi agotado al lado de la puerta.

Se produjo un silencio incómodo.

—Soy periodista del Post —explicó Abby.

Los ojos de Ellen se iluminaron.

—¿En serio?

—En serio. Me gustaría hacerte unas cuantas preguntas.

—¿Para un artículo, quiere decir?

—Sí. Estoy preparando un artículo, Ellen, y de veras necesito tu ayuda.

—¿Qué quiere saber? —Se apoyó en el mostrador, con expresión intensa, como si de repente se sintiera importante.

—Se trata de la pareja que entró aquí la noche del viernes de la semana pasada. Un chico y una chica. Más o menos de tu edad. Llegaron poco después de las nueve y compraron un paquete de seis latas de Pepsi y algunas otras cosas.

—Ah, los que han desaparecido —comentó, animada—. La verdad es que no hubiera tenido que mandarlos al área de descanso, pero lo primero que nos dicen cuando nos contratan es que no hemos de dejar entrar a nadie en los aseos. Por mí, me daría lo mismo, sobre todo en el caso de ellos. Me supo muy mal por la chica, claro; la entendí muy bien.

—Estoy segura de que sí —dijo Abby, comprensiva.

—Sí, fue una situación bastante embarazosa —prosiguió Ellen—. Cuando compró la caja de Tampax y me preguntó si podía utilizar los aseos, y con su novio delante mirando… Bueno, ojalá le hubiera dicho que sí.

—¿Cómo sabías que era su novio? —preguntó Abby.

Por un instante, Ellen se mostró desconcertada.

—Bueno, me lo imaginé. Entraron los dos juntos y se notaba que se gustaban mucho.

Ya sabe cómo es la gente. Siempre lo notas si te fijas bien. Cuando te pasas las horas aquí sola, acabas conociendo bien a la gente. Los matrimonios, por ejemplo. Los ves constantemente, de viaje, los niños en el coche. En cuanto entran se lo noto a casi todos, que están cansados y no se llevan bien. Pero los dos que dice usted, ésos se trataban con mucho cariño.

—¿Te dijeron alguna otra cosa, aparte de que la chica necesitaba utilizar los aseos?

—Hablamos mientras les preparaba la cuenta —respondió Ellen—. Nada especial. Les dije lo de costumbre: «Bonita noche para viajar» y «¿Adónde vais?».

—¿Y te lo dijeron? —preguntó Abby, tomando notas.

—¿Eh?

Abby alzó la mirada hacia ella.

—¿Te dijeron adónde se dirigían?

—Dijeron que a la playa. Me acuerdo porque les contesté que estaban de suerte. Es como si siempre me tocara quedarme aquí mientras los demás se van a sitios divertidos. Además, acababa de romper con mi novio. Estaba un poco depre, ¿me comprende?

—Me hago cargo. —Abby sonrió, amable—. Háblame de lo que hicieron mientras estaban aquí, Ellen. ¿Hubo algo que te llamara la atención?

Reflexionó unos instantes y al fin respondió:

—Bueno… Eran muy agradables, pero llevaban prisa. Supongo que sería porque la chica necesitaba ir al lavabo con urgencia. Más que nada, me acuerdo de lo educados que eran. Ya me entiende, constantemente viene gente que te pide ir a los aseos y cuando les digo que no se ponen de lo más desagradables.

—Has dicho que los enviaste al área de descanso de la autopista —señaló Abby—. ¿Recuerdas qué les dijiste, exactamente?

—Claro. Les dije que había una no muy lejos de aquí. Sólo tenían que volver a la I-64 en dirección este —apuntó con el dedo— y la verían en cinco o diez minutos. No tiene pérdida.

—¿Había alguien más aquí cuando se lo dijiste?

—Entraban y salían. Pasa mucha gente por la carretera. —Hizo memoria—. Sé que había un chaval ahí al fondo, jugando a Pac Man. El muy latoso se pasa la vida aquí.

—¿Recuerdas a alguien más que estuviera cerca del mostrador al mismo tiempo que la pareja? —insistió Abby.

—Había un hombre. Entró justo detrás de la pareja. Miró un rato las revistas y al final pidió un café.

—¿Eso fue mientras tú hablabas con la pareja?

Abby perseguía implacablemente los detalles.

—Sí. Me acuerdo porque estuvo muy simpático y le dijo algo al chico del jeep tan bonito que llevaban. La pareja iba en un jeep rojo. Uno de esos modelos de lujo. Lo tenían aparcado justo delante de la puerta.

—¿Y qué pasó luego?

Ellen se sentó en el taburete situado ante la caja registradora.

—Bueno, creo que ya no hubo más. Llegaron otros clientes. El hombre del café se marchó, y entonces, como cinco minutos después, la pareja también se marchó.

—Pero el hombre del café, ¿aún seguía cerca del mostrador cuando explicaste a la pareja cómo ir al área de descanso? —insistió Abby.

La joven frunció el entrecejo.

—Es difícil acordarse. Pero me parece que mientras les decía eso el hombre estaba mirando las revistas. Luego creo que la chica se acercó a uno de los estantes para coger lo que quería y volvió al mostrador justo cuando el hombre me pagaba el café.

—Has dicho que la pareja se fue unos cinco minutos después que el hombre —prosiguió Abby—. ¿Qué hacían?

—Bueno, fue cosa de un par de minutos —respondió ella—. La chica dejó un paquete de seis cervezas sobre el mostrador, Coors eran, y tuve que pedirle el carnet, y como vi que aún no había cumplido los veintiuno no pude vendérselas. Se lo tomó muy bien, hasta se rió y todo. Bueno, todos nos reímos. Estas cosas no me las tomo como algo personal. Qué caramba, yo también lo intentaba. Al final acabó comprando unos refrescos. Y luego se marcharon.

—¿Podrías describir a ese hombre, el que se tomó el café?

—No muy bien.

—¿Blanco o negro?

—Blanco. Me parece que era moreno. Pelo negro, o castaño oscuro. Unos treinta años, más o menos.

—¿Alto, bajo, gordo, delgado?

Ellen se quedó mirando hacia el interior del establecimiento.

—Estatura media, quizá. Como de buena complexión, me parece, pero no corpulento.

—¿Barba o bigote?

—Creo que no… Espere un momento. —Se le iluminó el rostro—. Llevaba el pelo corto. ¡Sí! De hecho, me acuerdo de que me pasó por la cabeza que parecía un militar. Por aquí vienen muchos militares, ya sabe, suelen entrar a menudo cuando van de camino a Tidewater.

—¿Qué otra cosa te hizo pensar que podía ser un militar? —preguntó Abby.

—No sé. Pero debía de tener el aire. Es difícil de explicar, pero cuando has visto muchos militares llega un momento que los reconoces. Tienen algo especial. Los tatuajes, por ejemplo. Muchos de ellos están tatuados.

—¿Llevaba algún tatuaje ese hombre?

El entrecejo de la muchacha se distendió en una expresión de decepción.

—No me fijé.

—¿Cómo iba vestido?

—Ahhh…

—¿Traje y corbata? —sugirió Abby.

—No, traje y corbata no. Nada especial. Quizá tejanos o pantalones oscuros. Puede que llevara una cazadora… Caramba, no me acuerdo.

—¿Recuerdas qué coche conducía?

—No —respondió con seguridad—. No llegué a ver el coche. Debió de aparcar a un lado.

—¿Contaste todo esto a los policías que vinieron a hablar contigo, Ellen?

—Sí. — Tenía la mirada fija en el aparcamiento, donde acababa de detenerse una furgoneta —. Les dije más o menos lo mismo que a usted, sólo que entonces no me acordaba de algunas cosas.

Entraron dos adolescentes, que pasaron directamente a la zona de los videojuegos.

Ellen nos devolvió su atención. Me di cuenta de que no tenía nada más que decirnos y que empezaba a pensar si no nos habría dicho demasiado.

Por lo visto, Abby captó el mismo mensaje.

—Muchas gracias, Ellen —le dijo, y se apartó del mostrador—. El artículo se publicará el sábado o el domingo. No te lo pierdas.

Al cabo de un instante, nos encontramos en el exterior.

—Y ahora, a largarse corriendo antes de que empiece a gritar que todo lo que nos ha dicho es «confidencial».

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