—Sí, un Jaguar vacío que estaba aparcado en el club de campo. Eso la convirtió en una heroína —interrumpió Marino.
—En realidad, lo que quiero decir —prosiguió Wesley con paciencia—es que se ha ganado una buena cantidad de enemigos, sobre todo a raíz de su interés por diversas organizaciones benéficas.
—He leído algo de eso —observé, e intenté recordar algunos detalles.
—Hasta el momento, sólo ha llegado a conocimiento del público un arañazo en la superficie —explicó Wesley—. Sus últimos esfuerzos se han dirigido contra ACTMAD, una supuesta coalición de madres contra las drogas.
—No lo dirá usted en serio —protestó Marino—. Eso es como acusar a la UNICEF.
Preferí no revelar que todos los años mandaba dinero a ACTMAD y que me consideraba una ardiente defensora de la organización.
—La señora Harvey —prosiguió Wesley—ha reunido pruebas que demuestran que ACTMAD ha servido como fachada para un cártel de narcotraficantes y otras actividades ilegales en Centroamérica.
—Hay que ver —exclamó Marino, meneando la cabeza—. Menos mal que yo no le doy un centavo a nadie, excepto al fondo de la policía.
—La desaparición de Deborah y Fred resulta confusa por que parece relacionada con las de otras cuatro parejas —dijo Wesley—. Pero eso podría ser deliberado, un intento de hacernos creer que existe alguna relación cuando, de hecho, puede que no la haya.
Quizá tengamos que vérnoslas con un asesino reincidente, o quizá con algo distinto.
Sea lo que fuere, que remos investigar el caso del modo más discreto posible.
—Entonces, supongo que ahora esperan una nota de rescate o algo así, ¿no? —comentó Marino—. Ya sabe, unos matones centroamericanos están dispuestos a devolver a Deborah si su madre acepta pagar el precio.
—No creo que eso vaya a ocurrir, Pete —respondió Wesley—. Puede ser mucho peor.
Pat Harvey tiene que declarar en una audiencia del congreso a comienzos del año que viene, y una vez más el asunto tiene que ver con las falsas organizaciones de beneficencia. En estos momentos, no hubieran podido ocurrirle muchas cosas peores que la desaparición de su hija.
Se me hizo un nudo en el estómago al pensarlo. Desde un punto de vista profesional, Pat Harvey no parecía demasiado vulnerable, y había gozado de una magnífica reputación durante toda su carrera. Pero también era madre. El bienestar de sus hijos debía de serle más precioso que su propia vida. La familia era su talón de Aquiles.
—No podemos descartar la posibilidad de un secuestro político —apuntó Wesley, contemplando su patio azotado por el viento.
Wesley también tenía familia. La peor pesadilla era que el jefe de alguna familia criminal, un asesino, alguien a quien Wesley hubiera contribuido decisivamente a derribar, decidiera vengarse en la esposa o los hijos de éste. Wesley tenía un moderno sistema de alarma en la casa y un intercomunicador en la puerta principal. Había elegido vivir en la remota campiña de Virginia, con un número de teléfono que no aparecía en el listín y una dirección que jamás se daba a los periodistas, ni siquiera a la mayoría de sus colegas y conocidos. Hasta aquel mismo día, ni tan sólo yo sabía dónde vivía, aunque suponía que su hogar se encontraba más cerca de Quantico, acaso en McLean o Alexandria.
—Estoy seguro de que Marino le ha hablado de Hilda Ozimek —prosiguió Wesley.
Asentí con un gesto y pregunté:
—¿Es de fiar?
—El FBI la ha utilizado en algunas ocasiones, aunque no nos gusta reconocerlo. Su talento, poder o como quieras llamarlo es completamente auténtico. No me pidas que te lo explique. Esta clase de fenómenos escapan a mi experiencia inmediata. No obstante, puedo decirte que una vez nos ayudó a localizar un avión del FBI que se había estrellado en las montañas de Virginia Occidental. También predijo el asesinato de Sadat, y quizás habríamos podido prevenir mejor el atentado contra Reagan si hubiéramos prestado más atención a sus palabras.
—No va a decirme ahora que predijo que dispararían contra Reagan —protestó Marino.
—Casi el día exacto. No informamos de lo que nos había dicho. Supongo… bueno, supongo que no lo tomamos en serio. Y ése fue nuestro error, por increíble que parezca.
Desde entonces, cada vez que dice algo, el Servicio Secreto quiere saberlo.
—¿Consulta también el Servicio Secreto los horóscopos? —quiso saber Marino.
—Creo que Hilda Ozimek juzgaría los horóscopos excesivamente genéricos. Y, por lo que sé, no se dedica a leer las líneas de la mano —replicó Wesley con sarcasmo.
—¿Cómo llegó a conocer su existencia la señora Harvey? —pregunté.
—Seguramente por alguien del Departamento de Justicia —respondió Wesley—. Sea como fuere, el viernes la llevó a Richmond en avión; por lo visto, la vidente le dijo ciertas cosas que han conseguido convertirla en… bien, digamos tan sólo que en estos momentos podríamos comparar a la señora Harvey con un cañón suelto en un barco.
Temo que sus actividades acaben resultando mucho más dañinas que beneficiosas.
—¿Y qué le dijo la vidente, en realidad? —pregunté.
Wesley me miró a los ojos y contestó:
—En estos momentos no puedo hablar de eso.
—Pero ¿lo comentó contigo? —insistí—. ¿La señora Harvey te reveló voluntariamente que había recurrido a una vidente?
—No tengo libertad para comentarlo, Kay —respondió Wesley, y quedamos los tres en silencio durante unos instantes.
Me pasó por la cabeza que la señora Harvey no había proporcionado esta información a Wesley. Lo había averiguado por algún otro medio.
—No sé —habló Marino al fin—. Podría ser una posibilidad. No deberíamos descartarlo.
—No podemos descartar nada —replicó Wesley con firmeza.
—Hace dos años y medio que dura el caso, Benton —señalé.
—Sí —dijo Marino—. Eso es mucho tiempo. Y todavía tengo la sensación de que es obra de algún pájaro obsesionado por las parejas, alguien con un problema de celos, un perdedor que no es capaz de tener relaciones y odia a los que sí las tienen.
—Es una posibilidad, desde luego. Una persona que se dedica a rondar con asiduidad por la zona en busca de parejas jóvenes. Puede que frecuente los paseos de enamorados, las áreas de descanso, los lugares de reunión donde se citan los jóvenes.
Puede que haga muchos ensayos antes de atacar, y que luego reproduzca los homicidios durante meses y meses hasta que el ansia de matar se vuelve de nuevo irresistible y se le presenta una ocasión perfecta. Podría ser una coincidencia; puede que, sencillamente, Deborah Harvey y Fred Cheney se encontraran en el lugar equivocado en el momento equivocado.
—No tenemos ningún indicio que nos permita suponer que alguna de las parejas hubiera aparcado el vehículo para dedicarse a actividades sexuales, cuando se encontró con el atacante —señalé. Wesley no respondió—. Y aparte de Deborah y Fred, no parece que las demás parejas se hubieran detenido en un área de descanso ni en cualquier otra clase de «lugar de reunión», como tú dices —proseguí—. Al parecer, se hallaban en ruta hacia su destino cuando sucedió algo que les hizo parar junto a la cuneta y dejaron subir a alguien a su coche o bien se metieron en el vehículo de esa persona.
—La teoría del poli asesino —masculló Marino—. No crea que no la he oído antes.
—Podría ser alguien que se fingiera policía —apuntó Wesley—. Desde luego, eso explicaría que las parejas se detuvieran en el arcén y quizá que subieran al coche de otra persona, para una comprobación rutinaria del permiso de conducir o lo que fuese.
Cualquiera puede ir a una tienda de uniformes y comprar una luz de destellos para el techo del automóvil, un uniforme, una placa, lo que ustedes quieran. El problema es que una luz destellante llama la atención. Los demás automovilistas también la ven, y si pasa algún policía auténtico por la zona es probable que reduzca la velocidad, quizás incluso que se detenga para ofrecer su ayuda. Hasta ahora, no se ha recibido ni un solo informe de que alguien advirtiera nada parecido en la zona y hacia la hora en que desaparecieron esos chicos.
—También habría que explicar por qué se dejaron los bolsos y carteras dentro de los coches, con la excepción de Deborah Harvey, cuyo bolso no se ha encontrado —observé—. Si alguien ordenó a los jóvenes que entraran en un supuesto vehículo policial por alguna violación rutinaria del código de circulación, ¿por qué no cogieron los papeles del coche y los permisos de conducir? Es lo primero que quiere ver la policía, y cuando subes a su coche llevas estos efectos personales encima.
—Puede que no entraran en el vehículo de esa persona por su propia voluntad, Kay —adujo Wesley—. Creen que los detiene un agente de policía y cuando el tipo se acerca a la ventanilla saca una pistola y los obliga a entrar en su coche.
—Demasiado peligroso —objetó Marino—. Si fuera yo, metería la primera y pisaría el jodido acelerador a fondo. Además, siempre cabe la posibilidad de que pase alguien y vea algo extraño. Porque, vamos a ver, ¿cómo se puede obligar a dos personas a que suban a un coche a punta de pistola, en cuatro o quizá cinco ocasiones distintas, sin que nadie pase por ahí y se dé cuenta de nada?
—Aún hay otra pregunta mejor —dijo Wesley, y me dirigió una mirada neutra—. ¿Cómo se puede asesinar a ocho personas sin dejar el menor indicio, ni siquiera una mella en un hueso o sin que se encuentre una bala cerca de los cadáveres?
—Por estrangulación, garrote o degüello —respondí, y no era la primera vez que se me apremiaba sobre el particular—. Todos los cuerpos estaban muy descompuestos, Benton. Y quiero recordarte que la teoría del poli implica que las víctimas subieron al vehículo de su atacante. Basándonos en la pista que siguió el sabueso el pasado fin de semana, parece concebible que, si alguien hizo algo malo a Deborah Harvey y Fred Cheney, ese individuo pudo marcharse en el jeep de Deborah, para abandonarlo en el área de descanso y cruzar la autopista a pie.
La cara de Wesley parecía cansada. Se había frotado varias veces las sienes, como si le doliera la cabeza.
—La razón de que haya querido hablar con ustedes es que en este asunto puede haber algunos aspectos que nos exijan actuar con mucha cautela. Quiero pedirles un intercambio de información directo y abierto entre los tres. Es esencial una absoluta discreción. Nada de charla trivial con la prensa, nada de divulgar información a nadie, ya sean amigos íntimos, parientes, otros forenses o policías. Y nada de transmisiones por radio. —Nos miró a los dos—. Si llegaran a encontrarse los cuerpos de Deborah Harvey y Fred Cheney, quiero una comunicación telefónica inmediata, en el acto. Y si la señora Harvey intenta ponerse en contacto con alguno de los dos, diríjanla a mí.
—Ya se ha puesto en contacto conmigo —le advertí.
—Soy muy consciente de ello, Kay —respondió Wesley, sin mirarme.
No le pregunté cómo lo sabía, pero quedé desconcertada y se me notó.
—En las actuales circunstancias —añadió—, comprendo que fueras a verla. Pero sería mejor que no volviera a suceder, que no volvieras a comentar estos casos con ella.
Eso sólo causa más problemas. No se trata únicamente de que la señora Harvey pueda influir en la investigación; cuanto más se involucre personalmente, mayor será el peligro que corra.
—¿Qué peligro? ¿De que alguien se la cargue? —preguntó Marino con escepticismo.
—Sobre todo de que pierda el control y actúe de modo irracional.
La preocupación de Wesley por el bienestar psicológico de Pat Harvey podía ser sincera, pero a mí se me antojó muy endeble. Y mientras regresaba a Richmond con Marino, después de cenar, no pude por menos de pensar que el motivo de que Wesley hubiera querido vernos no tenía nada que ver con la suerte de la pareja desaparecida.
—Creo que me siento manipulada —confesé al fin, cuando llegamos a Richmond.
—Bienvenida al club —respondió Marino, irritado.
—¿Tiene alguna idea de lo que realmente está sucediendo?
—Pues sí —aseguró; apretó el encendedor del coche—. Tengo una fuerte sospecha, por lo menos. Creo que el maldito FBI ha tropezado con una pista que hará quedar muy mal a alguien importante. Tengo la extraña sensación de que alguien se está cubriendo el trasero, y Benton se halla atrapado en el medio.
—Si él está atrapado, nosotros también.
—Veo que lo ha captado, doctora.
Habían pasado tres años desde el día en que Abby Turnbull se presentó en el umbral de mi oficina con los brazos cargados de lirios recién cortados y una botella de un vino excepcional. Había renunciado a su empleo en el Times de Richmond y venía a despedirse de mí. Se iba a trabajar a Washington, a la sección de sucesos del Post.
Prometimos mantenernos en contacto, como se suele hacer siempre. Me avergonzó ser incapaz de recordar cuándo le había telefoneado o enviado una nota por última vez.
—¿Quiere que se la pase —me preguntaba Rose, mi secretaria—, o tomo yo el mensaje?
—Ya me pongo yo —respondí—. Scarpetta al habla —anuncié, por la fuerza de la costumbre, antes de poder contenerme.
—Sigues teniendo un tono de lo más autoritario —comentó la voz familiar.
—¡Abby! Lo siento. —Me eché a reír—. Rose me había dicho que eras tú. Como siempre, estoy metida en cincuenta cosas distintas, y creo que he perdido por completo el arte de ser agradable por teléfono. ¿Qué tal estás?
—Muy bien, si prescindimos del hecho de que el número de homicidios en Washington se ha multiplicado por tres desde que llegué aquí.
—Una coincidencia, espero.
—Las drogas. —Me pareció nerviosa—. Cocaína, crack y armas semiautomáticas.
Siempre había creído que encargarse de los sucesos en Miami sería lo peor. O quizás en Nueva York. Pero lo peor de todo es la encantadora capital de nuestra nación.
Miré el reloj por el rabillo del ojo y anoté la hora en una hoja de llamada. Otra vez la costumbre. Estaba tan habituada a rellenar hojas de llamada que echaba mano a la carpeta incluso cuando me llamaba el peluquero.
—Tenía la esperanza de que pudieras cenar conmigo esta noche —añadió.
—¿En Washington? —pregunté, perpleja.
—De hecho, ahora estoy en Richmond.
Le propuse que viniera a cenar a casa, cerré el maletín y me dirigí al supermercado.
Tras mucho pensar, mientras empujaba el carrito por los pasillos, elegí dos filetes y lo necesario para preparar una ensalada. La tarde era preciosa. La idea de ver a Abby me ponía de buen humor. Decidí que una velada con una vieja amiga era una buena excusa para atreverme a cocinar de nuevo.