La jota de corazones (4 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

No le recordé lo evidente. La policía había encontrado la cartera de Fred Cheney en la guantera y estaba intacta, con las tarjetas de crédito y treinta y cinco dólares en efectivo. Por lo visto, nadie había registrado el equipaje de la joven pareja. A juzgar por lo que se sabía, lo único que faltaba del jeep eran sus pasajeros y el bolso de Deborah.

—La reacción del primer perro —prosiguió, con frialdad—. Supongo que no es habitual. Algo lo asustó o, al menos, lo alteró. Un olor distinto al que captó el otro perro. El asiento que seguramente ocupaba Deborah… —Dejó la frase en el aire y me miró a los ojos.

—Sí. Por lo visto, los dos perros captaron olores distintos.

—Doctora Scarpetta, le ruego que sea franca conmigo. —Le tembló la voz—. No tema herir mis sentimientos. Por favor. Si el perro se alteró tanto, fue por algún motivo.

Debido a su trabajo, usted debe de estar familiarizada con estos perros y con operaciones de búsqueda. ¿Había visto alguna vez una reacción como la de ese perro?

La había visto. En dos ocasiones. La primera, cuando un sabueso olfateó el maletero de un coche que, según se supo luego, había servido para transportar a una víctima de asesinato cuyo cadáver se halló dentro de un volquete. La otra cuando una pista condujo a un claro, junto a un sendero de excursionistas, donde una mujer había sido violada y asesinada.

—Estos perros —fue mi respuesta— tienden a reaccionar violentamente ante los olores feromonales.

—Perdón. ¿Cómo ha dicho? —Parecía desconcertada.

—Las secreciones. Todos los animales, incluso los insectos, segregan sustancias químicas. Hormonas sexuales, por ejemplo —expliqué, desapasionadamente—. ¿Se ha fijado alguna vez en que los perros suelen marcar su territorio o atacar cuando huelen el miedo?

Se limitó a mirarme, sin responder.

—Cuando alguien se halla en un estado de excitación sexual, ansioso o asustado, en su organismo se producen diversos cambios hormonales. Existe la teoría de que los animales capaces de discriminar aromas, como los sabuesos, pueden oler las feromonas, unas sustancias químicas segregadas por glándulas especiales de nuestro organismo…

Me interrumpió.

—Debbie se quejó de calambres poco antes de que Michael, Jason y yo saliéramos hacia la playa. Acababa de venirle el período. ¿Explicaría eso…? Es decir, si iba sentada en el asiento del acompañante, ¿podría ser éste el olor que captó el perro?

No contesté. Lo que seguía no podía explicar el intenso trastorno del perro.

—No es suficiente —concluyó Pat Harvey, y desvió la mirada; retorcía la servilleta de hilo que tenía sobre el regazo—. No basta para explicar por qué el perro empezó a gemir y se le erizó el pelo del lomo. ¡Oh, Dios mío! Es como las otras parejas, ¿verdad?

—No podría afirmarlo.

—Pero lo piensa. La policía también lo piensa. Si no lo hubiera sospechado todo el mundo desde el primer momento, no la habrían llamado a usted ayer. Quiero saber qué les sucedió a esas otras parejas.

No dije nada.

—Según he leído —insistió—, usted estuvo presente en todas las escenas de los crímenes, a petición de la policía.

—En efecto.

Hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una hoja de papel oficial y la alisó.

—Bruce Phillips y Judy Roberts —comenzó a instruirme, como si lo necesitara—. Novios de escuela secundaria que desaparecieron hace dos años y medio, el 1 de junio.

Salieron en su coche de casa de unos amigos y ya no llegaron a sus hogares respectivos. Al día siguiente se encontró el Camaro de Bruce abandonado en la Nacional 17, con las llaves en el contacto, las puertas sin cerrar y las ventanillas abiertas. Diez semanas más tarde tuvo usted que acudir a una zona boscosa, a un par de kilómetros al este del parque estatal de York River, donde unos cazadores habían descubierto dos cuerpos parcialmente descarnados, tendidos boca abajo entre las hojas, a unos siete kilómetros del lugar en que se había encontrado el coche de Bruce diez semanas antes.

Recordé que a raíz de este caso la policía local solicitó la asistencia de VICAP. Lo que tanto Marino como Wesley y el policía de Gloucester ignoraban era que en julio se había denunciado la desaparición de una segunda pareja, un mes después de que se perdiera todo rastro de Bruce y Judy.

—Luego tenemos a Jim Freeman y Bonnie Smyth. —La señora Harvey me miraba de soslayo—. Desaparecieron el último sábado de julio, tras una fiesta junto a la piscina de los Freeman, en su hogar de Providence Forge. Al anochecer, Jim se ofreció a acompañar a Bonnie a su casa y al día siguiente un agente de policía de Charles City encontró el Blazer de Jim abandonado a unos quince kilómetros del hogar de los Freeman. Al cabo de cuatro meses, el 12 de noviembre, unos cazadores encontraron sus cuerpos en West Point…

Lo que no creía que ella supiese, pensé con disgusto, era que a pesar de mis repetidas peticiones no me habían enviado copia de los fragmentos confidenciales de los informes de la policía, las fotografías de la escena ni los inventarios de pruebas. Yo atribuía esta falta de cooperación al hecho de que la investigación ya era multijurisdiccional.

La señora Harvey prosiguió, implacable. En marzo del siguiente año había vuelto a suceder. Ben Anderson salió de Arlington en automóvil para reunirse con su novia, Carolyn Bennett, en el hogar de la familia de ésta en Stingray Point, en la bahía de Chesapeake. Salieron de allí poco antes de las siete para emprender el viaje de regreso a la Universidad Old Dominion, en Norfolk, donde ambos eran alumnos de primer año.

A la noche siguiente, un patrullero del Estado llamó a los padres de Ben para anunciarles que habían encontrado la camioneta Dodge de su hijo abandonada en el arcén de la I-64, unos ocho kilómetros al este de Buckroe Beach. Con las llaves en el contacto, las portezuelas abiertas y la agenda de Carolyn bajo el asiento del pasajero.

Sus cuerpos, parcialmente descarnados, aparecieron seis meses más tarde, durante la temporada de la caza del ciervo, en una zona boscosa situada unos cinco kilómetros al sur de la carretera I99, en el condado de York. Esta vez ni siquiera recibí una copia del informe policial.

Cuando Susan Wilcox y Mike Martin desaparecieron, en febrero pasado, me enteré por el periódico de la mañana. Se dirigían a casa de Mike en Virginia Beach para pasar juntos las vacaciones de primavera cuando, al igual que las anteriores parejas, se perdieron sin dejar rastro. La furgoneta azul de Mike se encontró abandonada en la Colonial Parkway, en las cercanías de Williamsburg, con un pañuelo blanco atado a la antena en señal de una avería mecánica, aunque cuando la policía examinó el vehículo resultó ser falso. El 15 de mayo, un hombre y su hijo que habían salido a cazar pavos encontraron los cadáveres descompuestos de la pareja en una zona boscosa entre la carretera 60 y la I-64, en el condado de James City.

Recordé, una vez más, haber embalado los huesos para enviárselos al antropólogo forense del Instituto Smithsonian, para que les echara una última ojeada.

Ocho jóvenes y, pese a las incontables horas que había dedicado a cada uno de ellos, no podía determinar cómo ni por qué habían muerto.

—Si, Dios no lo quiera, vuelve a suceder, no espere hasta que aparezcan los cadáveres —le pedí finalmente a Marino—. Hágamelo saber tan pronto como encuentren el automóvil.

—Bien. Empezaremos a hacerles la autopsia a los coches, ya que los cuerpos no nos dicen nada —respondió, en un vano intento de mostrarse divertido.

—En todos los casos —decía la señora Harvey—, las portezuelas estaban abiertas y las llaves en el contacto; no había indicios de lucha y en apariencia no habían robado nada. El modus operandi fue básicamente el mismo cada vez.

—La cuestión es que ha intervenido usted desde el principio —prosiguió—. Usted examinó todos los cuerpos. Y, no obstante, tengo entendido que no sabe cuál fue la causa de la muerte de esas parejas.

—Es cierto. No lo sé —respondí.

—¿No lo sabe usted? ¿O tal vez no quiere decirlo, doctora Scarpetta?

La carrera de Pat Harvey como fiscal federal le había granjeado el respeto de todo el país, si no la admiración. Era osada y agresiva, y de pronto tuve la sensación de que el porche se había convertido en un tribunal.

—Si conociera la causa de su muerte, no habría declarado que era indeterminada contesté, sin perder la calma.

—Pero usted cree que los asesinaron.

—Creo que unos jóvenes sanos no abandonan su vehículo de repente y mueren en pleno bosque por causas naturales, señora Harvey.

—¿Y las hipótesis? ¿Qué puede usted decirme de ellas? Supongo que no le serán desconocidas.

No lo eran.

En la investigación habían tomado parte cuatro jurisdicciones y al menos otros tantos inspectores, cada uno con sus numerosas hipótesis. Cabía, por ejemplo, que las parejas consumieran drogas y se hubieran encontrado con un camello que vendía alguna nueva y perniciosa sustancia sintética que no podía detectarse con las pruebas toxicológicas de rutina. O bien era un asunto de ocultismo. O bien todas las parejas pertenecían a una sociedad secreta y sus muertes en realidad se debían a un pacto de suicidio.

—No tengo en mucho las teorías que he oído —le dije.

—¿Por qué no?

—No concuerdan con mis hallazgos.

—¿Con qué concuerdan sus hallazgos? —me interrogó—. ¿Qué hallazgos? Según lo que he podido oír y leer, usted no tiene ni un condenado hallazgo.

La calina oscurecía el cielo, donde un avión era una aguja de plata que arrastraba un hilo blanco bajo el sol. Observé en silencio la estela de vapor que se expandía y empezaba a dispersarse. Si Deborah y Fred habían corrido la misma suerte que los otros, tardaríamos en encontrarlos.

—Mi Debbie nunca ha tomado drogas —prosiguió; parpadeaba para contener las lágrimas—. No pertenecía a ninguna secta ni a ninguna religión extraña. Tiene mucho carácter y a veces se deprime, como cualquier adolescente normal. Pero nunca habría…

—Se interrumpió de súbito, esforzándose por mantener el control.

—Debe usted procurar enfrentarse con el presente —dije, con suavidad—. No sabemos qué le ha ocurrido a su hija. No sabemos qué le ha ocurrido a Fred. Quizá pase mucho tiempo antes de que lo sepamos. ¿Puede decirme alguna otra cosa sobre ella, o sobre ellos? ¿Cualquier detalle que pudiera resultar útil?

—Esta mañana vino un agente de policía —respondió, con respiración afanosa y entrecortada—. Estuvo en su dormitorio, se llevó varias prendas de vestir y el cepillo del cabello. Dijo que eran para los perros, me refiero a las prendas de vestir, y que necesitaba una muestra de cabello para compararla con las que pudieran encontrar dentro del jeep. ¿Le gustaría verlo? ¿Ver su dormitorio?

Curiosa, asentí con la cabeza.

La seguí hasta el segundo piso por una bruñida escalinata de madera. El dormitorio de Deborah se hallaba en el ala este, donde podía ver salir el sol y las nubes de tormenta que se formaban sobre el James. No era un cuarto típico de adolescente. Los muebles eran escandinavos, de diseño sencillo y construidos de una magnífica teca clara. Un cobertor en frescos tonos de azul y verde cubría la cama de dimensiones medianas; bajo ella había una alfombra india, con dibujos sobre todo en rosa y ciruela oscuro. Enciclopedias y novelas llenaban una estantería y, encima del escritorio, dos anaqueles sostenían trofeos y docenas de medallas unidas a brillantes cintas de colores. Sobre un anaquel superior había una foto de Deborah en un balancín, con la espalda arqueada, las manos en sereno equilibrio como graciosos pajarillos y una expresión en el rostro, como los detalles de su refugio particular, de pura disciplina y gracia. No necesitaba ser la madre de Deborah Harvey para darme cuenta de que aquella muchacha de diecinueve años era especial.

—Debbie lo eligió todo ella misma —me explicó la señora Harvey, mientras yo paseaba la mirada por la habitación—. Los muebles, la alfombra, los colores… Nadie diría que estuvo aquí hace unos días, preparando el equipaje para la universidad. Contempló un baúl y un juego de maletas colocados en un rincón y carraspeó —. Es muy organizada. Supongo que en eso ha salido a mí. —Sonrió con nerviosismo y añadió— :Otra cosa no seré, pero sí organizada.

Recordé el jeep de Deborah. Estaba inmaculado por dentro y por fuera, el equipaje y los demás enseres ordenadamente dispuestos.

—Cuida muy bien sus cosas —prosiguió la señora Harvey, avanzando hacia la ventana—. A veces me preocupaba pensar que la consentíamos demasiado. La ropa, el coche, el dinero. Bob y yo hemos hablado mucho del tema. Es difícil, pues paso en Washington la mayor parte del tiempo. Pero el año pasado, cuando recibí el nombramiento, decidimos, lo decidimos entre todos, que no debíamos desarraigar a la familia. Además, Bob tiene el negocio aquí. Sería más fácil que yo alquilara un apartamento y viniera a casa los fines de semana, cuando pudiera. Decidimos esperar a ver qué ocurría en las próximas elecciones.

Tras una larga pausa, continuó:

—Supongo que lo que quiero decir es que nunca he sabido negarle nada a Debbie. Es difícil ser razonable cuando quieres lo mejor para tus hijos. Sobre todo, cuando recuerdas lo que deseabas a su edad, tu inseguridad por la forma de vestir, por la apariencia física. Cuando sabías que tus padres no podían pagar un dermatólogo, ni ortodoncia, ni cirugía plástica. —Cruzó los antebrazos sobre la cintura—. A veces no sé si hemos elegido bien. El jeep, por ejemplo. Yo no estaba de acuerdo en que tuviera su propio coche, pero me faltó energía para discutir. Era muy propio de ella elegir algo práctico, un coche seguro que pudiera llevarla de un lado a otro incluso con mal tiempo.

Indecisa, pregunté:

—Cuando habla usted de cirugía plástica, ¿se refiere a algo concreto que afectara a su hija?

—Unos pechos grandes son incompatibles con la gimnasia, doctora Scarpetta —respondió, sin volver la cabeza—. Cuando Debbie cumplió los dieciséis años estaba ya superdotada. Eso no sólo resultaba embarazoso, sino que perjudicaba su rendimiento deportivo. Resolvimos el problema el año pasado.

—Entonces, esta fotografía es reciente —observé. La Deborah que estaba contemplando era una elegante escultura, de músculos perfectamente formados, senos y nalgas firmes y pequeños.

—Se la tomaron en abril pasado, en California.

Cuando alguien ha desaparecido y tal vez esté muerto, no es insólito que las personas como yo nos interesemos por los detalles anatómicos —ya se trate de una histerectomía, una caries o cicatrices de cirugía plástica— que puedan contribuir a identificar el cuerpo. Eran las descripciones que leía en los formularios de la NCIC sobre personas desaparecidas. Eran las características mundanas, y muy humanas, de las que yo dependía, puesto que a lo largo de los años había ido aprendiendo que no siempre se puede confiar en las joyas y otros efectos personales.

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