La jota de corazones (33 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

—Las últimas veces que la vi, la tensión se había acentuado. Acababa de terminar los estudios de derecho. El futuro se abría ante ella y era tiempo de tomar decisiones.

Empezó a sufrir problemas psicosomáticos. Colitis espástica. Le receté Librax.

—¿Te dijo alguna vez algo que te permitiera sospechar quién pudo haberlas matado?

—Ya pensé en ello, y estudié minuciosamente el asunto después de los hechos.

Cuando lo leí en el periódico, no podía creerlo. Había visto a Jill apenas tres días antes. No sabría decirte cuánto me concentré en todo lo que me había dicho. Tenía la esperanza de recordar algo, algún detalle que pudiera ser útil. Pero no ha sido así.

—¿Las dos escondían sus relaciones al mundo?

—Sí.

—¿No había ningún chico con el que Jill o Elizabeth salieran de vez en cuando, para guardar las apariencias?

—Me dijo que ninguna de las dos salía con nadie. No pudo tratarse de celos, a menos que hubiese algo que yo desconozco. —miró de soslayo mi bol vacío—. ¿Más chile?

—Sería incapaz.

Se levantó para cargar el lavavajillas. Estuvimos un rato sin hablar. Anna se desató el delantal y lo colgó de un gancho en el armario de las escobas. Luego llevamos las copas y la botella de vino a su madriguera.

Era mi habitación favorita. Estantes con libros ocupaban dos de las paredes, y en la tercera había una ventana mirador a través de la cual Anna podía contemplar desde su desordenado escritorio las flores que nacían o la nieve que caía en su pequeño patio trasero. Desde aquella ventana yo había visto florecer las magnolias en una fanfarria de blanco limón y había visto apagarse las últimas chispas brillantes del otoño.

Hablábamos de mi familia, de mi divorcio y de Mark. Hablábamos del sufrimiento y de la muerte. Desde el sillón orejero con gastada tapicería de cuero en el que ahora me sentaba, conducía a Anna por los entresijos de mi vida, al igual que había hecho Jill Harrington.

Eran amantes. Eso las relacionaba con las otras parejas asesinadas y hacía mucho más inverosímil la teoría de un ligue en el bar, y así se lo comenté a Anna.

—Estoy de acuerdo contigo —respondió.

—Fueron vistas por última vez en el Anchor Bar and Grill. ¿Te habló Jill de ese lugar?

—No citó el nombre. Pero me habló de un bar al que iban de vez en cuando, un sitio donde podían hablar. A veces iban a restaurantes apartados donde nadie las conocía. A veces daban largos paseos en coche. Por lo general, emprendían estas excursiones cuando se hallaban en mitad de una discusión altamente emocional acerca de su relación.

—Si aquel viernes en el Anchor tuvieron una discusión de este tipo, seguramente debían de estar alteradas, y puede que una u otra se sintiera rechazada y despechada apunté —. ¿Podría ser que una de las dos ligara con un hombre y flirteara con él para hacer reaccionar a la otra?

—No diré que sea imposible —respondió Anna—, pero me extrañaría mucho. Nunca tuve la impresión de que ni Jill ni Elizabeth se dedicaran a estos juegos. Más bien me inclino a sospechar que aquella noche, cuando hablaron, la conversación era muy intensa y ninguna de las dos prestaba atención a lo que las rodeaba, concentradas exclusivamente la una en la otra.

—Entonces, cualquiera que las observara pudo oír lo que hablaban.

—Ése es el riesgo que se corre cuando se mantienen conversaciones personales en público, y ya se lo había comentado alguna vez a Jill.

—Si tanto miedo tenía de que alguien sospechara de ellas, ¿por que se arriesgaba?

—Flaqueaba a menudo, Kay. —Anna cogió la copa de vino—. Cuando estaba a solas con Elizabeth, le resultaba demasiado fácil deslizarse hacia la intimidad. Abrazos, consuelos, lágrimas… y no se tomaba ninguna decisión.

Eso me sonaba a conocido. Cuando Mark y yo discutíamos, en su casa o en la mía, terminábamos inevitablemente en la cama. Luego, uno de los dos se iba y los problemas seguían en pie.

—Anna, ¿has pensado alguna vez que su relación podía tener algo que ver con lo que les pasó? —pregunté.

—Si acaso, creo que su relación aún contribuye a que resulte más insólito. Yo diría que una mujer sola en un bar con intenciones de ligar corre mucho más peligro que dos mujeres juntas que no quieren llamar la atención.

—Volvamos al tema de sus hábitos y costumbres —propuse.

—Vivían en el mismo edificio de apartamentos, pero no juntas, por guardar las apariencias. La cosa funcionaba. Podían llevar una vida independiente y reunirse por la noche en el apartamento de Jill. Jill prefería estar en su casa. Recuerdo que una vez me dijo que si su familia o quien fuera telefoneaba alguna noche y no la encontraba en casa tendría que dar explicaciones. —hizo una pausa para reflexionar—. Jill y Elizabeth hacían ejercicio, estaban en muy buena forma. Creo que corrían, aunque no siempre juntas.

—¿Por dónde corrían?

—Creo que había un parque no lejos de donde vivían.

—¿Alguna otra cosa? ¿Cines, tiendas, centros comerciales que acostumbraran frecuentar?

—No se me ocurre nada.

—¿Qué te dice tu intuición? ¿Qué te decía entonces?

—Me parece que Jill y Elizabeth debieron de tener una conversación difícil aquella noche. Seguramente querían estar a solas y las habría molestado cualquier intrusión.

—Entonces, ¿qué?

—Está claro que en un momento u otro aquella noche se encontraron con su asesino.

—¿Puedes imaginar cómo debió de suceder?

—Siempre he opinado que fue algún conocido, o al menos alguien de quien sabían lo suficiente para no desconfiar de él. A no ser que las secuestraran a punta de pistola una o más personas, ya en el aparcamiento del bar o en algún otro lugar al que fueron luego.

—¿Y si las hubiera abordado un desconocido en el aparcamiento del bar para pedirles que lo llevaran a alguna parte porque se le había estropeado el coche, o algo así?

Anna empezó a negar con la cabeza antes de que yo hubiera terminado.

—No concuerda con la impresión que me formé de ellas. A no ser, como digo, que se tratara de algún conocido.

—¿Y si el asesino se hubiera hecho pasar por policía, quizás, y las hubiera detenido para un control rutinario de tráfico?

—Ésa es otra cuestión. Supongo que incluso nosotras seríamos vulnerables a eso.

Anna parecía cansada, así que le di las gracias por la cena y por su atención. Sabía que nuestra conversación era difícil para ella. Traté de imaginar cómo me sentiría si estuviera en su lugar.

A los pocos minutos de llegar a casa, sonó el teléfono.

—Nada más irte he recordado otro detalle, aunque seguramente carece de importancia —me explicó Anna—. Jill me contó una vez que hacían crucigramas juntas cuando querían quedarse en casa las dos solas, las mañanas de domingo, por ejemplo.

Lo más probable es que sea un dato insignificante, pero se trata de una costumbre, de algo que hacían juntas.

—¿Con un libro de crucigramas o con periódicos?

—No lo sé. Pero Jill leía varios periódicos, Kay. Normalmente, siempre se traía algo para leer mientras esperaba la hora de la visita. El Wall Street Journal, el Washington Post.

Le di las gracias de nuevo y le dije que la próxima vez me tocaría a mí cocinar.

Luego telefoneé a Marino.

—Hace ocho años alguien asesinó a dos mujeres en el condado de James City. —Fui directa al grano—. Es posible que haya una relación. ¿Conoce al inspector Montana?

—Sí. Nos hemos visto alguna vez.

—Tenemos que reunirnos con él, revisar los casos. ¿Este hombre es capaz de mantener la boca cerrada?

—Que me cuelguen si lo sé —contestó Marino.

Montana era como su nombre: grande, enjuto, con unos brumosos ojos azules incrustados en una cara curtida y sincera, coronada por una tupida mata de pelo gris.

Su acento era el de un natural de Virginia, y en su conversación abundaban los «sí, señora». A la tarde siguiente, Marino, él y yo nos reunimos en mi casa, donde tendríamos intimidad y nadie nos interrumpiría.

Montana debía de haber gastado todo su presupuesto anual para película en el caso de Jill y Elizabeth, pues cubrió la mesa de la cocina con fotografías de sus cuerpos en el lugar del crimen, del Volkswagen abandonado en el motel Palm Leaf, del Anchor Bar and Grill y, curiosamente, de todos los rincones de los apartamentos de ambas mujeres, sin olvidar armarios ni despensas. Llevaba un maletín repleto de notas, mapas, transcripciones de entrevistas, gráficos, inventarios de evidencias y listas de llamadas telefónicas. A los policías que rara vez tienen homicidios en su jurisdicción se les ha de reconocer una cosa: los investigan minuciosamente; casos así sólo se presentan una o dos veces en toda su carrera.

—El cementerio está al lado mismo de la iglesia. —me acercó una de las fotos.

—Parece muy antigua —observé, admirando la pizarra y el ladrillo envejecidos por la intemperie.

—Lo es y no lo es. Fue construida en el siglo XVIII y se conservó muy bien hasta hace cosa de veinte años, cuando se incendió por culpa de un cortocircuito. Recuerdo que vi el humo mientras estaba de patrulla, y pensé que ardía la granja de algún vecino. No sé qué sociedad histórica se interesó por el edificio y lo restauró. Se supone que quedó igual que antes, por dentro y por fuera.

Se llega por esta carretera secundaria que ve aquí —señaló otra fotografía—, que está a menos de tres kilómetros al oeste de la carretera 60 y unos siete kilómetros al oeste del Anchor Bar, donde las chicas fueron vistas por última vez la noche anterior.

—¿Quién descubrió los cadáveres? —preguntó Marino, recorriendo con la mirada el despliegue de fotografías.

—Un celador que trabajaba para la iglesia. Llegó el sábado por la mañana para limpiar y dejarlo todo preparado para el domingo. Dice que nada más bajar del coche vio lo que le parecieron dos personas durmiendo en la hierba, a unos seis metros de la cancela del cementerio, por la parte interior. Los cuerpos eran visibles desde el aparcamiento de la iglesia. Por lo visto, al que lo hizo no le importaba mucho que los descubrieran.

—¿Debo suponer que aquel viernes por la noche no hubo ninguna actividad en la iglesia? —pregunté.

—No, señora. Estaba cerrada con llave. No había nadie.

—¿Sabe si la iglesia programa alguna vez actividades para la noche de los viernes?

—De vez en cuando. A veces, los grupos juveniles se reúnen un viernes por la noche, a veces ensaya el coro, cosas así. La cuestión es que, si el asesino eligió de antemano el cementerio para cometer los crímenes, no le encuentro ningún sentido. No podía contar con que la iglesia estuviera vacía, ésa ni ninguna otra noche de la semana. Ésta es una de las razones por las que enseguida sospeché que el asesino había elegido sus víctimas al azar, quizás en el bar. No hay mucho en estos casos que me haga pensar que los homicidios estaban cuidadosamente planeados.

—El asesino iba armado —le recordé—. Tenía un cuchillo y una pistola.

—El mundo está lleno de gente que lleva cuchillos y pistolas en el coche, e incluso encima —dijo, en tono desapasionado.

Recogí las fotografías de los cadáveres in situ y empecé a examinarlas detenidamente.

Las mujeres yacían sobre el césped a menos de un metro la una de la otra, entre dos lápidas de granito inclinadas. Elizabeth estaba boca abajo, con las piernas algo separadas, el brazo izquierdo bajo el estómago y el derecho extendido junto al cuerpo.

Esbelta, con una cabellera corta de color castaño, vestía tejanos y un suéter blanco, con el cuello manchado de rojo oscuro. En otra fotografía habían dado la vuelta al cadáver, la pechera del jersey empapada de sangre, los ojos con la mirada apagada de los muertos. El corte en la garganta era poco profundo y la herida de bala en el cuello no la habría incapacitado de inmediato, según leí en el informe de la autopsia. Fue la puñalada en el pecho lo que le causó la muerte.

Las lesiones de Jill eran mucho más devastadoras. Estaba tendida de espaldas, con la cara tan cubierta de sangre seca que no pude ver qué aspecto tenía en vida, salvo que llevaba corto el cabello, de color negro, y que tenía una nariz recta y bonita. Al igual que su compañera, era esbelta. Vestía tejanos y una camisa de algodón amarillo claro, ensangrentada, por fuera de los pantalones y abierta de un tirón hasta la cintura, de manera que dejaba al descubierto múltiples puñaladas, varias de las cuales le habían atravesado el sujetador. Tenía cortes profundos en manos y antebrazos. El corte del cuello era superficial, probablemente infligido cuando ya estaba muerta o casi muerta.

Las fotografías resultaban de gran valor por una razón básica: revelaban algo que no había podido averiguar ni por los recortes de periódico ni repasando los informes archivados en mi oficina.

Miré a Marino de soslayo y nuestros ojos se encontraron. Me volví hacia Montana.

—¿Qué se hizo de sus zapatos?

—Pues, mire usted, es interesante que lo mencione —respondió Montana—. Nunca he podido explicarme por qué las chicas se quitaron los zapatos, a no ser que estuvieran en el motel, se vistieran para salir y no quisieran molestarse en ponérselos.

Encontramos los zapatos y los calcetines dentro del Volkswagen.

—¿Hacía calor aquella noche? —preguntó Marino.

—Sí. Pero, de todos modos, lo lógico habría sido que se calzaran cuando se vistieron.

—No nos consta que entraran en ninguna habitación del motel —le recordé a Montana.

—En eso lleva razón —reconoció.

Me pregunté si Montana habría leído la serie del Post donde se revelaba que a las otras parejas asesinadas les faltaban los zapatos y los calcetines. Si la había leído, por lo visto aún no había establecido la relación.

—¿Tuvo mucho contacto con la periodista Abby Turnbull cuando preparaba su reportaje sobre los asesinatos? —le pregunté.

—Aquella mujer me seguía como una lata de conservas atada a la cola de un perro.

A cualquier parte que fuese, allí me la encontraba.

—¿Recuerda si en algún momento le dijo que Jill y Elizabeth iban descalzas? ¿Le enseñó alguna vez las fotografías del lugar del crimen? —pregunté, porque Abby era demasiado lista para olvidar un detalle como éste, sobre todo en vista de la importancia que había adquirido.

Montana respondió sin pararse a pensar.

—Hablé con ella, pero no, señora. No le enseñé las fotos. Y pensaba mucho lo que le decía. Ya ha leído usted lo que publicaron los periódicos, ¿verdad?

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