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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (28 page)

—¿Hijos?

—Tengo una hija mayor con la que no me llevo bien.

—Eso es duro.

—Lo es, cuando la veo.

—Yo tengo tres hijas y una mujer que lo son todo para mí, T.K.

—Escucha, Josh, es probable que sea cierto lo que el Chico dijo sobre la acusación de asesinato. Van a amenazarte con eso, pero solo para hacerte hablar. Te pedirán información sobre Dale y sobre mí, pero quiero que te hagas el tonto hasta que tengas un abogado, un abogado de la embajada estadounidense en Berlín. Cuando tengas representante legal y puedas negociar un trato ventajoso, diles todo lo que sepas. No te guardes nada. Ahora mismo no hemos herido a ningún policía y no estabas involucrado en el secuestro del hombre del piso franco. Yo les diré lo mismo. Quizá con eso te caigan de tres a cinco.

Josh Sutter pareció calcular aquella información. Los dos empezaban a aceptar que tendrían que rendirse. —Tres años es mucho tiempo, T.K. —No tanto como veinte.

—Tres años..., se puede perder a la familia en tres años. En cuanto a mi trabajo, el FBI se librará de mí en cuanto sepan que estoy metido en esto.

—Pues empiezas de nuevo, recuperas a tus crías, haces las paces con tu ex mujer, consigues un trabajo y sigues con tu vida. Tres años no es el fin del mundo.

—¿Crees que Jim sigue vivo?

—No lo sé, Josh.

—Quizá nos dejen ser compañeros de celda, bueno, para que pueda hablar con alguien. Es extraño pensar en eso, en darle una celda juntos a dos agentes del FBI.

Dieciocho minutos después de su partida, Ethan volvió. Respiraba con dificultad, como un boxeador entre asaltos.

—¡Vamos! —dijo, y se echó a Josh Sutter al hombro.

—¿A dónde vamos? —preguntó Malloy.

—He encontrado un buen sitio para esconderos. Espero que sirva para manteneros a salvo, al menos hasta que salga el sol.

—Entonces, ¿cuál es el plan? —Os lo diré cuando lleguemos.

El lugar que Ethan había encontrado los obligaba a apartarse de los árboles y cruzar un segundo prado. Después de eso, siguieron un sendero del parque hasta llegar a un enorme arbusto de rododendro. Se pasó un minuto cubriéndoles la cara y las manos de lodo, igual que había hecho él mismo con su cara, y después los ayudó a meterse bajo las pesadas ramas. Finalmente, los tapó con hojas. A no ser que una patrulla se metiese en el arbusto, estarían a salvo una hora aproximadamente, al menos hasta el alba.

—Kate quiere que tu gente de Berlín se reúna con nosotros en la E22, la carretera que va al norte desde Hoisburg. ¿Puedes conseguirlo?

—Claro, ¿dónde está Hoisburg?

—Por lo que ha podido ver, en medio de la nada. Tendríamos que estar allí más o menos al amanecer, hora arriba, hora abajo. Si llegamos más tarde, no lo lograremos.

—¿Cómo vamos a llegar?

—Tú consigue que estén allí; Kate y yo nos ocupamos del resto.

Malloy llamó a Jane, mirando la hora mientras esperaba a que respondiese. Eran las tres y media en Hamburgo, solo las nueve y media de la noche en Langley.

—¿Sí?

—¿Dónde está la gente de Berlín?

—De camino, ¿por qué? Malloy le dio las instrucciones de Ethan. —Llevamos a algunos heridos con nosotros. —¿Qué ha pasado? —Emboscada.

—Enviaré a un helicóptero médico.

—Ponlo a un par de horas al sur del punto de recogida. Si los alemanes se dan cuenta de que estamos heridos, caerán sobre nosotros.

—¿Os persiguen los polis?

—Solo unos cuantos cientos.

—Genial.

—Voy a estar ilocalizable un par de horas, Jane. Te llamaré cuando pueda.

—¿Están muy mal los heridos, T.K.?

—Un par son ambulatorios. El otro tiene una herida en el pecho. No es profunda, creo, pero la cosa podría ponerse seria si no lo tratan.

—Estoy aquí para lo que necesites.

Malloy colgó y miró a Ethan.

—Estarán allí.

—Mantened los intercomunicadores apagados hasta las cinco y media —repuso Ethan, mientras cogía las gafas de visión nocturna de Josh Sutter—. Tendréis que reservar las baterías.

CAPÍTULO OCHO

U
SSATLES-
B
AINS
(F
RANCIA
)

O
TOÑO DE 1932
.

LA AVENTURA DURÓ TRES SEMANAS. EN TODO AQUEL tiempo, fue como si Rahn no se apartase ni un momento de Elise. No era así, por supuesto, pero daba la impresión, porque ella siempre estaba presente en sus pensamientos. Solo importaba Elise. No hablaban del futuro, vivían en el perfecto presente o en el lejano pasado. Como en sus cartas del invierno anterior, el nombre de Bachman nunca surgió entre ellos, se pasaban las horas en melancólica adoración mutua. Iban en coche a las montañas, se bañaban en fríos arroyos, exploraban de la mano las cuevas del Sabarthés. Adondequiera que iban, ya fuese por encima o por debajo de la tierra, encontraban algún lugar secreto y tranquilo del que apoderarse. Se besaban y hacían el amor. Él llegaba al cuarto de Elise entrada la noche para dormir con ella y se iba antes de que amaneciese, por si los huéspedes murmuraban. Se volvían a reunir un par de horas después, en el desayuno. Mientras tomaban pan con mermelada y café, planificaban la excursión del día.

Cuando hablaban, siempre era para alabar el momento. ¿Alguna vez se habían sentido tan vivos? ¿Por qué la comida sabía tan bien? ¿Había alguna emoción comparable a lo que sentían al verse? Eran como recién casados, con el idioma eterno de los amantes que nunca se habían imaginado que algo tan perfecto y maravilloso pudiese suceder...

Su único pesar era no haber sucumbido antes al deseo. A veces, en los momentos de silencio, se imaginaban que el otro pensaba en la tormenta venidera, pero ninguno lo reconocía. «¿En qué estás pensando?». «En lo feliz que soy aquí, ahora». «¿De verdad?». «¿De verdad eres completamente feliz conmigo?». Dichas preguntas solo podían responderse con besos. Solo los amantes pueden estar tan ciegos a lo inevitable.

Cuando Bachman regresó de Berchtesgaden, voló hasta Carcasona y alquiló un coche con chófer para hacer el resto del camino. Fue un largo día de viaje y llegó al pueblo de noche. Desde el vestíbulo del hotel, entrando con el mismo sigilo que un ladrón, los vio juntos en el bar, mirándose en silencio. No tuvo que mirar al camarero, al que había pagado para que vigilase, para cerciorarse, ya que vio la verdad en el rubor de vergüenza que se extendió por el rostro de Rahn. Lo vio también en la forma en que se desvaneció la sonrisa de su mujer.

Los oscuros ojos de Bachman se volvieron hacia Rahn, acusadores. ¡Él tenía la culpa! Rahn se quedó paralizado al lado de Elise, y Bachman supo que todo había empezado en cuanto él salió por la puerta. Solo necesitaban la oportunidad, y lo habían convertido en cornudo en cuanto se había dado la vuelta.

Se le ocurrió que debía matarlos a los dos. Puede que lo hubiese hecho de haber estado armado en aquel momento. Sin embargo, dada la situación, se recobró (se tragó la rabia y la humillación) y subió a su cuarto. Sabía controlar sus pasiones, ¡todavía podía hacerlo! Esbozó una sonrisa forzada, fría, cruel y llena de sabia ironía. ¡Era lo que esperaba de ellos, sin duda! ¡Todas aquellas charlas sobre la pureza no eran más que un engaño! ¿Cómo iban a decepcionarlo con su comportamiento, si él sabía desde el principio lo que sucedería? Solo necesitaban tener la oportunidad. ¿Dónde estaba la traición si nunca había confiado en ellos?

Elise siguió a su marido al dormitorio sin decirle nada a Rahn. Por la mañana, con las maletas hechas, dejaron el hotel sin dar explicaciones. Rahn los observó desde su diminuto y lúgubre despacho para ver cómo se comportaba Elise. Bachman no parecía obligarla a ir con él, ella lo hacía por voluntad propia. No dedicó una última mirada anhelante al Des Marronniers, ni siquiera echó un vistazo al pintoresco pueblo de Ussatles-Bains, cuando hacía una semana le había dicho que lo adoraba porque pertenecía a los dos. Simplemente esperó a que su marido le abriese la puerta, mientras se miraba los pies. Subió al Mercedes y se miró las rodillas. Al alejarse, el polvo cubrió la carretera durante unos segundos y borró al coche del paisaje.

Los días posteriores a la partida de Elise fueron casi imposibles de soportar. Rahn deseó tener el valor necesario para suicidarse. Más adelante, al intentar pensar en los primeros días de su ausencia, no recordaba nada. Era como si hubiese muerto durante un tiempo. Casi quince días después de que se hubiesen ido, cuando ya seguramente estaban en Berlín, Rahn consideró que debía escribir una carta, aunque solo fuese para dar explicaciones. No llegó más allá de la fecha. No tenían futuro. Elise había hecho su elección. Además, si fuese lo bastante estúpido para escribirle, ¿qué le podía decir? ¿Cuándo habían servido las palabras para cambiar el pasado?

M
ICHELSTADT
(A
LEMANIA
)

E
NERO DE 1933
.

Al final de la temporada, solo unas semanas después de la partida de Bachman y Elise, Rahn cerró el Des Marronniers y, con el último recibo en la mano, volvió a Alemania. Dejó varias cuentas sin pagar detrás, pero no le importaba, no tenía intención de regresar.

Sabía que todavía podía conseguir trabajo enseñando idiomas en alguna escuela profesional, aunque no era un trabajo de verdad y estaba harto de él. Quería..., no sabía lo que quería, así que se fue a casa. Sus padres notaron enseguida el cambio que se había producido en él. Estaban preocupados, pero se callaron durante un tiempo. Finalmente, su padre llegó al límite de su resistencia después de unas cuantas semanas de actitud huraña y le dijo a su hijo:

—¡Ya tienes casi treinta años, Otto! ¿Qué piensas hacer con tu vida?

A pesar de todos los sueños y ambiciones del año anterior, solo pudo responder que no lo sabía.

—¡Dime que no piensas malgastar tu vida buscando tesoros enterrados!

—Eso se ha acabado.

—¡Eso esperaba! Hijo, en el mundo real, los hombres se ganan su fortuna. ¡No la desentierran! —Lo sé.

Y era cierto. Al menos, eso lo había aprendido bien.

Una mañana, unos cuantos días después, se sentó y empezó a escribir. No habría sabido decir qué lo motivaba, porque sin duda no eran los comentarios de su padre. Sin embargo, más tarde Rahn comprendería que la pérdida y el vacío habían despertado en él el impulso de celebrar los últimos días de un mundo condenado, antes de que una guerra lo destrozase para siempre. Empezó con una descripción del cielo que se veía en el sur de Francia..., un azul que solo había visto en los Pirineos. Una página después siguió escribiendo, sin más.

Escribía durante muchas horas seguidas, dejando para después las notas y la investigación. Escribía no como el académico de formación que era, sino como un poeta. Obviamente, había fuentes y citas, no se trataba de un mundo de fantasía que no había existido, pero tampoco era el seco material de las páginas de historia. Estaba lleno de pasión, con un estilo que era síntesis de historia, poesía y pura indignación narrativa. Llamó a su libro Cruzada contra el grial sin tan siquiera decir lo que pensaba sobre la verdadera naturaleza del mismo. No se dedicó a especular sobre tesoros enterrados o el destino del grial, aquellos temas eran para otros escritores, gente que no hubiese empleado el tiempo necesario en averiguar la verdad. En vez de ello, dibujó retratos íntimos de la aristocracia, de sus aventuras amorosas, de intrigas políticas, de las condiciones económicas de las regiones y de la heroica ilustración que había bendecido a la tierra de los cataros, situándola por encima del resto de Europa en aquella época. Habló sobre la fe y el amor, y sobre caballeros que escribían poesía. Describió un mundo en el que los judíos no solo podían vivir libremente, sino que, además, enseñaban a los hijos de los cristianos y a nadie le parecía extraño. Habló sobre mujeres que eran sacerdotes y sobre amores que nunca se consumaban.

Describió la topografía, las cuevas infinitas bajo la sierra del Sabarthés y, por supuesto, todos los castillos cuyas ruinas salpicaban el accidentado paisaje del sur de Francia. Describió la lanza ensangrentada que había visto pintada en la Grotte de Lombrives, pero no especuló nada sobre ella, ni siquiera incluyó una teoría que la relacionara con el amor cortés y el deseo eterno del espíritu que parecía representar. Dibujó el mundo que amaba en sus últimas horas de vida y, aunque todo pasó cuando cayó la postrera fortaleza, hacía ya siglos, le daba la impresión de estar escribiendo una autobiografía.

P
ARÍS 1934-35
.

Transcurrió menos de un año entre aquellas mágicas primeras palabras y la publicación de su libro. Tal como imaginaba, el libro despertó algún interés entre los críticos: su estilo era original y la profundidad de sus conocimientos iba más allá de cualquier otra cosa que se hubiese publicado sobre los cataros. Por supuesto, las ganancias no cubrieron los años pasados sobre el terreno para aprender sobre el tema, pero era de esperar. Un libro como aquel suponía otro tipo de recompensas.

Una vez terminado el manuscrito, mientras intentaba venderlo, Rahn volvió a enseñar en las escuelas profesionales. Obtuvo algunos trabajos pagados como traductor e incluso flirteó con el cine, ya que llegó a escribir el guión de una de las nuevas películas sonoras que se rodaban en Berlín y tuvo un pequeño papel como actor en otra. Al publicarse su libro empezó a aspirar a cosas mejores: solo tenía treinta años y toda la vida por delante. Siempre había soñado con convertirse en crítico literario en algún momento, pero sus años de vagabundeo por los Pirineos lo habían apartado de los círculos apropiados. Las buenas reseñas y modestas ventas no tenían la fuerza suficiente para sacarlo del anonimato.

Una noche, en la primavera de 1935, mientras pasaba unos meses en París preparando la edición francesa del libro, Rahn recibió un sobre con matasellos de Berlín en su hotel. Al abrirlo encontró un buen fajo de billetes y una carta en la que alguien se ofrecía a promocionar su carrera si acudía al número 7 de Prinz Albrechtstrasse de Berlín.

En sus horas de soledad, los escritores son víctimas de multitud de fantasías. Creen de corazón que el libro en el que trabajan lo cambiará todo. Los rencores, los fallos morales, los defectos físicos, todo se desvanecerá cuando el libro imaginado se haga realidad. Después, al darse cuenta de que la vida sigue siendo el mismo sinsentido que antes, se sienten perplejos. Ante su incredulidad, el libro de olvida, los ejemplares no se venden y nadie habla de lo que ellos han tardado años en crear. El autor, entonces, se refugia en los elogios de algún crítico de periódico y consuela su herido espíritu con la esperanza de que, aunque perdido para su época, el libro sea reconocido en una edad futura.

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