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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (29 page)

Sin embargo, ¿dinero en un sobre y una carta anónima de un admirador que prometía acelerar su carrera? ¡No se le habría ocurrido ni en sus fantasías más demenciales! Rahn se no, se guardó los Reichsmarks y tiró la carta. ¡Tenía trabajo que hacer! La edición francesa, que había traducido él mismo, era importante, una segunda oportunidad en realidad. De no haber sido por el dinero del sobre, habría pensado que se trataba de la broma de un amigo. Pero el dinero era muy real. Se dijo que, sin duda, sería un loco o un homosexual. Volvió a coger la carta antes de irse a dormir aquella noche. La miró un Poco más a la mañana siguiente. Estaba escrita en papel bueno e carta y la letra indicaba buena cuna. Aunque demasiado leve para revelar nada, le parecía que el lenguaje estaba bien escogido, que era incluso elocuente. Así que no era un loco.

Probablemente un homosexual, o puede que... un mecenas. ¿De verdad existían seres como aquellos en los tiempos modernos?

B
ERLÍN
(A
LEMANIA
)

V
ERANO DE 1935
.

En cualquier caso, Rahn ya tenía pensado visitar Berlín más adelante, durante el verano, así que, ¿por qué no pasarse por la dirección y ver qué quería el remitente anónimo? En el peor de los casos, bastaba con decirle que no estaba interesado.

Se alojó en una pensión barata y se dirigió al número 7 de Prinz Albrechtstrasse, que resultó ser un edificio del Gobierno. Rahn estuvo a punto de dar media vuelta, seguro de que la carta era una broma de algún amigo de la universidad con más dinero que sentido del humor, pero después pensó que nadie enviaba dinero suficiente para un viaje entre París y Berlín solo por gastar una broma. Por si pudiera haberse tratado de un error con la dirección, de algún detalle que le faltase, entró y preguntó.

El policía uniformado de la recepción lo saludó sin emocionarse, aunque su expresión cambió en cuanto Rahn dio su nombre y enseñó la carta. Le suplicó al doctor Rahn que esperase un momento. Después de una apresurada llamada telefónica entre murmullos que dejó a Rahn bastante inquieto, apareció un oficial militar.

—¡Sígame, doctor Rahn! —le pidió.

Casi era como el tono de un policía que se preparaba para detener a alguien, así que, a pesar del placer que le suponía que se dirigiesen a él de aquella forma tan halagadora, Rahn se empezó a arrepentir. ¿En qué se había metido?

—Me preguntaba si podría decirme... —dijo detrás del oficial.

—¡Por aquí, por favor! —lo interrumpió el joven, al que, al parecer, habían indicado que no explicase nada.

Recorrieron varios pasillos y llegaron a un ascensor en el que montaba guardia un cabo. Dentro del ascensor, todavía con su escolta, Rahn examinó el uniforme. Le pareció muy bonito, muy moderno; la antigua runa de las SS en el cuello le resultó muy atractiva. Por supuesto, sabía que las letras correspondían a Schutzstaffel (división de seguridad) y que lo que antes fuera una pequeña facción dentro del ala militar del Partido Nazi se había convertido en una organización poderosa por derecho propio. Encargada en principio de la seguridad del Führer, las SS eran ya como la guardia pretoriana que servía al emperador en la antigua Roma: una fuerza de soldados de élite que respondía directamente ante el emperador. En los días del Imperio Romano, el comandante de la guardia pretoriana era el segundo hombre más poderoso del Imperio, y, al parecer, el comandante de las SS, un joven llamado Heinrich Himmler, estaba a punto de convertirse en más o menos lo mismo. En el dedo del joven oficial, Rahn vio un anillo con una calavera en el centro. Había visto el mismo anillo en el dedo de un civil, en el tren que lo llevaba a Berlín.

—Tiene un anillo muy interesante —le dijo en tono amistoso.

El oficial se lo agradeció sin mayor interés, así que Rahn se contentó con mirar la puerta del ascensor hasta que se abrió. —Por aquí, doctor...

Llamó a la puerta de un despacho y una voz respondió desde el interior: —¡Entre!

El oficial abrió la puerta, saludó a un civil que estaba sentado a un enorme escritorio y anunció que el doctor Rahn esperaba para ver al Reichsführer. El hombre se levantó, casi de un salto, rodeó el escritorio a toda prisa y llamó a otra puerta. Poco después apareció Heinrich Himmler.

Rahn reconoció a Himmler de inmediato, desconcertado. Creía..., bueno, ¡no podía creerse que uno de los hombres más poderosos de Alemania deseara promocionar su carrera! Himmler tenía treinta y tantos años, solo tres o cuatro más que Rahn. Tenía el pelo oscuro y, aunque era bastante delgado, parecía enérgico. Su barbilla era más pequeña de lo normal y los ojos estaban algo juntos, pero, aun así, causaba una buena impresión. En primer lugar, porque era educado y elocuente. En segundo, porque, por sus modales, se notaba que había nacido en la aristocracia. Sin embargo, Rahn no estaba preparado para el entusiasmo de Himmler por Cruzada contra el grial. La visita de Rahn era de una importancia indescriptible para él, y se lo hizo saber de muchas formas. De hecho, fue como si a Rahn lo atropellase un tren salido de la nada: después de pasar por un laberinto de pasillos gubernamentales preguntándose si lo detendrían, de repente estaba escuchando a Heinrich Himmler decirle que había escrito el libro más importante del siglo XX. Y el Reichsführer lo había leído. No quería hacer alarde de sus conocimientos delante de un experto, claro, pero sus preguntas demostraban cierto grado de comprensión e investigación.

Hablaron durante casi tres cuartos de hora; era como si Himmler no tuviese nada mejor que hacer que pasar el rato hablando sobre los cataros. Finalmente, sacó el asunto de la carrera de Rahn. Por lo que tenía entendido, el doctor Rahn se había visto obligado a trabajar a tiempo parcial en varios lugares para poder financiar su escritura, ¿era cierto? Rahn reconoció que el adelanto de su editorial había sido modesto, al igual que las ventas.

—Pero, ¿está interesado en seguir con su carrera de escritor e historiador? —le preguntó Himmler.

—Estoy interesado. Lo que no sé es si podré permitírmelo.

—¿Y si formase parte de mi personal privado con, digamos, el salario de un capitán? —preguntó Himmler sonriendo—. Podría darle también un despacho y una secretaria. ¿Estaría interesado?

—Estaría muy interesado. Por supuesto, tendría que conocer la naturaleza de mis obligaciones...

—¡De eso se trata, doctor Rahn! No tendría más obligación que realizar las investigaciones que desee —ante la mirada de incredulidad de Rahn, añadió—: además de un despacho y una secretaria, y según la naturaleza de los proyectos que decida desarrollar, se le ofrecerían amplios fondos para viajes e investigaciones, incluso para expediciones, si deseara hacer alguna.

Rahn intentó controlar su emoción, aunque no pudo evitar preguntar:

—¿Lo dice en serio?

Himmler sonrió. Lo decía muy en serio.

S
TADTPARK
(H
AMBURGO
)

D
OMINGO, 9 DE MARZO DE 2008
.

Las primeras brigadas armadas entraron en el parque menos de una hora después de que la policía estableciese el perímetro. Llevaban gafas de visión nocturna y se movían con precisión militar. Ethan, que había estado corriendo entre distintos puntos de observación, abrió fuego contra los flancos de la brigada y después corrió hasta una posición al otro lado del parque, donde había un pantano. Encontró a un segundo equipo organizándose en el perímetro, a unos doscientos metros de distancia, y les disparó también, dando en focos y acero más que nada.

En la tercera área de entrada rompió un par de faros más y volvió al centro del parque, donde estaban los árboles más altos.

—¿Qué hace? —preguntó Sutter cuando escuchó los disparos.

Malloy no lo sabía, pero, cuando oyó que Ethan seguía disparando desde distintas posiciones, respondió:

—Da la impresión de que quiere hacerlos pensar que los tres estamos repartidos por el terreno y defendiendo nuestra posición.

—¿Y qué gana con eso?

—Tiempo.

—¿Es uno de los tuyos, T.K.?

—¿Te refieres a si es contable?

—Sí, un contable del Departamento de Estado.

—No, él y la Chica trabajaban en operaciones secretas para Dale... Trabajo como contratistas, según creo.

—Esa Chica es una belleza, ¿verdad? Bueno, incluso con un chaleco antibalas y equipo de combate... estaba... es decir. .. ¡si no estuviera casado!

—Me parece que te sientes mejor, ¿no?

—Salvo por el frío, el dolor en el pecho y las náuseas, sí, estoy perfectamente.

Poco después, Malloy dijo:

—Acabo de recordar que cumplí los cincuenta a medianoche.

—¡Tío! —exclamó Sutter, riéndose en silencio, aunque le costó bastante—. ¡ Y yo pensaba que lo de la bala en el pecho era grave!

—¿Sabías que Patton tenía cincuenta y seis al inicio de la Segunda Guerra Mundial? Dicen que el viejo cabrón estaba deseando venir para meterse en la batalla.

—Supongo que antes los hombres eran más duros.

—Sin duda.

—¿Crees que Patton tuvo miedo alguna vez, T.K.? —Todo el mundo tiene miedo, Josh, incluso el viejo Sangre y Tripas.

—Cuando cumpla los cincuenta... ¿Qué?

—Iba a decir que no me gustaría estar haciendo cosas como esta, pero lo cierto es que quizá los cumpla en la cárcel. Para eso faltan... doce años. —Se quedó callado un momento—. Visto así —susurró—, estar sobre el terreno a los cincuenta y que te disparen..., bueno, me parece fantástico.

—No me digas que de verdad te gustaría acabar haciendo trabajo de despacho a los cincuenta.

—No me digas que de verdad te gusta esto.

—Esto exactamente no, pero... no lo sé. Incluso esto es mejor que hacer papeleo mientras los críos están en la calle divirtiéndose.

—Cuando te conocimos, ¿sabes lo que dijo Jim? Dijo: «¡Contables! Todos los que he conocido están como regaderas».

A las cinco, los tres equipos de tanteo ya se habían adentrado en el parque. En veinte minutos tuvieron a dos helicópteros dando vueltas sobre la zona y habían doblado el número de efectivos en tierra. En vez de correr o esconderse mientras cedía terreno, Ethan subía. Oyó a dos brigadas pasar bajo él, pero no podía seguir vigilándolas, porque las baterías de las dos gafas de visión nocturna se habían agotado. Un helicóptero flotó durante unos segundos sobre él, pero miraban al suelo, no a los árboles. Un par de segundos después, siguió adelante.

A las seis, con el sol todavía a unos treinta minutos, la policía se había hecho con el parque. Ethan oía el ladrido de las conversaciones por radio, en las que se notaba la frustración y el miedo de, quizá, haber dejado escapar a su presa de algún modo.

Cuatro patrullas pasaron por el estrecho sendero junto a la posición de Malloy y Sutter a última hora de la noche. Después de la última, Malloy encendió el intercomunicador, como le habían dicho, y oyó la respiración tranquila de Ethan. —¿Cómo vamos? —preguntó.

Ethan no respondió, pero Malloy oyó un solo golpecito.

—¿No puedes hablar?

Dos golpecitos: no.

Veinte minutos después, Ethan dijo:

—Vais a tener que moveros dentro de exactamente dos minutos. Dirigíos al norte cruzando el sendero y a través de los árboles. Kate nos recogerá en el prado dentro de tres minutos.

Como se acercaba otra patrulla, Malloy prefirió no hablar. Dio un golpecito. Mensaje recibido. Contó hasta sesenta y le tapó la boca a Sutter antes de despertarlo.

—Vamos a salir corriendo.

—No puedo, T.K., estoy acabado.

—No me obligues a cargar contigo, Josh. Recuerda que soy un anciano.

—T.K., no puedo hacerlo.

Oyeron al jefe de la patrulla decir algo. Uno de los miembros de la brigada corrió rápidamente hacia ellos. Malloy mantuvo la mano en el Kalashnikov y rezó por no tener que usarlo. El jefe gritó:

—¡Mira debajo de esos arbustos!

Malloy quitó el seguro y estaba a punto de rodar para salir de los arbustos cuando una granada estalló al otro lado del parque. Segundos después llegó un informe por la radio: —Todas las unidades a...

Otra granada y después una tercera, cada una en un sector distinto. Toda la brigada salió corriendo detrás del sonido de la granada más cercana, y Malloy sacó a Josh de entre las pesadas ramas del rododendro.

—¡Vamos! —susurró, poniendo al joven en pie—. ¡No te rindas ahora!

Kate entró con el Bonanza A36 por el oeste a una velocidad de casi ciento cincuenta nudos. Después de dejar atrás los últimos árboles que rodeaban el parque y asegurarse de que seguía con precisión las coordenadas que le había dado Ethan, bajó los flaps y las ruedas a la vez. El efecto era como pisar los frenos. Observó cómo caía en picado la aguja del variómetro y durante un momento se limitó a flotar sobre la tierra oscura, orientándose con las gafas de visión nocturna. Se dio con fuerza contra el suelo, rebotó más de lo que había calculado, ajustó los flaps y aterrizó bien a la segunda. Iba muy deprisa, y el suelo era relativamente plano y regular. Vio una brigada policial avanzando hacia ella desde los árboles que tenía a su derecha; la apuntaron con una luz, pero nadie dio la orden de abrir fuego.

Mientras el avión seguía moviéndose, Kate le dio la vuelta a la cola haciendo una especie de pirueta al rebotar en el suelo y volvió por donde había venido.

Ethan alcanzó a Josh y Malloy justo cuando cruzaban el sendero y entraban en el prado. Tiró el Kalashnikov, se echó a Josh al hombro y empezó a correr hacia el avión. Alguien disparó desde más allá del aparato, pero era una pistola y no estaban a su alcance. Kate aceleró y después frenó para cubrirlo.

Un foco bailó sobre él mientras oía los disparos de un par de pistolas más. Malloy, que iba unos cuantos pasos por detrás, empezó a devolver los disparos uno a uno con su Kalashnikov. Cuando Ethan consiguió meter a Josh en el avión y saltó detrás de él, Kate pisó el acelerador. Malloy tiró su arma y empezó a correr. Oyó armas más grandes a los lejos y se dio cuenta de que las balas le pasaban rozando. Entonces, una de ellas le dio en la espalda, se tambaleó y estuvo a punto de caer. Oyó más disparos desde otros puntos. Kate se quedaba sin espacio e iba a tener que acelerar si quería librarse de los árboles del final del prado. Consiguió llegar hasta el avión en movimiento y se lanzó a través de la puerta abierta, agarrándose a la mano que le ofrecía Ethan. Este chilló de dolor, pero no lo soltó. Tres balas dieron en el fuselaje antes de que Ethan gritara:

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