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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (43 page)

Aquella noche, mientras se preparaban para acostarse, Bachman le dijo a Elise que estaba preocupado por Rahn, y ella intentó consolarlo. Las cosas mejoraban, apenas se había emborrachado, ¿verdad? Y parecía ir en serio con la chica, Astrid. Mientras lo decía, se le ocurrió que, efectivamente, Rahn hablaba de ella con una seriedad lúgubre, incluso se preguntó si no sería una broma morbosa, una oscura referencia al suicidio. Algo terrible acechaba tras sus ojos cuando hablaba de ella, y Elise se preocupó, porque, a pesar de todo, lo amaba.

—No estoy seguro de que pueda salvarse a estas alturas, Elise. Himmler ha ordenado una investigación. Tengo órdenes de no decirle nada, pero la situación es muy delicada, y nuestro amigo podría perderlo todo.

—¿Por qué? ¿Tan terrible es lo que haya hecho?

—No es lo que ha hecho, es lo que es. —Al ver que ella lo miraba, desconcertada, añadió—: Se teme que haya estado ocultando cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—Que es judío, en primer lugar. Respondió con evasivas cuando lo presionaron para que entregase los documentos que prueban su pureza racial, así que Himmler ha decidido que tiene algo que esconder. Ha solicitado que alguien le eche un vistazo en profundidad a la historia de su familia.

Como entre sus propios antepasados había judíos de Europa oriental que habían tenido éxito en los negocios tras su llegada a Alemania, Elise se estremeció de miedo. ¿A eso habían llegado? ¿A desenterrar las historias familiares?

—Creo que ésta debería ser nuestra última cena con Otto durante un tiempo —comentó Bachman—. Deberíamos apartarnos un poco, por si el informe confirma lo peor.

—¿Y qué le decimos a Sarah? ¡Quiere mucho a su tío!

—Dile lo que le has dicho otras veces, que tiene trabajo y no puede venir con tanta frecuencia como antes.

—¡Pero estás hablando de cortar en seco sus visitas!

—Si resulta ser judío, Elise, ninguno de nosotros puede tener nada que ver con él, ¡y menos Sarah!

S
OGLIO
(S
UIZA
)

J
UEVES, 13 DE MARZO DE 2008
.

El pueblo de Soglio estaba en la falda de una montaña que daba al valle Bregallia y a los glaciares perennes que culminaban la sierra del Piz Cengalo y el Piz Badile. El pueblo se había creado hacía trescientos o cuatrocientos años y estaba construido en su mayor parte con piedras grises y madera vieja. En el centro estaba el hotel Salis, antes el Palazzo Salis. El hotel llevaba funcionando más de un siglo, aunque el nombre de Salis era uno de los más antiguos de la región. La familia había hecho fortuna vendiendo soldados mercenarios suizos a los monarcas de Europa.

Había una sola carretera que subía por la montaña a través de exuberantes arboledas de enormes castaños y llegaba a una gran zona de aparcamiento a las afueras del pueblo. Para ir en coche por la aldea hacía falta un permiso especial. En aquella época del año, un día frío y soleado de marzo, el aparcamiento estaba prácticamente vacío, salvo por los coches de los treinta o cuarenta residentes fijos.

El hotel Salis estaba abierto, por supuesto. Era un palacio del siglo XVII con habitaciones para huéspedes que prometía buena cocina. En la parte delantera del edificio había una plaza en la que convergían tres callejones adoquinados. En la parte de atrás había un jardín con los dos árboles más altos de Europa: secuoyas traídas de vuelta al hogar por los emigrantes a finales del XIX. Más allá del jardín se veía una enorme ladera arbolada.

En marzo de 1997, Roland Wheeler llevó a su hija allí para reunirse con su padrino, Giancarlo Bartoli. Padre e hija pasaron la noche en el hotel, y Giancarlo cruzó la frontera italiana en coche a la mañana siguiente y se reunió con ellos en la habitación de Kate.

Kate pidió la misma habitación que en aquel viaje y, sorprendentemente, pasó una noche muy cómoda. Sin duda era por el aire fresco de la montaña y aquel silencio que tan poco experimentaba la gente moderna. Tomó un desayuno ligero a la mañana siguiente y volvió a su cuarto, cojeando con las muletas. Una vez allí se sentó y esperó al hombre en el que antes confiaba como en un padre.

Giancarlo llegó con un conductor y un guardaespaldas adicional. Su Mercedes verde oscuro no tenía permiso, pero nadie le pidió a su chófer que lo apartase cuando aparcó en medio de la plaza. Giancarlo parecía incómodo al cruzar la calle. Envió a uno de los guardaespaldas a la habitación de Kate, y Kate pensó que el hombre pensaba matarla, pero no era más que simple paranoia. A Giancarlo no le gustaba estar tan cerca de sus crímenes.

El guardaespaldas dijo que tenía que examinar el cuarto antes de que el signor Bartoli subiese. Kate le permitió hacerlo con libertad. Después de buscar dispositivos de grabación y armas tanto en ella como en la habitación, pasó un escáner electrónico por las paredes, en busca de cualquier dispositivo de transmisión. Una vez hubo acabado, cogió el móvil de Kate y bajó. Unos minutos después, Giancarlo subió las escaleras y entró en el cuarto de Kate. El anciano examinó el lugar con curiosidad, al parecer rebuscando en sus recuerdos, y al final asintió, como si apreciase el sentido de la ironía de su ahijada. Sí que era la misma habitación en la que le había prometido encontrar al asesino de Robert Kenyon.

No se besaron, como hacían siempre. Giancarlo se quedó junto a la puerta, incómodo, y dejó el móvil de Kate en una mesa cercana. Ella se quedó sentada en su silla. Sin sonrisas ni saludos.

—¿Maté yo a Robert? —le preguntó él esbozando una sonrisa falsa.

El mensaje de Kate decía que conocía la identidad del asesino de Robert y que quería reunirse con él en Soglio, en el hotel Salis, a las diez en punto de la mañana del jueves.

—Nadie mató a Robert —respondió ella—. Ya lo sabes, y ahora lo sé yo también.

El anciano esbozó una sonrisa casi auténtica.

—¿Ahora es cuando te digo que no sé de qué me hablas?

—No lo hagas —repuso ella, notando que la furia ante aquella traición la ahogaba—. No sigas mintiendo. Mátame si quieres, ¡pero deja de mentir!

—De acuerdo. Robert está vivito y coleando. ¿Contenta?

—Casi. Quiero saber por qué.

—Es una historia antigua —repuso Giancarlo sacudiendo la cabeza—. Ya no tiene importancia. —Para mí sí.

—Algunas personas de la Cámara de los Lores empezaron a investigarlo. Se decía que iban a acusarlo de traición.

—Me dejaste subir a esa montaña, sabiendo que me matarían. .., y todo por un traidor.

—¡No! Ayudé a Robert a solucionar sus problemas financieros. No me dijo que tú formabas parte de su desaparición.

—Fue un asesinato, no una desaparición.

—Luca y yo sabíamos lo del dinero, pero Robert se encargó del resto él solo. De haberlo sabido...

—Lo sabías. Lo vi en tus ojos el día de la boda. Pensé... ¡pensé que te habías puesto sentimental! Y no, era porque lo sabías.

—¡Sabía que te rompería el corazón! ¡Sabía que pensaba dejarte viuda!

—Viuda y pobre.

—Tú nunca has tenido problemas económicos, Katerina —repuso el anciano apartando la vista.

—Fue por el dinero, ¿verdad? Por eso se casó conmigo. Vio que acababa de hacerme con un fideicomiso de diez millones de libras, ¡y se lo llevó porque podía hacerlo! —A Robert le importabas mucho.

—A Robert solo le importa Robert. Lo que no puedo comprender es por qué tú no lo ves.

—¡He visto el cariño en sus ojos! ¡Lo que le dolió perderte!

—Deja que te cuente lo mucho que le duele: envió a unos asesinos a matarme en Hamburgo.

—¡Porque no dejabas de buscar a su asesino! ¡Te dije...!

—Dime dónde encontrarlo.

—No puedo.

—¡Me lo debes!

—No puedo traicionar un juramento. —¿Un juramento?

—Hice un juramento sagrado, igual que él —explicó Giancarlo—. No podemos romperlo, Katerina. No sé si lo entenderás, pero no puedo romperlo.

—Me parece que, hagas lo que hagas, estarás rompiendo un juramento sagrado. ¿Recuerdas estar en la casa de Dios y jurar protegerme si les pasaba algo a mis padres? ¿Recuerdas ese juramento? —Bartoli no respondió—. Mi padre y mi madre están muertos, Giancarlo. ¿Dónde está mi protección?

—Katerina...

—¡No soy tu pequeña Katerina! Ya no. Haz honor a tu juramento, ponte de mi lado, como un padre haría con su hija. ¡Dime dónde está!

—¡No sabía que pensaba hacerte daño!

—¿Estamos hablando de la primera o de la segunda vez que intentó matarme? ¿Estaba él allí? ¿Estaba en Zúrich observándonos mientras hablábamos? ¿Observándome?

—Deja que hable con él. Si aceptas dejarlo correr...

—No, no acepto nada. Su palabra y su juramento no valen nada. Dime dónde encontrarlo y terminarán tus obligaciones conmigo. Créeme, nunca más te pediré nada.

Giancarlo no respondió. A ella le pareció un hombre perdido en una encrucijada.

—¿Qué quieres? —le preguntó ella, al ver que no rompía su silencio—. ¿Quieres dinero? ¿Quieres... no sé... diez millones de euros? ¿Veinte? Ya sé lo importante que es para ti tener «suficiente» dinero. ¡Dios no quiera que lo pierdas todo y acabes en la cuneta!

—¿Hemos acabado? —preguntó él reaccionando al insulto con una mirada fría y oscura.

—No, tú y yo no habremos terminado hasta que me digas dónde está.

—¿Me estás amenazando?

—¿De verdad quieres ir a la guerra por un hombre que asesina a sus amigos? ¿Quieres saber por qué sigo con vida? Porque Robert es avaricioso. Podría haberme asesinado y poner fin a sus problemas, pero vio la oportunidad de hacerse con el dinero de Jack Farrell y no pudo resistirse. ¿Te contó esa parte, la parte en que asesinó a su propio primo para poder robarle quinientos millones de dólares?

—¡Eso no es cierto! Jack está...

—Jack está muerto. ¿No lo sabías? ¿Creías que se había escapado? Deja que te diga la verdad sobre tu amigo, el buen lord Kenyon: si supiera que podía salir airoso, también iría a por tu dinero. —Como Giancarlo no contestaba, siguió insistiendo—. ¿Sabes lo que pienso? Creo que quieres decirme dónde está. Creo que Robert te ha decepcionado con su traición, sus robos y sus intentos de asesinarme. Creo que te hace gracia que no lograse matarme en Hamburgo. Creo que le eres leal por un juramento que antes significaba mucho para ti, pero que ya no vale nada. ¡Creo que, en el fondo, lo odias a él y al juramento que hicisteis!

Giancarlo se volvió y se marchó sin responder.

Kate se asomó a la ventana para verlo cuando saliese del hotel. El conductor y el guardaespaldas se pudieron firmes en cuanto apareció Giancarlo, y ella contempló su figura alta y delgada mientras se dirigía a la plaza.

El guardaespaldas le abrió la puerta de atrás del Mercedes y volvió a posición de firmes, pero, antes de entrar, Giancarlo se quitó el abrigo y lo dobló con esmero, mirando a su alrededor. ¿Esperaba un tiro desde un tejado o era una señal para que sus hombres entrasen? No sabía leer su expresión y, de repente, se dio cuenta de que nunca había sabido hacerlo. Como con Robert, el cariño de aquel hombre era un engaño.

El anciano se sentó en el asiento de atrás, y el guardaespaldas se dirigió al asiento delantero. La aldea quedó en silencio durante un largo segundo.

Al final, como no podía ser de otra forma, el hombre miró hacia la ventana de Kate. Se miraron a los ojos brevemente, hasta que el coche se alejó.

Kate observó los tejados y callejones. La aldea seguía en silencio. Esperó hasta estar segura de que se había ido y, finalmente, decidió que había juzgado mal la educación del viejo, igual que todo lo demás. Estaba preparándose para llamar a Ethan y Malloy, que la esperaban a los pies de la montaña, cuando sonó el teléfono.

—¿Sí? —respondió.

—He estado pensando que llevas muchos años sin visitar mi granja de Mallorca —dijo Giancarlo—. Puede que te venga bien pasarte por allí un par de días, hasta que se te cure la pierna. Eso sí, asegúrate de llegar antes del lunes. Me han dicho que el tiempo podría empeorar por esas fechas.

—Gracias —susurró ella.

—Ten cuidado.

M
ALLORCA
(E
SPAÑA
)

S
ÁBADO, 15 DE MARZO DE 2008
.

La isla de Mallorca, famosa por sus playas, sus famosos y sus largas fiestas nocturnas, seguía siendo agrícola en gran parte de su zona interior. Unas cuantas carreteras buenas conectaban las costas, y otras tantas comunicaban los pueblos, pero el resto de la isla tenía bastantes carreteras desiguales y estrechas.

El estilo de vida era pausado. Los granjeros paraban los camiones para hablar con los vecinos. Era una existencia tranquila y pacífica que seguía más o menos igual que cuando el padre de Giancarlo Bartoli construyó su gran casa en lo alto de una meseta elevada con vistas a varias paratas de olivos.

Robert Kenyon nunca había sentido ningún aprecio por la granja, era demasiado tranquila, demasiado aislada. Luca y él montaban fiestas en la casa para hacerla más soportable cuando iban de jóvenes a la isla. La primera vez que había ido con su nueva identidad, después de cortar con su antigua vida, David Carlisle comprendió lo que le gustaba a Giancarlo de la granja. Poco después lo dispuso todo para alquilarle la propiedad a una de las empresas de Bartoli. Durante los últimos años había pasado allí todo el tiempo posible, porque era un lugar seguro. Allí no le preocupaba encontrarse por accidente con un rostro de su pasado, ni tampoco tenía que cambiar de pasaporte para cruzar las fronteras. Sabía que algo iba mal si el vecino no pasaba por delante de su cancela a las diez de la mañana y volvía a las once. El vino era bueno. Podía escalar las rocas, y el calor, incluso en primavera, hacía que se disolvieran los miedos que acosan a todos los fugitivos.

En aquellos momentos, el aislamiento de la granja era un lujo. Helena Chernoff había desaparecido. Como hablaron por última vez antes de que fuese tras Malloy, se imaginaba que la estaban interrogando. Era una tontería pensar que alguien podía resistirse a un interrogatorio, porque, al final, todo el mundo hablaba. ¡Todo el mundo! En aquel tipo de situaciones se podía medir el valor en horas.

El alias de Chernoff, Christine Foulkes, saldría a la luz. Si eso pasaba, todos querrían hablar con los paladines. Los paladines confesarían no saber nada sobre la implicación de Chernoff, pero se reunirían con los investigadores. Desde la muerte de Robert Kenyon habían procurado evitar cualquier contacto público con David Carlisle y Christine Foulkes, y enviaban a sus representantes a las reuniones anuales de los paladines. Podían afirmar (y nadie lograría probar lo contrario) que no tenían ni idea de que Foulkes era Helena Chernoff o que David Carlisle era en realidad Robert Kenyon, de vuelta de entre los muertos. Por otro lado, Carlisle no sobrevivía a una investigación, aunque fuese solo superficial. Tendría que deshacerse de su identidad y empezar de nuevo. Casi todo su efectivo estaba a salvo, porque había trasladado su dinero a bancos que lucharían con uñas y dientes antes que delatarlo, pero perdería sus inversiones menos líquidas, unos cincuenta millones de libras en bienes inmuebles. Era el precio de los negocios.

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