La librería de las nuevas oportunidades (7 page)

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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

—Deja de preocuparte por todo, no me va a pasar nada —responde la tía Ruma.

—¿Has envuelto los regalos? —pregunta mi madre.

—¿Por qué crees que llevo dos maletas? —Mi tía señala el maletero—. Chocolate, champú, bolígrafos, ropa, libros, colonia, jabón.

Gita no para de dar saltitos. Está tiritando de frío.

—Te lo pasarás en grande, tía. Disfruta todo lo que puedas. No te olvides de traerme...

—Tendrás el sari de boda más precioso que se haya visto jamás —la interrumpe mi tía.

—Y kurta y chappal. Ah, y kajal, y aceite de sándalo, y azafrán de las Indias, y...

—Te traeré un bazar entero.

—¡Así se habla! —exclama Gita.

Me mantengo a una distancia prudente, al margen del entusiasmo que genera la boda. Si Gita estuviera al tanto de los problemas cardíacos de mi tía, no le pediría tantas cosas.

—¿Habéis traído el equipaje de Bippy? —pregunta la tía Ruma.

Me vuelvo hacia mamá con una mirada suplicante y contengo la respiración.

Mi madre asiente.

—Ah, sí. Se lo traeremos más tarde. Ahora mismo no cabe nada más en el maletero.

Suspiro aliviada.

—Bien. Debe quedarse a dormir aquí —insiste la tía Ruma.

—Tú encárgate de volver sana y salva —le digo—. Un mes.

Le doy un último abrazo. Intento retener en la memoria el olor de la crema hidratante de Pond’s y el tacto apergaminado de su piel.

Me da unas palmaditas en la mejilla por última vez antes de acomodarse en el asiento delantero. Cierra la puerta del coche y papá alarga el brazo por encima de su regazo para ponerle el cinturón.

Mamá y Gita se apretujan en el asiento de atrás, y la primera me dirige una fugaz mirada interrogante. Me encojo de hombros, les digo adiós con la mano y vuelvo a entrar en la casa.

Entonces la tía Ruma baja la ventanilla.

—Espera, Bippy. Ven un momento, casi se me olvidaba.

Corro hasta el coche. Pide por señas que me acerque más y me susurra al oído:

—¡Acuérdate de pasarlo bien!

Alargo la mano hasta su hombro y sonrío.

—Que tengas buen viaje.

Papá tamborilea con los dedos sobre el volante.

—¡Vamos a llegar tarde!

—Cuídate mucho —susurra mi tía—. Disfruta mientras puedas.

Le digo adiós con la mano.

—No te preocupes por mí. Tú ponte buena.

Papá arranca el coche y una ráfaga de humo sale del tubo de escape.

—Tenemos que irnos.

—Te llamaré —me asegura la tía Ruma.

Vuelvo a la acera con los brazos cruzados sobre el pecho mientras papá maniobra el coche y enfila la carretera. Mi familia al completo dobla la esquina y desaparece. De pronto, estoy a solas con la librería, la lluvia y el viento que arrecia, amenazando tormenta.

¿Dónde me he metido?

10

En el desordenado despacho de mi tía, me enfrento a la pila de documentos que se amontonan sobre su escritorio. Hay muchos recibos sin pagar y facturas que no se han enviado. Durante años se las ha arreglado para llevar el negocio de un modo eficaz. La enfermedad la estará afectando, o bien la crisis le ha desbaratado las cuentas.

Cuando llega Tony asiente a modo de saludo y comprueba si hay mensajes en el contestador automático. Viste en tonos crepusculares —azul petróleo, negro y gris— y sostiene un vaso de papel del café Fairport con un espresso que bebe a sorbitos. Mientras escucha los mensajes de los clientes garabatea algunas notas y luego mira alrededor, meneando la cabeza, con los brazos en jarras.

—Me paso la vida intentando ordenar todo esto, pero es inútil, no me preguntes por qué.

Le enseño una factura de la compañía de gas y electricidad del estrecho de Puget.

—¿Debo pagar esto? ¿Ha dejado mi tía algún talonario?

Tony me arranca la factura de las manos.

—Créeme, será mejor que sigas viviendo en la ignorancia. Yo me encargo de pagar estas facturas. Me pidió que lo hiciera.

—¿Y qué se supone que espera de mí?

Tony señala con el brazo, como si quisiera abarcar toda la estancia.

—Atender la librería. Sal ahí fuera.

—¡Pero si no hay nadie todavía! Se me dan mejor los números. Podría cuadrarle las cuentas. Estoy segura de que hay más recibos sin pagar, facturas que comprobar...

—Y una librería que atender. Te lo demostraré, ven conmigo.

A regañadientes, lo sigo hasta el pasillo. Paso la siguiente hora ayudándolo a desembalar cajas de libros, colocándolos en los estantes, reordenando los expositores.

—Ese no lo pongas ahí delante —dice, sacando de la repisa de la ventana del salón un thriller de tapas duras titulado No mires ahora.

—Pero si acaba de salir. Lo he visto en el aeropuerto. ¿No tenéis más ejemplares?

—Esto no es una cadena de librerías —replica, blandiendo un viejo thriller con las tapas manoseadas—. Nosotros ofrecemos alternativas, otros horizontes.

—Estupendo. Ya que sabes tanto sobre el modo de convertir una librería en el negocio del siglo, lo dejo en tus manos. Tengo cosas más interesantes que hacer.

—Seguro que sí.

En un armario del pasillo encuentro una escoba y un plumero con los que me dispongo a dejar la librería limpia y reluciente. Tony se me acerca en la sala dedicada a los libros de lance y rompe a reír.

—¿De veras esperas cambiar algo?

—Una tienda limpia es una tienda rentable.

Intento abrir la ventana, pero la pintura la ha sellado.

Tony niega con la cabeza enérgicamente sin que se le mueva ni un pelo.

—No lo pillas, ¿verdad? Esta tienda es especial. No puedes imponerle tu voluntad.

—Puedo imponerme a lo que se me antoje. —Vuelvo a tirar con todas mis fuerzas de la ventana, en vano—. ¿Sabes si mi tía tiene herramientas, un destornillador o algo parecido que pueda usar para abrir esta ventana?

Un sonoro crujido rasga el aire y la ventana se abre un par de dedos, dejando entrar una ráfaga de aire fresco.

—Ya ves —dice Tony, frotándose las palmas de las manos—. ¿No querías aire? Pues ahí lo tienes.

—¿Qué ha pasado? Debe de tener las bisagras oxidadas.

—Sí, será eso. —Tony se aleja, meneando la cabeza—. ¡Aire, dice! Una tienda limpia es una tienda rentable...

Las salas de la librería empiezan a tener un aspecto medio decente, ligeramente menos abigarrado, pero cuanto más me esfuerzo más tengo la sensación de que me enfrento a una empresa imposible.

A lo largo de la mañana, unos cuantos curiosos han entrado y salido sin comprar nada. Unos pocos han venido a recoger libros que habían encargado.

—Va siendo hora de que mi tía amplíe un poco la oferta —afirmo, al tiempo que limpio la ornamentada repisa de cerámica que remata la chimenea de la sala de literatura infantil. Tony está colocando una pila de libros ilustrados—. Debería traer jaboncillos, velas, bolsos, ediciones de bolsillo más baratas, como las que tienen en la tienda de comestibles. Para atraer a más clientes.

—Esto no es una tienda de comestibles. Echa un vistazo a tu alrededor.

—Tiene que adaptarse al siglo XXI, hacerse un hueco entre el público que busca cosas más modernas...

—Ya tiene un hueco —replica Tony justo antes de salir corriendo para coger el teléfono—. Anula el envío del título número quince —ordena a su interlocutor—. ¡Se supone que hoy debería llegar toda la remesa! —exclama. Sigue hablando a voz en grito unos instantes y luego cuelga con cara de pocos amigos.

—No quieres que mejore nada —le digo.

—Usa tu intuición. —Tony señala su propio pecho—. Tu corazón.

—Eso se lo dejo a mi tía. Tengo otra idea: podría expandir el negocio, comprar el local de al lado y convertirlo en una librería café.

—Ya tenemos un salón de té, ¿no lo has visto?

—Pero ese salón no puede competir con el café Fairport...

—No queremos competir con nadie. A ver: escucha y aprende. Mira, ahí llega un cliente.

Un joven calvo acaba de entrar en la librería, sacudiendo el paraguas. Tony se le acerca a grandes zancadas y sonríe.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Estoy buscando un libro ilustrado sobre casas rústicas —contesta el hombre con voz atiplada. Lleva una gabardina negra que, de tan empapada, reluce como el hule.

Doy un paso adelante.

—De esos tenemos muchos.

El hombre me mira sin verme, como si yo fuera invisible y estuviera hablando con el aire.

—¿Construidas con materiales ecológicos?

—¿Los libros? —pregunto. Noto una extraña quemazón que me sube por el cuello.

El hombre emite una especie de gruñido.

—Las casas. Las busco construidas con materiales sostenibles, eficientes desde el punto de vista energético.

—No existe lo que se dice un libro ilustrado que verse sobre el tema —interviene Tony, invitando al cliente a seguirlo por señas—. Las editoriales no clasifican los libros de ese modo, pero le enseñaré lo que tenemos.

Oigo la aterciopelada voz de Tony desvaneciéndose por el pasillo mientras conduce al hombre hasta la sección de hogar y jardinería. Vale, si es tan bueno en lo que hace, podrá prescindir de mí un momento. Aprovecharé para volver a buscar cobertura. Aferrándome a un resquicio de esperanza, sostengo la blackberry en alto y me lanzo a recorrer todos los pasillos y estancias de la librería. Casualmente acabo en la sección de sexualidad, donde veo a una mujer hojeando con gesto furtivo libros sobre la excitación femenina.

Me apresuro a salir de allí y entro en la siguiente habitación con el rostro ardiendo. Menos mal que no me ha pedido ayuda. He escapado por los pelos. En el siguiente tramo de pasillo hay una niña suplicándole a su padre que le compre un cuento de hadas.

—Este, por favor, por favor. Solo cuesta siete dólares.

—No, cariño, no —contesta el padre, distraído—. Es tirar el dinero.

—¿Para cuántos paquetes de tabaco daría, papá? —replica la pequeña.

Se hace un silencio, solo roto por una risa que llega atenuada desde la habitación contigua. El padre coge el libro y lo lleva hasta la caja. Gran sorpresa: hay tres clientes haciendo cola delante de él, con libros viejos y desvencijados en las manos. ¿Qué demonios habrán encontrado que resulte tan interesante como para comprarlo?

Siempre que tengo ocasión, me escabullo para comprobar si tengo mensajes en el buzón de voz en el único sitio en que he encontrado un pizca de cobertura, seis manzanas más abajo y dos más allá. Robert aún no ha contestado el mensaje que le dejé. No puede vender la casa sin mi consentimiento. Yo también tengo que firmar la escritura, y no he aceptado nada.

Al caer la noche, un hombre de avanzada edad, cargado de hombros y anquilosado, entra discretamente en la sala de literatura infantil y se pone a hojear ediciones ilustradas: obras de Dr. Seuss, libros sobre animales...

—¿Podría usted ayudarme? —susurra, y mira a su alrededor antes de proseguir—: Ruma siempre me ayuda.

—¿Desea comprar un libro para algún niño al que conoce? —pregunto. Tony está en otra habitación, atendiendo a un cliente.

El hombre se sonroja y asiente.

—¿Qué clase de libro busca?

No he leído un libro infantil desde hace décadas. Fuera, la lluvia cae sin cesar.

—Uno que sea fácil —contesta con un hilo de voz.

—¿Es para un niño o una niña?

—Un niño.

—¿Qué edad tiene?

El hombre se rasca la barbilla con el índice y el pulgar. Tiene los dedos gruesos, las uñas roídas.

—Nunca me acuerdo.

Un libro cae produciendo un ruido sordo en el pasillo de atrás. Una voz susurra: «No lo quiere para ningún niño, no lo quiere como juguete...».

—¿Cómo dice? ¿Perdón? —Doblo la esquina, pero no hay nadie. Vuelvo con el hombre.

—¿Busca un libro... para usted? —pregunto. No era mi intención sonar ni mucho menos parecer incrédula, pero no puedo evitarlo. El hombre debe de estar aprendiendo a leer. Rondará los sesenta años.

Se le enciende el rostro de un modo violento y desigual, y queda sembrado de manchas. Deja caer el libro sobre la mesa y se precipita hacia la puerta. Me apresuro a seguirlo.

—¡Señor, espere!

Pero se marcha a toda prisa, avergonzado.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Tony, que se me acerca por la espalda y mira por la ventana—. ¿Qué le has dicho?

—Le he preguntado si los libros que buscaba eran para él.

—Genial, Jasmine. Simplemente genial —replica, poniendo los ojos en blanco.

—Pobre hombre. ¿Debería ir tras él?

—Deja que se vaya. Ya volverá.

Pero el hombre no vuelve. Ojalá le hubiese preguntado el nombre.

Me escuecen los ojos a causa del polvo, y estoy temblando. La calefacción debe de estar estropeada. Cierro las dos ventanas que se habían abierto de par en par por sí solas después de que yo forcejeara con ellas.

Al anochecer, cuando estoy a punto de cerrar la librería, una mujer delgada, de piel morena y con una gabardina cruzada de Burberry entra con aire apresurado, las mejillas sonrojadas. Es enjuta y menuda, como si no le sobrara ni un gramo.

—Hola, Jasmine. Soy Lucia Peleran. La doctora Lucia Peleran. Bienvenida a Fairport. ¿Has encontrado el pueblo tal como lo recordabas?

Doy un paso atrás y sonrío. ¿Cómo sabe quién soy?

—Supongo que mi tía le habrá hablado de mí.

—Estamos encantados de tenerte de vuelta. —Me escruta detenidamente con el rostro muy cerca del mío, por lo que alcanzo a distinguir el tenue aroma a menta de su aliento—. Si alguna vez necesitas que te alineen la columna, pásate directamente por el Centro Quiropráctico Fairport y te dejaré como nueva en un santiamén. Creo que no te vendría mal algún pequeño reajuste.

Hago rotaciones con los hombros y muevo la cabeza a uno y otro lado.

—Qué va, estoy perfecta.

Sus cejas meticulosamente perfiladas se arquean.

—¿No tienes ninguna contractura? Me extraña que una mujer en tus circunstancias no tenga algún que otro nervio pinzado.

—¿En mis circunstancias? —Se me encoge el estómago. ¿Qué sabe de mí esta mujer?

Lucia Peleran hace un gesto con la mano huesuda como quitándole hierro al asunto, y sus dedos parecen las ramas desnudas de un arbusto sin hojas.

—Todas hemos pasado por eso, cariño, créeme. No debe de quedar una sola mujer en este pueblo que no lo haya hecho.

—¿Que no haya hecho qué?

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